Prólogo
Enero de 1838
Edith estaba sumergida en su lectura, pero no tanto como para no escuchar la puerta principal abriéndose y cerrándose. Alzó sus ojos verdes como las olivas hacia el reloj de pared. Una pieza lujosa y original que su padre, Simon Grenfell, había traído de Oriente. Había otros muchos objetos de decoración tan peculiares como el reloj. Espejos con marcos de nácar y oro, utensilios de diseños exclusivos, confecciones de cortinas y ropas de cama elaboradas con sedas finas y bien trabajadas. Sobre todo, varios preciosos jarrones de la dinastía Ming, cuyo fondo era blanco con motivos pintados a mano en azul cobalto.
Cada una de todas aquellas cosas habían sido regalos del coronel para su difunta esposa, y por eso Edith les tenía un cariño muy especial. Y daba gracias al cielo de que, a pesar de estar pasando un mal trago económico, su padre se negase a venderlas.
Suspiró. Todavía era pronto para cenar. Dobló una esquina superior de la página que había estado leyendo y dejó el libro sobre la mesa.
En el exterior el viento rugía furioso arrastrando tierra y hojas secas por todos lados. Se incorporó del sillón y caminó hacia la ventana. Observó un tumulto de nubes oscuras agitándose sobre el tejado del cobertizo donde guardaba los útiles de jardinería. Sus ojos recorrieron los muros que limitaban el jardín trasero. El musgo los cubría y les daba un aspecto antiguo y viejo.
—¡Señorita Grenfell! —Aggie, la criada, abrió la puerta sobresaltándola—. Dottie está aquí, dice que necesita verla con urgencia.
Edith clavó la mirada, con el ceño fruncido, sobre ella.
—¿La hija de Tom Smith? —La doncella asintió—. ¿No te ha dicho qué desea?
La mujer agitó la cabeza.
—No, señorita. Solo quiere decírselo a usted.
Edith se rascó el cuello, donde un mechón de pelo oscuro que había escapado de su moño le hacía cosquillas. Dio la espalda a la ventana y anduvo hacia la puerta. Le intrigaba saber qué hacía Dorothy Smith allí. Todos en el condado la llamaban Dottie. Era la hija del posadero. Una muchacha muy agradable y simpática que siempre tenía buenas palabras para con todos.
—Tiene que ser algo importante, de otro modo no hubiera salido con este frío —murmuró pensativa.
Aggie se encogió de hombros con una mueca ladeada. Un gesto que a ojos de Edith era mezquino, pero que estaba tan acostumbrada a verle que una vez más lo pasó por alto. No comprendía por qué su padre, Simon Grenfell, coronel retirado, no la había despedido todavía. Edith se lo había pedido muchas veces. No le gustaba cómo la criada les trataba en algunas ocasiones. Pero la respuesta del coronel siempre era la misma: «Aggie lleva tantos años con nosotros que es una más de la familia». Y era cierto que les servía desde antes de nacer ella y su hermana. Sin embargo, por mucho que la joven hubiese intentado apreciarla, no lo había conseguido.
—¿La hago pasar, o le digo que no puede atenderla? —Aggie tenía un paño de cocina en la mano, lo que indicaba que la visita de Dorothy estaba interrumpiéndola.
—No hagas nada. Yo misma saldré a recibirla. —Recogió un grueso chal de lana y se lo echó por encima de los hombros—. Puedes continuar con lo que estabas haciendo.
La mujer asintió y se marchó con prisa.
La chimenea del salón estaba todo el día prendida y, si bien en esa estancia y la que estaba adosada había una temperatura muy agradable, en el resto de la casa hacía frío. Estaban en pleno invierno y ningún condado inglés se libraba de los paisajes nevados y las heladas constantes. Incluso el lago se había convertido en su mayor parte en una enorme pista de patinaje.
Apretándose el chal, recibió a Dottie, que esperaba en el vestíbulo. La muchacha lucía las mejillas tan coloradas como la nariz. Era una joven algo rolliza con un par de años más que ella y un rostro cubierto de pecas.
