Un conde de lo más insoportable (Salón Selecto 3)

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

—Si usted ha conseguido la sal a ese precio tan magnífico, le aconsejo que no pierda la oportunidad de comprar el cargamento. 

Mohamed Khan paseó la vista sobre unas elegantes botas de piel de un número que parecía ser bastante pequeño, antes de ascender por unas piernas delgadas enfundadas en un pantalón que se ajustaba a una cintura estrecha, una blusa ancha que no disimulaba las formas de unos pechos redondeados y la melena oscura que enmarcaba una bonita cara femenina. La mirada de ella le decía que estaba dispuesta a marcharse de allí sin intentar negociar. Era lista la muy tunanta. Comenzaba a comprender por qué sus hermanos —tenía tres y en aquel momento estaba con el más joven—, a pesar de ser mayores que ella, dejaban que fuese Aislinn quien cerrara los tratos. 

—Vayámonos, Declan, nos esperan otros compradores. 

Mohamed los vio recoger bártulos y los detuvo. 

—¡Esperen! Tal vez podamos llegar a algún acuerdo. 

Ella, con su sonrisa más ladina, se volvió a mirarlo. 

—Creí que no le interesaba nuestra sal. 

—Siempre es bueno tener de sobra, además, dentro de poco estaremos en pleno invierno y es posible que los barcos no lleguen a tocar puerto. ¿Quieren sentarse? —ofreció las sillas que estaban frente al escritorio. 

Declan se apresuró a obedecer. Quería cerrar el trato cuanto antes, pues no habían tenido muy buen día. De la anterior oficina que habían salido hacía exactamente tres cuartos de hora, no les iba a quedar ese año buenos recuerdos. Siempre les habían comprado a ellos las especias, sin embargo, esta vez alguien se les adelantó, el conde de Maubourg, y les había dejado sin nada. Él estaba muy enfadado, pero nada comparado con Aislinn, que había echado pestes sobre el noble durante todo el camino hasta ver a Mohamed. De haber tenido la joven al conde cerca, se lo habría merendado con alubias.  

Y es que Aislinn, a pesar de lo tierna y delicada que aparentaba ser, tenía un genio de mil demonios. 

—Setanta debe de estar muy orgulloso de ustedes —dijo Mohamed sacando una botella de oporto de un apartado que tenía el escritorio en la parte inferior—. ¿Quieren probarlo? Hace un rato me la han traído los franchutes. Es muy bueno. 

Declan asintió pero la joven negó con la cabeza al tiempo que hacía un gesto con la mano. 

—Primero los negocios y después el placer, señor Khan. 

Hizo una señal a su hermano para que le entregase la factura del cargamento de sal a Mohamed. Este dio el visto bueno enseguida al documento, imprimió su firma y les entregó un cheque. 

Mohamed llevaba años negociando con Setanta O’Rourke, y después con sus hijos. Sin duda alguna, el hueso más duro de roer era la pequeña de la familia, Aislinn, que todo lo que tenía de belleza, lo tenía también de inteligencia. Desde el mismo momento de conocerla, le quedó claro que no podía subestimarla. 

—Ahora sí que puede servir ese oporto, querido señor Khan —animó ella con una espléndida sonrisa—. Y esos franchutes, ¿quiénes son? ¿Acaso la competencia? 

—¡No!—Rio el hombre llenando tres vasos por igual—. Se trata de Castor y su familia. 

—Este año han llegado antes —comentó Declan, mirando de reojo a su hermana. A él no podía ocultarle que seguía enojada por no haber podido comprar las especias al proveedor de siempre—. Han tenido suerte porque hemos oído de un conde que se ha vuelto loco con los precios sin tener ninguna clase de consideración ni cuidado por los demás.  

—Así es —asintió Mohamed—. Espero que no les haya afectado mucho. El conde de Maubourg ha decidido que va a dedicarse ahora a la importación y exportación. Claro, que él no posee la flota de barcos que tiene Setanta. 

—Por lo que dice, intuyo que ha tratado de hacer negocios con usted —dijo Aislinn como de pasada, saboreando su oporto. 

A Declan le divertía ver como ella se esforzaba en que le gustase la bebida, pero lo cierto es que se solía tomar el primer vaso y enseguida buscaba una excusa para no aceptar el siguiente. De hecho, él sabía que no debía permitirle que bebiese nada fuerte, pero no tenía ni ganas, ni paciencia, para pelear contra ella. Aislinn era muy vengativa y podía pasarse el viaje de vuelta a Irlanda sin hablarle, y lo que era peor, salándole las comidas.  

—Bueno —respondió Mohamed—, se pasó por aquí a ver qué podía ofrecerle, pero no le interesó mi aceite de ballena. 

Aislinn soltó una carcajada que sonó como un racimo de campanillas. 

—Después de todo, ese conde no es tan tonto como pensaba. Usted vende muy caro, amigo, se lo he dicho muchas veces, y si ese conde de pacotilla es de Inglaterra, imagino que irá a la oficina del señor Landon a comprarlo. —Se encogió de hombros, divertida—. Él vende a mejor precio. 

—Lo sé, pero debía intentarlo. 

—No lo culpo por ello. —Aislinn se bebió de golpe el contenido del oporto y se puso en pie con los ojos clavados en Declan—. Deberíamos irnos ya.

Su hermano también apuró su bebida, se puso en pie y alargó su mano hacia Mohamed para despedirse. El hombre se la estrechó de vuelta al tiempo que preguntaba: 

—¿Tan pronto han de marcharse? 

La joven asintió. Declan sabía que ella no iba a responder por qué de repente tenía tanta prisa, sin embargo, él conocía la respuesta. Aislinn quería buscar al conde antes de que abandonase la ciudad.  

Declan, en cambio, deseaba de todo corazón que el conde de Maubourg se hubiese embarcado a donde quisiera que fuese y si, por algún motivo era el mismo destino que ellos, Irlanda, que no coincidiesen en la misma ruta, ni se vieran en alta mar, pues Aislinn era muy capaz de hundirle el barco.  

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Capítulo 1

Meses más tarde 

—¿Qué piensas hacer, Aidan? 

El hombre se inclinó sobre la barandilla de la terraza para observar a su hermana, que se había sentado en el borde del enorme macetero de la entrada, donde había un guindo bastante crecido. Le gustaba ver a Aislinn vestida como toda una señorita, aunque no tenía muchas ocasiones para ello. La mayoría de las veces navegaba con él o con cualquiera de sus hermanos y siempre lo hacía vestida de varón. Como ella solía decir, nunca mezclaba los negocios con el placer.  Por otro lado, a la hora de negociar, la tomaban más en serio cuando usaba pantalones. Tal vez porque de ese modo parecía más agresiva.  

—No lo sé. —Aidan sacudió la cabeza—. Me da mucho coraje que Imogen se haya inventado tal sarta de mentiras. De todas las mujeres que hay en Galway,

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