Al filo del agua (Bilogía Viento y agua 1)

Mía Martín

Fragmento

al_filo_del_agua-5

Prólogo

Anhelos expresados

Baronscourt House, Irlanda, 1950

—Le ruego que me disculpe. Me distraje y olvidé lo que hablábamos, ¿qué era lo que me preguntaba?

—No tiene que disculparse, Su Excelencia. Me contaba usted sobre sus días en el Perú...

—Ah, sí, eso era, Perú... No fue una buena época para mí y es una pena porque es un país hermoso, ¿no lo cree? ¿Lo ha visitado alguna vez? —Ante la negativa del señor Hans, Cao Camarthen apretó ligeramente los labios—. Los recuerdos de mis días en Lima están teñidos de amargura. Verá, cuando llegué a tierras americanas, yo acababa de huir de China en medio de una situación algo delicada. Dejé atrás todo cuanto amaba... ¿Qué está haciendo, señor Hans?

Harold Hans, de pie frente al aparador, se dio la vuelta con una tetera en la mano y la mirada perpleja, espejada tras unas inusuales gafas redondeadas.

—Servir el té. Con su permiso, por supuesto.

El cuero del butacón crujió cuando la anciana duquesa se incorporó, negó la ayuda de su doncella y sujetó con firmeza la empuñadura de su bastón de ébano. Caminó los pocos pasos que la separaban de la mesa alargada.

—Eso me temía, que estuviera usted sirviendo el té. Oh, ustedes con sus prisas siempre estropeándolo todo. Por favor, estese quieto, hágase a un lado y déjeme a mí.

El señor Harold Hans asintió y ocultó la diversión que le causaba tanta solemnidad ante un asunto trivial como el té. Se hizo a un lado mansamente.

—¿Para qué magazín dice que me entrevista? —Cao Camarthen se colocó a su lado y, con un movimiento enérgico, estiró el brazo—. Sujéteme esto, si es tan amable.

Harold Hans tomó el bastón con torpeza y carraspeó.

—Para el Hearst, Su Excelencia, y permítame transmitirle la emoción que sentimos. El redactor jefe, el señor Strauss, se halla exultante por esta oportunidad que nos concede. —Apretó los dedos en torno al mango de ébano—. Y yo... soy un admirador de su obra. No todos los días se tiene la oportunidad de hablar con un miembro de la flor y nata británica que copa las listas de los más vendidos en América.

—El té debe ser tratado con respeto, señor Hans. Acérquese, vamos, no sea tímido. Primero se hierve el agua, luego se sirve en una taza y a continuación echamos las hierbas, ¿lo ve? Y, entonces, esperamos. Observe cómo se desrizan las hojas en la superficie. Inhale, señor Hans, inhale con fuerza.

La duquesa, inmersa en alguna especie de sagrado ritual, tomó aquella pequeña taza de forma oval con ambas manos y se la entregó con una inclinación de cabeza.

—¿Es menta?

—Té de jazmín, importado de Hangzhou, la ciudad más espléndida del mundo. Eso dijo Marco Polo y no estoy por la labor de llevarle la contraria, ¿no le parece? —La anciana se hizo con su bastón y tomó asiento. Agradeció la taza que le entregó su doncella y señaló un butacón frente a ella—. Bien, ¿por dónde íbamos? —El señor Hans abrió la boca para contestar, pero la duquesa pareció recordar y asintió con un gesto de cabeza—. Ah, ya recuerdo. Usted insiste en estropear una hermosa historia por esa estúpida obsesión moderna de llegar al fondo del asunto. ¿Es así como se dice ahora? Lo leí el otro día en un reportaje de su revista: la verdad detrás del mito.