—Debe perdonar que venga a estas horas a molestarla, señorita Grenfell, pero me urge lo que tengo que decirle.
A través de unas oscuras y tupidas pestañas, Edith observó que la joven llevaba las botas embarradas de la nieve y los charcos del camino. Un abrigo largo y grueso le cubría el cuerpo.
—¿De qué se trata, Dottie? ¿Es mi padre?
—Humm… sí, verá… —asintió turbada—. Ha habido un pequeño problema con el coronel.
—¿Él se encuentra bien?
—Bien, lo que se dice del todo… —Al principio meció la cabeza como si escuchase una melodía y le siguiese el ritmo, pero después terminó cabeceando—, no. Hubo una pequeña trifulca en la posada y le dieron… humm… le dieron.
—¿Qué le dieron? —insistió al borde de un ataque.
Podía esperarse cualquier cosa de su padre. Era un hombre recto y respetable, quizá un tanto estricto. Pero le perdía la bebida. Se pasaba más tiempo en una de las mesas de la posada que en su propio hogar. Incluso más de una vez, el condestable Nerian Worth le había traído a casa, borracho como una cuba.
—Le han dado un buen mamporro, señorita. Ha caído inconsciente y, entre el golpe y lo que ha tomado, no recupera la consciencia. Mi padre dice que se puede quedar allí a pasar la noche. Pero yo he venido a decírselo para que no se inquiete.
Edith soltó un fuerte suspiro entre enojado y aliviado. Miró a la joven agitando la cabeza.
—Voy a buscarle yo misma. —No quería arriesgarse a que la gente de Minstrel Valley se enterase de ello, a pesar de que era del dominio de la mayoría la afición que tenía el coronel por el alcohol—. Es seguro que ya ha dicho algo poco conveniente. ¿Había mucha gente a estas horas en la posada?
—No mucha. —Sacudió la cabeza.
—¿Crees que si le pido a tu padre la carreta me la prestará? —También podía preparar el viejo coche, o incluso llevar solo el caballo, pero iba a tardar más de lo previsto si hacía eso.
—Claro que sí. Además, creo que Johnny está en la taberna de la posada y puede ayudarla. Él llegaba cuando yo venía hacia aquí.
Edith asintió. El jovencito le caía muy bien, además era bastante discreto. A Johnny River lo conocía todo el mundo en el pueblo. El difunto padre Robert lo había encontrado en un cesto cuando no era más que un bebé y se había hecho cargo de él. Hasta hacía pocos meses había trabajado en el establo de la escuela de señoritas y en las caballerizas Bissop. Ahora había sido acogido por los condes de Mersett, que querían proporcionarle una buena educación. También porque se habían encariñado mucho con él. Lo habían enviado a Londres para completar sus estudios. Si estaba en el valle, seguro sería por algo excepcional.
—Qué pena me da que hayas tenido que salir a la calle un día tan frío como hoy, Dottie.
—No importa, señorita. De vez en cuando me apetece mucho poder distraerme de la posada. En esta estación acostumbra a venir menos gente y las jornadas se me hacen interminables.
—El invierno es duro, aunque a mí me gusta. Pero tienes razón, al menos en verano se puede salir a navegar en barca por el lago, o caminar entre las ruinas.
—Y vienen más forasteros, no lo olvide.
—Sí, cierto. —Edith sonrió. Era fantástico ver cómo el pueblo despertaba y bullía con el florido colorido de las macetas, y cómo las calles se llenaban de vida—. ¡Aggie! —llamó con premura. La doncella asomó la cabeza desde la puerta de la cocina.
—¿Qué se le ofrece?
—Voy a salir a buscar a mi padre. Ha tenido un pequeño percance. Por favor, ve preparando su cama y la calientas un poco. —Edith dejó el chal sobre una silla de estilo Luis XIV y descolgó su capote del perchero que había junto a la puerta del despacho. Se sentó en la silla y se puso las botas—. Es seguro que mande llamar al doctor Ian Aldrich. Asegúrate de tener bebida caliente y prendida su chimenea.
