Si me lo pide el corazón (Minstrel Valley 1)

Bethany Bells

Fragmento

si_me_lo_pide_el_corazon-3

Capítulo 1

Principios de marzo de 1835

Era poco más del mediodía cuando llamaron a la puerta, un par de golpes firmes.

Olivia Coombs se sobresaltó y alzó la cabeza. Con el movimiento, la larga cabellera negra, de guedejas gruesas y ensortijadas, se movió como si tuviera vida propia.

¿Quién podía ser? ¡Menuda contrariedad! La señora Meyers, que hacía las veces de criada y cocinera, estaba pasando el día en casa de su hija, ella no esperaba a nadie y, como era domingo y no tenía otra cosa que hacer, se había estado bañando, mientras pensaba con tristeza en la reciente muerte de su madre.

En esos momentos, vestida solo con la camisola, el corsé y las enaguas, se estaba secando el cabello, arrodillada junto a la chimenea de su dormitorio. No era momento para recibir a nadie.

Pero daba igual lo que pensase: quien quiera que fuese volvió a llamar, esa vez con un evidente toque de impaciencia. O quizá era apremio, podía estar pasando algo. ¿Sería la señora Perkins, su vecina inmediata? Tenía cinco hijos y un sexto a punto de nacer. Podría ser que hubiera llegado ya el momento...

Olivia se levantó, se puso la bata de camino y ni se detuvo a calzarse. Bajó las escaleras, cruzó el pequeño vestíbulo y abrió.

Para su sorpresa, se encontró frente a frente con un desconocido de unos treinta años, un joven muy atractivo, moreno, alto y de porte elegante. No era alguien del pueblo, seguro. No solo conocía a todos los habitantes de Minstrel Valley, sino que también hubiese podido deducirlo sin ningún problema de su apariencia general.

Ningún campesino de los alrededores hubiese utilizado un sombrero de copa como el que cubría en parte su cabello, brillante de puro cuidado, o el traje de excelente paño, cortado por uno de los mejores sastres de Inglaterra; ni tampoco el pañuelo de cachemir que cerraba el cuello con un lazo perfecto, o las resplandecientes botas de caña alta.

Eso, por no hablar del bastón de madera noble con empuñadura de oro.

Todo ello desprendía un aire innegable a Londres, a selecto y a gente importante. Algo que, hasta ese momento, había estado siempre muy lejos de su puerta.

—¿Sí? —preguntó, atónita.

—¿Señorita Coombs? —Olivia asintió. Vio que las pupilas del hombre se fijaban en su pelo, suelto de cualquier modo y algo húmedo todavía, y luego en su escote. Cruzó más la bata, incómoda, sin poder evitar ruborizarse. Hubo un brillo curioso en los ojos del desconocido, pero su expresión permaneció pétrea—. Permita que me presente: soy Marcus Hale, el marqués de Northcott. Primo de lady Acton —añadió, quitándose el sombrero.

¿Lord Northcott? ¿El marqués, en su casa? Era el título más conocido e importante de la zona. La mayor parte de las tierras de Minstrel Valley, incluida la hermosa mansión de su límite noreste, llamada Minstrel House, había sido de los Northcott durante muchas generaciones; solo unos veinticinco años atrás, uno de los últimos marqueses se lo entregó todo a su hermana, la actual lady Acton, que había nacido allí.

Incapaz de salir de su asombro, Olivia hizo una inclinación, algo atolondrada.

—¡Milord…! ¡Encantada, es un honor!

Él se limitó a asentir con sequedad, por todo saludo.

—Sin duda. ¿Podría concederme un momento, señorita Coombs?

—Pues… —Hizo un gesto vago hacia el interior—. Estoy sola y ya ve que, ahora mismo… —rebulló sobre sí misma, llamando la atención del caballero sobre su escasa ropa, sus pies desnudos y su situación en general, tan incómoda—, me resulta imposible…

—Sí, desde luego. Me hago cargo.

Mientras hablaba, el hombre echó un vistazo a lo que podía ver del pequeño vestíbulo y la cocina de la casa, visible a través de su puerta abierta. No debió sacar una gran opinión de lo que encontró, pese a que el hogar de Olivia era un sitio humilde, pero limpio y cuidado.

De hecho, a decir del modo en que arrugó aquella elegante nariz de patricio seguro de su propia importancia, en la descripción debió quedarse con el «humilde», y se limitó a ignorar el resto.

Eso, para el caso de que hubiese elegido un adjetivo amable.

—Si quiere, puede esperar en la cocina, mientras subo y me arreglo —propuso ella, indecisa. Quizá le estaba juzgando mal. Su madre siempre le advertía de lo engañoso de las primeras impresiones. No podías conocer a un hombre solo por un comentario o una mirada—. No tardaré más que un par de minutos.

—No se preocupe, no tengo ningún interés en entrar. —¿Y eso, de qué modo podía interpretarlo, que no resultara ofensivo? Lord Northcott se apoyó en el bastón con un gesto lleno de petulancia—. En realidad, solo le traigo un mensaje de milady.

Ella frunció el ceño, decidiendo que, quizá, las primeras apariencias no engañaban siempre. Estaba por asegurar que lord Northcott era, sin más, un imbécil.

Pero, como también era un marqués, se armó de paciencia.

—Muy bien, milord. Usted dirá.

Las pupilas del hombre volvieron a centrarse en ella.

—Lady Acton y yo llegamos ayer por la tarde, a última hora, desde Londres. Nos hemos instalado en la casa grande —señaló con el bastón hacia el noreste, más o menos—, en…

—En Minstrel House, sí, lo sé, lord Northcott —le interrumpió ella, cada vez más molesta por su engreimiento—. Resulta que yo nací aquí. He visto la silueta de ese palacete en el horizonte desde que tengo memoria. —Y siempre lo había visto vacío, iba a añadir, pero decidió callarse. No tenía ganas de conversar con él. No le estaba cayendo simpático, mejor terminar cuanto antes—. Le ruego que sea breve, por favor. Tengo frío.

Él contuvo una ligera mueca.

—Por supuesto, señorita Coombs. Mi cometido es sencillo: lady Acton desea invitarla a que vaya esta tarde a tomar el té con ella.

Eso sí que la desconcertó por completo.

—¿Yo? ¿Que vaya yo? ¿A Minstrel House? —Lord Northcott asintió—. Pero ¿está seguro?

—Por completo. No suelo equivocarme en misiones tan sencillas, se lo aseguro.

—¡Pero si lady Acton no me conoce en absoluto…! —Nada, que no conseguía salir de aquel estadio de estupefacción—. ¿Qué puede querer de mí?

Él la miró con fijeza.

—¿Seguro que no lo sabe?

—¿Yo? —Frunció el ceño, harta de su actitud, y decidió afrontar la situación de frente—. Pero ¿se puede saber qué le ocurre, milord? Usted y yo no nos conocemos en absoluto. ¿Por qué me habla como si le debiera dinero o le hubiese pisado?

No estaba preparado para un contraataque directo, y le tomó por sorpresa, se le notó en la cara. Lord Northcott apretó los labios, como conteniéndose de decir algo amargo, se giró y regresó al sendero de piedras blancas que cruzaba su pequeño patio delantero, desde la cancela de la valla de madera pintada de blanco, hasta la escalerita de media docena de peldaños que conducía a la puerta de su casa.

—A las cinco —le oyó decir mientras se alejaba—. En punto.

—¡Oiga! ¡Pero…! —Salió un par de pasos, hasta el primer peldaño, aunque no se alejó del umbral. Sentía el suelo helado bajo los pies, y corría un aire frío y desagradable. Solo le falt

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