—Yo no diría tanto. No deseamos estropear la historia, todo lo contrario, buscamos enriquecerla. Su vida, y permítame el atrevimiento, es de las más fascinantes que he tenido el privilegio de leer, pero hay un párrafo al final de su novela Al filo del agua que no logro sacarme de la cabeza porque no lo encajo con el resto de la historia. Lady Camarthen —se aclaró la garganta antes de proseguir—, me gustaría leerlo con usted. Desearía conocer el porqué. Nunca lo ha aclarado y deja a sus lectores con un final ambiguo.

—Con la miel en los labios. Adelante. —Cao ocultó una sonrisa llevándose la taza a la boca—. Lea ese párrafo que le roba el sueño, señor Hans.

Harold Hans se agachó y con movimientos precisos abrió su maletín y le mostró con una sonrisa satisfecha un ejemplar de su novela. La portada de esa primera edición disgustaba enormemente a la duquesa, pero en su momento no le dio la importancia debida. Era un rasgo de su carácter, sus aprendizajes llegaban tarde o nunca. Lady Camarthen sorbió su té y asintió. Hans abrió el libro y buscó la página, le echó un vistazo nervioso y carraspeó antes de comenzar a leer.

—Dice así: «Jamás lograría recuperarme de ese momento que adquiriría, con el paso de los años, dimensiones de leyenda en mi memoria. Lo recordaría incluso cuando de tan vieja mis manos se doblaran sobre sí mismas y mis ojos perdieran la capacidad de asombrarse ante las maravillas que albergaba el mundo, cuando fuera incapaz de caminar y yaciera postrada en una cama y olvidara todo lo demás; el hechizo que ejercía en mi espíritu la música del guqin, el sensual balanceo de un sampán sobre las aguas mansas de mi antigua aldea o el color exacto de los ojos del hombre que amaba. Cuando ya no lograra recordar mi propio nombre, jamás olvidaría el instante en el que el príncipe dragón se derrumbó a mis pies».

—Más que una expresión de mis vivencias, ese párrafo es el lamento por los anhelos sepultados...

—Pero ¿cuánto de verdad hay en él?

—Oh, la única verdad es que todo es mentira.

Hans parpadeó varias veces, visiblemente contrariado. Sin saber qué más hacer, cerró el libro.

—No, no entiendo —musitó al cabo—, usted ha dicho en repetidas ocasiones que sus novelas relatan sus memorias.

—Señor Hans, como testigo privilegiado de mi propia vida y de aquellos que la han compartido conmigo, he procurado escribirla tal cual lo siento. —Sus ojos oscuros se posaron sobre el rostro alargado de Harold Hans con una secreta picardía que solo aquellos que la conocían podían apreciar—. ¿Se ha fijado usted en cómo funciona nuestra memoria? Lo que ayer fue dicha hoy es tristeza y mañana será anhelo o lo habremos olvidado por completo. Señor Hans, lo que usted llama verdad tiene poca trascendencia en realidad. Veo que no está de acuerdo. No, no trate de disimular para evitar ofenderme. De todas formas, le diré algo para aliviar la decepción que leo en sus ojos. La verdad tras ese párrafo, esa que tanto lo inquieta, es que fui yo la que terminó derrumbándose a los pies del príncipe, aunque eso ocurrió muchos años después de ese suceso.

—Usted...

—Permítame, ya que se ha tomado la molestia de viajar desde tan lejos, y le contaré la verdad detrás del mito. Hoy me siento generosa. —Sorbió su té—. ¿Por dónde empiezo? Siempre me hago la misma pregunta. Qué desatino ser tan vieja y no haber dado con una respuesta apropiada. Creo que será mejor empezar por Perú, ¿no habíamos hablado ya de mis días en Lima?

—Así es, señora duquesa, me contaba usted sobre sus años allí.

—En Lima comencé mis cartas desesperadas. Esas que tanto gustan entre el público femenino, según su revista. Escribí cientos de ellas, muchas las destruí sin volver a releerlas siquiera, me perturbaban. Otras las conservé para expiar mis culpas y unas pocas me atreví a publicarlas. Le mostraré las vergonzosas. —Para sorpresa de Harold Hans, la d

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