Aggie asintió.
—No creo que sea tan grave, señorita —animó Dottie.
—Eso espero. Vayámonos, cuanto antes salgamos antes podré traerle. No me gustaría que mañana todo el mundo hablase de él.
Edith se cubrió la cabeza con el chal y se abrió paso al exterior. Respiró hondo y exhaló el aire frío. Desde la puerta observó el sendero que serpenteaba hacia el centro del pueblo y también el embarrado que iba a la posada. Los árboles que flanqueaban la calle eran delgados, desnudos de hojas cual esqueletos oscuros movidos al son del viento.
No entendía cuál era el problema de su padre para haberse dado a la bebida de esa manera. Podía tratar de culpar a su hermana Marion. La insolente, malcriada y atrevida hija pequeña del coronel había llevado a la familia a ser el centro de muchas de las habladurías del pueblo. Pero el coronel ya bebía mucho antes de todo eso. Comenzó cuando varias inversiones en algunos negocios no dieron el fruto deseado y su fortuna se vio drásticamente reducida. Para salvar el buen nombre de la familia comprometió a Edith en matrimonio con el hijo de un buen camarada suyo, un rico terrateniente, sir Reag. Ella aceptó el acuerdo de muy buen grado aunque solo había visto al mozo un par de veces, y siendo chiquillos. Pero el padre de Banning, su futuro prometido, le había hecho llegar un retrato de su hijo, y hasta hacía unos meses, ella lo había tenido sobre la mesilla de su dormitorio —ahora lo guardaba bocabajo, dentro de un cajón—.
En primavera, el coronel mandó a Marion a pasar unos días con la hermana de su difunta esposa, la tía lady Kasey Manlay, en Londres, y por circunstancias de la vida, la pequeña Grenfell coincidió con Banning. Él quedó tan impresionado con ella que a escondidas se estuvieron viendo durante toda la estancia de Marion, que regresó en julio. De un modo u otro, Banning logró convencer a su padre de que no deseaba enlazarse con Edith, sino que quería hacerlo con Marion. El coronel no puso ninguna clase de objeción. De modo que Marion y Banning anunciaron su compromiso en septiembre, y dos meses después ya se habían desposado.
Ni que decir tiene que a Edith se le había roto el corazón porque estaba enamorada de él. Había soñado con la vida de Londres y con todo lo que conllevaba ser la esposa de un terrateniente. Sin embargo ya se había hecho a la idea, por mucho que le doliese, y durante ese tiempo se había dedicado en cuerpo y alma a su huerto y su jardín, y a su afición, la repostería. También tenía a sus fieles amigas: Marlene Mignon y Daphne Crown, recientemente condesa de Mersett, que escuchaban todos sus lamentos y le daban consuelo.
Dottie y ella apretaron el paso. Hasta la posada había un buen trecho. La calle estaba en unas condiciones pésimas. El terreno era tan blando y embarrado que costaba caminar. Pero era preferible si querían evitar que la gente se preguntase qué pudiera hacer la hija mayor del coronel paseando a esas horas.
Minstrel Valley había crecido mucho en los últimos tres años. Sobre todo después de que lady Acton abriese la academia de señoritas en 1835. Para las personas que habían crecido allí resultó un cambio brusco, pero a un tiempo, todo había ido a mejor. Ahora incluso ponían mercadillo el segundo fin de semana de cada mes.
Llegaron a la posada, The Old Flute, y sacudieron los pies en los primeros escalones que precedían la entrada. Era un edificio amplio, con paredes de piedra y techo de paja. Poseía un patio enorme. Las ventanas derramaban chorros de luz dorada que iluminaban débilmente el exterior, y que a su vez formaban oscuros charcos de sombra.
