Un pretendiente para la señorita Bowler (Minstrel Valley 7)

Ana F. Malory

Fragmento

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Prólogo

Hertford, 23 agosto de 1833.

Nerian, sentado junto a su padre, un hombre avejentado más por el trabajo en el campo que por los años cumplidos, observaba con el ceño fruncido al juez de paz que, paciente, aguardaba una contestación. Había sido todo tan repentino, tan inesperado que no sabía qué decir. Aunque, por la expresión contrita de su superior, se temía que solo una respuesta sería la acertada y que no aceptaría una negativa. Pero ¿qué se le había perdido a él en aquel pueblo?

«Absolutamente nada», se reveló para sus adentros.

Cierto que era una oportunidad única y que algunos de sus compañeros querrían para sí. Entonces ¿por qué lo había elegido cuando cualquier otro estaría dispuesto a ocupar el cargo de condestable en Minstrel Valley?

—No le des tantas vueltas, muchacho —quebró el silencio el juez con aquella voz suya demasiado aguda para alguien de su envergadura—. Te estoy ofreciendo la oportunidad de tu vida, y lo sabes.

—Con todo el respeto, señor… Me gustaría saber qué le ha…

—Seré franco contigo —lo interrumpió al intuir cuál sería su pregunta—. Conozco a tu familia desde hace años y a ti te tengo en alta estima. Eres uno de los mejores hombres de la guardia. —Dudó si continuar—. No me gustaría verte metido en problemas por un capricho pasajero, y por eso he tomado esta decisión.

—¿Qué quiere decir? —inquirió más ceñudo aún a causa de la sorpresa, porque ignoraba a qué capricho se refería.

—Tus tonteos con la señorita Dagger han tenido consecuencias…

—¡¿Tonteos?! —exclamó indignado, aunque sin alzar la voz; no era hombre de perder los estribos—. No he hecho nada de lo que deba avergonzarme, entre Maisie y yo solo existe… amistad. —El leve titubeo restó credibilidad a sus palabras.

—Estoy seguro de ello. Te conozco, sé que eres un hombre cabal y que nada reprochable has hecho. Sin embargo, esa amistad ha generado ciertas expectativas románticas en la señorita Dagger. —Alzó la mano para impedir que Nerian lo interrumpiera de nuevo. Cuanto antes aclararan aquel asunto, antes entendería que debía acatar su decisión—. Infundadas —concedió—, pero las tiene, y en este caso es lo único que importa, porque su padre tiene planes para ella y tú no formas parte de ellos.

—¡Qué desilusión! —farfulló sarcástico. Cierto que Maisie era bonita y que le había robado un beso en la última fiesta del pueblo, pero de ahí a pensar que entre ellos existiera algún tipo de relación… Había que tener la cabeza llena de pájaros para creer semejante tontería.

—Como quiera que sea, el señor Dagger te quiere lejos de su hija —puntualizó—. Busca casarla con alguien importante…

—¿Más que yo?

—Que le reporte beneficios y, sobre todo, posición —continuó pasando por alto la mordaz exclamación del muchacho—. Por eso quiero que te traslades a Minstrel Valley.

—Me envía al otro extremo del condado y me aleja de mi familia por las fantasías de una niña malcriada y el capricho de su codicioso padre —sentenció entre incrédulo y divertido. Era todo tan absurdo—. Hablaré con Maisie, le explicaré que…

—Yo de ti no me acercaría a la muchacha, Dagger está… bastante molesto contigo. —Augus Dagger era un hombre poderoso, rencoroso y, cuando no conseguía lo que quería, también peligroso. Deseaba casar a su hija con un par del reino y nada ni nadie se lo iba a impedir. El terrateniente se saldría con la suya a como diera lugar y para ello no dudaría en quitar de en medio al joven.

—Deberías aceptar —se pronunció el señor Worth con la serenidad que lo caracterizaba, aunque Nerian pudo ver la preocupación en los cansados ojos de su padre.

—Me gusta mi trabajo en la guardia —se empecinó aun sabiendo que había perdido la batalla y su futuro se escribiría lejos de los suyos.

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Capítulo 1

Minstrel Valley, 1 de octubre de 1837.

Con Showy a la zaga y pendiente como siempre de todos sus movimientos, Nerian dejaba atrás North Road y se adentraba en la calle del cementerio dando por finalizada la ronda de esa tarde. Caminaba sin prisa, disfrutando del rutinario paseo con el que se aseguraba de que en el pueblo todo estuviera en orden. En la mano portaba una ramita desnuda de fresno —con la que de tanto en tanto se golpeaba de forma distraída la cara exterior del muslo— y en los labios, un conato de sonrisa producto de los recuerdos que ese día, y por capricho de su mente, le acompañaban.

Había evocado sus inicios en el cuerpo de la guardia siendo apenas un muchacho y pensado en su familia, a la que hacía demasiado tiempo no veía; había rememorado los acontecimientos de los últimos meses, algunos de ellos preocupantes, también el día en que Showy pasó a formar parte de su vida y en cómo esta última había cambiado desde que, cuatro años atrás, llegara a Minstrel Valley.

No era demasiado tiempo y, sin embargo, tenía la sensación de estar allí desde siempre, de pertenecer al lugar tanto como la abuela Joan o la leyenda del juglar. Conocía a todos y cada uno de los habitantes del valle, se había granjeado la amistad de algunos de ellos, contaba con el respeto de un buen número de vecinos y disponía de casa propia, modesta, y que él mismo había tenido que restaurar por entero… pero suya. Se trataba de un pequeño cottage situado a la entrada del pueblo, de planta baja, con ventanas a ambos lados de la puerta, paredes de piedra, techumbre vegetal oscurecida por el paso del tiempo y un pedacito de terreno en la parte de atrás que algún día esperaba convertir en un bonito jardín.

Sonrió divertido y no sin cierta nostalgia al recordar la reacción de Olivia Coombs —por aquel entonces maestra del pueblo y actual lady Northcott— al saber que había adquirido la casita del viejo Perkins: «¡Pero si se cae a pedazos!», había exclamado antes de ruborizarse por su falta de tacto.

Pero llevaba razón y se lo había hecho saber, aclarándole también que había sido gracias al ruinoso estado de la vivienda que le había salido a buen precio. Y después, demostrando una torpeza sin precedentes, le había hablado de su deseo de convertirla en un verdadero hogar; porque de haber surgido la oportunidad se habría casado con ella. Por supuesto que lo habría hecho, y hubieran tenido hijos.

«Incluso habríamos podido ser felices», adornó el sarcasmo con una sonrisa de medio lado sabiendo que no hubiera sido así a pesar del aprecio que se tenían.

Se aproximaba a la plaza, y las risas y gritos de los niños que en ella jugaban pusieron fin a sus cavilaciones y curvaron hacia arriba sus labios. Le agradaba escucharlos y pensar que, de alguna forma, con su labor, colaboraba a mantener su alegría.

***

En el interior del carruaje, con la capa bien cerrada sobre el sencillo vestido de lana que eligiera pa

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