A través de los años

Luciana V. Suárez

Fragmento

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1

Siempre me pregunté cómo sería regresar a tu pueblo para acudir a la reunión de los diez años de escuela y volver a ver a tus compañeros de la secundaria después de tanto tiempo, notar el progreso de los años en su aspecto físico y conductual, enterarte de qué fue de sus vidas, en qué trabajaban, si se habían casado o habían tenido hijos, cuántas posesiones tenían y a cuánto ascendían sus salarios; no es que esto último me importara, pero, de seguro, a más de uno sí le interesaría. De todas maneras, tenía a unos cuantos agendados en algunas redes sociales, por lo que estaba al tanto de algunos aspectos de sus vidas; tampoco es que fuera algo que me interesara, pero a otros sí. Sea como fuere ahora comprobaría eso, debido a que esta noche sería la reunión de los diez años, así que estaríamos todos juntos de nuevo.

Tras salir de Manhattan y atravesar un puente, tomé la carretera 95 que conducía hacia Connecticut; por suerte el tráfico no era tan caótico ese día, pero intuía que al día siguiente lo sería en vista de que el lunes era Navidad. Oprimí el reproductor del auto y la voz que emergió fue la de Kenny Rogers; sentí una punzada de emoción en el pecho, pues Evan, mi exnovio de la secundaria, me había regalado un CD de él, por lo que lo tomé como una señal, ya que era seguro que lo vería en la fiesta y eso me ponía algo nerviosa. No es que tuviera sentimientos por él, porque tan pronto terminamos nuestra relación tras la graduación me había olvidado de su existencia; bueno, no tan pronto, pero unos meses después, como es lógico, puesto que había sido mi único amor en la secundaria, pero más allá de eso no albergaba sentimientos por él. Aun así, desde que me había llegado la invitación a la fiesta de aniversario, no hice más que pensar en él o, más bien, en los momentos que habíamos compartido juntos en los dos años y medio que salimos. Tras romper no habíamos permanecido en contacto, porque eso lo hubiera vuelto extraño para ambos. En los últimos meses de secundaria nos habíamos mentalizado que romperíamos porque tomaríamos caminos diferentes y no teníamos intenciones de seguir una relación a la distancia, básicamente porque sabíamos que no duraban y, cada vez que regresaba a New Point, nuestro antiguo pueblo, pensaba que lo encontraría, pero no fue así. Sabía que ahora vivía en Chicago y que era entrenador en una escuela, pero, más allá de eso, no sabía nada; de todas maneras, esa noche lo descubriría.

Del cielo se deslizaba una escarcha fina, anticipando que sería una noche fría, pero, por suerte, la tormenta de nieve no llegaría sino hasta el martes por la mañana, justo a tiempo para tener una blanca Navidad.

Tenía dos horas y media de viaje hasta New Point, mi pueblo o, más bien, mi antiguo pueblo. Solo contaba con cinco mil habitantes y no tenía grandes atracciones como en las grandes urbes, pero poseía su encanto, y lo mejor era que se aspiraba tranquilidad y seguridad por doquier.

En cuanto pasé el cartel de entrada, me invadió una sensación de nostalgia por regresar al lugar en el que había vivido por casi diecisiete años y, a pesar de que iba para allí cada mes (porque estaba cerca de Nueva York), siempre que lo hacía me embargaba esa sensación de familiaridad, y más ahora, que iba por Navidad, además de la cena de los diez años de mi antiguo colegio.

Cuando llegué a la casa de mi padre, estacioné el auto junto a la acera y, tras tomar mi valija, me adentré en ella.

Suspiré al atravesar la puerta, puesto que el olor que me recibió era tan familiar y característico de esa casa. No era un aroma específico, sino más bien el aroma a lo que me remitía: a hogar, el lugar en donde había nacido y crecido, y en donde tenía muchos recuerdos felices.

Escuché unos pasos provenientes del living y, en un instante, la figura de mi padre se materializó ante mí.

—Hija, te estaba esperando —me saludó mientras me estrechaba en sus brazos. Yo me aferré a él por un tiempo prolongado, a pesar de que lo había visto hace dos semanas atrás, pero no importaba si lo veía cada día, siempre lo abrazaría de la misma forma, ya que era el único familiar próximo vivo que tenía.

—Espero que con una taza de chocolate con malvaviscos —le dije.

—Y con tarta de café con sirope de arce —repuso él.

—Dejaré mi valija en el dormitorio y bajaré.

Subí los escalones que transportaban hacia la planta alta, una vez allí me dirigí hacia la segunda puerta del lado derecho, en donde se encontraba mi antiguo dormitorio, decorado tal cual lo había dejado cuando me había marchado hacia la universidad: paredes rosa claro con franjas blancas, un techo inclinado hacia un lado, una ventana con alféizar, piso de linóleo blanco, una cama de roble con un dosel, y todas las cosas que estaban esparcidas, tanto en los estantes como en las paredes, eran logros que había obtenido de actividades en las que había participado en la secundaria: los listones del equipo de natación y diplomas del club de periodismo, incluso los adornos eran de esa época.

Puse la valija encima de la cama y, tras abrirla, solo saqué el vestido que me pondría esa noche para que no se arrugara; lo colgué en la puerta del clóset y luego bajé a la planta inferior.

Mi padre se encontraba sentado junto a la chimenea; a su lado, en una mesita, había una bandeja con una tetera y otras cosas para comer. Yo me senté enfrente de él y tomé la taza de chocolate que me había servido.

—¿Qué tal todo por aquí? —inquirí.

—Oh, ya sabes, hay tantas cosas excitantes que no sé por dónde empezar —bromeó—. En realidad, no hay novedades, han sido unos días muy tranquilos, tanto en el trabajo como en el pueblo.

—¿No tienes planes para esta noche? —le pregunté mientras degustaba el chocolate, sintiendo que se deslizaba por mi garganta y se propagaba por mi cuerpo, calentándome. Sentarme enfrente de una chimenea, en ese clima frío, a beber una taza de chocolate y hablar con mi persona preferida era una sensación más que placentera.

—Una partida de póker en casa de Thomas —respondió, en referencia a uno de sus amigos.

—¿Y harán algo más aparte de eso? —indagué mientras me servía una porción de tarta de café.

—Bueno, comeremos pizza y otras cosas, y beberemos cerveza mientras hablamos y reímos —me contó.

—¿Y la esposa de Thomas no tiene inconvenientes con que se reúnan allí?

—Ella también tiene noche de chicas y, además, no es que fuéramos a ver stripers o algo así —repuso—. Y, de todas maneras, vamos rotando las partidas en diferentes casas cada sábado.

—Lo sé —le dije. Desde hace casi diez años que tenía esa tradición de jugar al póker con sus amigos los sábados.

—¿Y tú? ¿Estás preparada para la fiesta de esta noche? —me preguntó con interés.

—Como verás, no, debo bañarme y arreglarme y recién a las ocho estaré lista para ir —contesté.

—A lo que me refiero es a si estás mentalmente preparada para ir —me aclaró.

—Lo sé, padre, solo bromeaba —respondí—. Pues la verdad es que estoy algo nerviosa, porque hace diez años que no veo a la mayoría de mis compañeros.

—Lo supuse, pero son unos nervios buenos, ya que verás a mucha gente con la que comp

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