Dubitativa, Edith miró la entrada. Solo había estado en su interior unas pocas veces, y siempre acompañada. No estaba bien visto que una señorita entrase sola allí, a no ser que fuese una huésped o hubiese un evento importante. Bastante bochornoso era que se rumorease que habían visto al coronel borracho en la posada en más de una ocasión, como para que también le acusaran a ella de visitarla de vez en cuando a extrañas horas. ¡Nada más lejos de la realidad! Edith se ceñía a las normas de sociedad como la que más. O al menos eso era lo que intentaba.
—No se preocupe, señorita Grenfell. Le diré a mi padre que saque al coronel hasta la carreta, así nadie sabrá que usted ha estado aquí.
Edith se sintió aliviada.
—Te lo agradezco enormemente.
—No tiene por qué. Ya sabe dónde está la mula. ¿La va enganchando?
—Claro que sí. —Cuando Dottie iba a entrar en la posada, Edith la cogió del brazo, deteniéndola. —Antes me dijiste que mi padre había tenido una discusión, pero ¿sabes con quién fue?
Puede que el coronel fuese muy fanfarrón, pero no era de los que iban buscando trifulca.
—Con el señor Faner.
Edith dio un pequeño respingo. Se atragantó con su propia saliva.
¿Cómo podían llamar a ese delincuente de poca monta señor cuando no era más que un golfo y un aprovechado?
Faner. Jack Faner. Rechinó el nombre con antipatía en su mente. Solo le había visto un par de veces. La primera había sido hacía mucho tiempo, cuando aún era niña y acudía a la escuela del pueblo. Durante uno de los descansos que concedía la profesora, todos salían a la plaza de Legend Square, la única zona empedrada del pueblo, y se comían los emparedados que traían de sus casas. Edith pocas veces tenía hambre y solía regalárselo a otros muchachos. Ese día se acercó a un niño mayor que ella que estaba sentado en el borde del pozo dando la espalda a todos. Le golpeó en el costado con suavidad llamando su atención y el jovencito se volvió con rostro ceñudo. Ella se dio cuenta de que no lo conocía y lo había confundido con otro. Aun así, abochornada, le entregó su almuerzo, y para su asombro el muy canalla lo lanzó al pozo y se marchó de allí con una mirada de puro desdén y odio. Era Jack Faner.
La segunda vez que volvió a verlo había sido el año anterior cuando le había sorprendido durante una noche saliendo del cobertizo de las herramientas de su propia casa. Ella había creído que les estaba robando, sin embargo, Marion le había confesado que se veían en secreto. Por supuesto, amenazó a su hermana con delatarla a su padre si continuaban esas visitas. ¡Menos mal que el coronel no les llegó a descubrir nunca!
Se santiguó. Que Jack estaba en el pueblo no auguraba nada bueno. Había oído algunas de sus fechorías y podía decir que era mejor evitarlo que cruzarse en su camino.
Del interior de la posada fluyó una profunda carcajada que hizo que Edith volviese a la realidad. Reconoció enseguida la voz de Angus McDonald, el dueño de la forja de Minstrel Valley. Un escocés muy atractivo de rojos cabellos empeñado en perseguir toda falda en movimiento que se le pusiese por delante.
—¿Puedo ir ya, señorita?
—Sí, Dottie, adelante.
Suspiró al quedarse sola. Su madre había muerto por una pulmonía cuando era muy pequeña y no tenía recuerdos de ella. Fue su tía Kasey, lady Manlay, quien se hacía cargo de las hermanas cuando el coronel se marchaba a alguna de sus instrucciones militares. Durante esas campañas se trasladaban a Londres y les procuraban una institutriz. A veces habían sido muy estrictas con ellas, pero habían aprendido todo lo necesario para saber llevar una casa y encontrar un buen marido. También el coronel había aportado su granito de arena, sobre todo con Edith, a la que había educado de una forma poco ortodoxa, aunque por supuesto aquello debía ser un secreto del cual ni la tía Kasey ni Marion debían de enterarse nunca. Simon le había enseñado a disparar armas de fuego y a cabalgar a horcajadas. Esto último, solo cuando supiese que no iba a ser descubierta en sus dilatadas carreras por el campo, y acompañada por él. Por norma solían hacerlo varias horas antes de ponerse el sol, en el camino que se dirigía a Essex. Aunque de eso habían pasado ya cinco o seis años. Porque cuando el coronel regresó para no marcharse nunca más, comenzó a emprender negocios nuevos y la confortabilidad de la que siempre habían gozado fue desapareciendo progresivamente.
