Las indiscreciones de lady Margaret (Minstrel Valley 12)

Begoña Gambín

Fragmento

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Prólogo

Londres. Verano de 1834

Queda fuera de toda cuestión que, en ocasiones, basta un solo instante, una breve visión, para cambiar una vida sin remisión, sin tener posibilidad de esquivarlo. En esos casos, es mejor dejarse llevar y confiar en que sea una metamorfosis que nos convierta en una hermosa mariposa.

El carruaje iba a pasar por delante de Ditton Manor camino de la vivienda de sus tíos maternos. El vizconde Ditton no pudo evitar desviar su mirada para no verla. Desde la muerte de sus padres, la otrora grandiosa mansión le recordaba a un panteón funerario.

Seis años ya. Seis años de oscuridad.

Andrew Kaye no quiso esquivar las imágenes que acudieron a su mente de los tiempos de su niñez, cuando su familia rebosaba salud y felicidad. Era un niño sin preocupaciones, amado por sus padres y su hermana, sin conocimiento de lo aciaga que podía ser la vida. Su madre era una mujer alegre y risueña que, por cualquier motivo, hacía una fiesta.

Con su padre le unía una estrecha relación en la que compartían aficiones que disfrutaban juntos. Entre ellas estaba la colección de obras de arte. Era muy habitual verlos a los dos acudir a la casa de subastas Christie’s para adquirir alguna pieza. Incluso, su padre solía soñar en voz alta con él sobre las esperanzas que tenía de ampliar de forma importante la colección de la familia cuando Andrew emprendiese un viaje cultural por la histórica Grecia al acabar la universidad. En su juventud, él había realizado el Grand Tour por Europa y quería que su hijo disfrutase de ello, pese a que ya no era una práctica tan arraigada como en su tiempo entre los jóvenes de las clases altas británicas como parte de su educación.

Pero la alegría y todos los sueños familiares desaparecieron en un solo instante cierto nefasto día. La prematura muerte de sus padres a consecuencia de unas fiebres tifoideas y la consecuente responsabilidad que había recaído sobre él lo sumieron en la más profunda negrura y lo convirtieron de inmediato en un joven responsable, pero también taciturno.

Por aquel entonces tenía quince años, llevaba dos años en Eton y tuvo que asumir el título de vizconde, aunque su fortuna la manejaban dos de los abogados de su padre y su tío. En cuanto cumplió los dieciocho e ingresó en la universidad de Oxford, comenzó a conocer sus entresijos cada vez que visitaba Londres, con la ayuda de su tío —marido de la hermana de su madre— y tutor. En poco tiempo despuntó como economista e hizo algunas propuestas sobre inversiones a sus albaceas, que estos aceptaron, y aumentaron cuantiosamente su capital.

En esos momentos, con veintiún años, por fin iba a asumir el gobierno total del título, comenzaría a realizar sus propias inversiones y a abrir sus propios negocios. Su seriedad y responsabilidad lo avalaban.

Durante esos años, el vizconde se había convertido en un hombre duro y curtido para todo el mundo, salvo para su hermana, la honorable Hester Kaye. Por ella tuvo que tragarse su propia amargura y camuflarla de alegría con sonrisas e ironía. El primer año después del deceso había sido muy duro para su querida Hester. Solo tenía ocho años y perder a sus padres a tan tierna edad… Pero gracias al amor de su hermano y al de sus tíos, fue distanciando los lloros hasta que desaparecieron.

Sabía que tarde o temprano tendría que mudarse de nuevo a la mansión familiar, pero eso ocurriría cuando no tuviese a su hermana viviendo en la casa de sus tíos. Hasta entonces, nada más que los estudios podían separarlo de ella.

El carruaje paró y fue cuando Andrew se dio cuenta de que había llegado a su destino. El verano lo esperaba después de unos meses intensos en la universidad. Hacía seis meses que no veía a Hester y estaba ansioso por hacerlo, pero no pudo ser. Sus tíos le informaron de que su hermana estaba pasando el día en Ashbourn House con lady Margaret Ashbourn.

No lo dudó ni un segundo, se despidió de sus tíos asegurándoles que volvería en breve para celebrar con ellos su llegada y se marchó a la mansión de su mejor amigo, lord Arthur Ashbourn.

La vivienda de los condes de Darenth, padres de Arthur y Margaret, era como una segunda casa para Andrew y para su hermana. Por lo tanto, cuando llegó a ella, el mayordomo lo acompañó hasta la biblioteca donde se encontraba su amigo sin necesidad de anunciarlo. Después de un breve saludo, Arthur lo acompañó hasta el jardín, donde se encontraban las dos jóvenes.

Antes de verlas escuchó las risas alborotadas de las dos amigas, pero en cuanto las localizó… Entre los parterres, Hester y Margaret daban vueltas unidas por las manos, con las faldas revoloteando alrededor de ellas mientras se reían a carcajadas iluminadas por el astro rey que ese día había decidido mostrarse en su máximo esplendor.

La escena le llenó el alma de luz. Ver a las dos disfrutando era lo más bello que había visto en los últimos seis años. Sintió una explosión de alegría al comprobar que su hermana era feliz.

La mirada del joven vizconde se desvió hacia la proveedora de tal dicha. La visión fascinante que pudo contemplar lo dejó boquiabierto. Margaret llevaba el pelo alborotado, los rayos de sol incidían en él convirtiéndolo en oro líquido. Sus mejillas, arreboladas por el esfuerzo, llamaban la atención en contraste con su pálida piel. Sus labios, seductores, estaban medio abiertos, como si fuese una invitación a ser cubiertos. La muchacha que contemplaban sus ojos no parecía la adolescente quinceañera que había visto la última vez que había estado en esa mansión hacía medio año; se había convertido en una hermosísima joven.

La nueva apariencia de Margaret le resultó tan gratificante que de inmediato comprendió que no volvería a verla nunca más como una chiquilla, hermana de su amigo.

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Capítulo 1

Londres. Principios de marzo de 1838

El amor debería ser franco, dadivoso y carente de enredos, pero a veces conduce al ser que ama a comportarse de una forma incoherente. Aunque gracias a tal hecho, el ser amado sea beneficiario de ello.

Andrew Kaye, o lo que es lo mismo, el vizconde Ditton, agradecía en esos momentos su obsesión por seguir los pasos de lady Margaret Ashbourn durante todas las soirées en las que coincidían, o más bien, en todas las que averiguaba que iba a asistir la joven. Margaret acababa de compartir una cuadrilla con William Barkham, conde de Ipswich. Por lo tanto, en cuanto observó que al terminar la pieza de baile se escabullían con cautela y, poniendo mucho empeño en pasar desapercibidos, se dirigían hacia las puertas de acceso al jardín, no tuvo ninguna duda y los siguió con un gesto impaciente.

«Pero ¿qué está haciendo esta muchacha? ¿De verdad pretende verse a solas con un hombre?», gruñó para sí mismo, frunciendo el ceño.

Conocía a Ipswich. Todo el mundo nocturno de Londres y que no estuviese aislado en un pueblo como Minstrel Val

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