Se alejó de la puerta en dirección a donde guardaban la carreta. El ruido de unos suaves pasos haciendo crujir la nieve la hizo detenerse a medio camino. El aire empujaba los postigos de las ventanas y silbaba entre los barriles que había apilados contra una de las paredes. Escudriñó en la oscuridad. Presentía que había alguien cerca.
—¿Señor Smith? ¿Es usted? —preguntó nerviosa.
Inesperadamente se sintió atrapada por la espalda. Una mano fuerte cubrió su boca. Pudo sentir el calor de un cuerpo pegado al suyo. Incluso le llegó un ligero aroma de tabaco, alcohol y perfume de hombre.
Se agitó asustada. Habían pasado bastantes cosas en el pueblo como para no sentir miedo. En Minstrel Valley se hablaba de leyendas, de fantasmas que deambulaban entre las ruinas del castillo señorial en Scott Hill y en el lago; contaban sobre robos, y del cadáver que alguien había encontrado en la capilla de la mansión Clifford.
—¿Dónde está Marion? —susurró una voz áspera junto a su oído.
La joven se estremeció y agitó la cabeza. Aunque hubiese querido contestar, la mano de aquel sujeto presionaba su boca.
El hombre la apretó más contra su cuerpo y ella sintió que no podía respirar. Le estaba haciendo daño. Rogó para que apareciese Johnny o el señor Smith. O incluso el escocés Angus. Sabía que ese siempre llevaba un puñal escondido.
—Si te suelto, contestarás mis preguntas y no gritarás —volvió a susurrar con aspereza la misma voz.
Edith se mantuvo quieta e inmóvil. Ese hombre, quienquiera que fuese, había perdido el juicio si pensaba que iba a mencionarle dónde estaba su hermana. ¿Qué habría hecho esta vez esa atolondrada?
—¿Me has escuchado? —insistió el sujeto.
Ella asintió temblorosa. ¿De verdad ese malandrín pensaba que no iba a gritar en cuanto la soltase? ¡Iba hacerlo, y tan fuerte que todo el pueblo lo escucharía!
Con lentitud el tipo la hizo volverse y le apartó la mano de la boca. Edith logró lanzar un chillido antes de que volviese acallarla de nuevo. Entonces el hombre gruñó y el brillo acerado de sus ojos la dejó sin respiración.
—Probaré de nuevo —susurró con un matiz peligroso. Lentamente volvió a retirar su mano y esta vez ella guardó silencio.
Él era muy alto, de hombros anchos. A primera vista apreció una barba oscura y bien recortada; pelo moreno, ondulado y largo que le caía alborotado hasta por encima de los hombros. No podía decir que fuese apuesto o feo debido a las sombras. Pero sí veía sus ropas. Vestía un abrigo muy costoso y elegante, guantes de cuero y unas botas bastante lujosas.
Ella dio varios pasos hacia atrás.
—¿Quién es usted?
El hombre la observó ladeando ligeramente la cabeza.
—Me llamo John, pero aquí me conocen más por Jack. Puedes llamarme como quieras.
Edith se enojó y apretó los puños con fuerza. ¡El maldito Jack Faner!
—¿Cómo se atreve a tratarme así después de lo que le ha hecho a mi padre? ¡Debería denunciarlo! —increpó enfadada mientras miraba alrededor, cerciorándose de que nadie los estaba viendo juntos. Ese bandido era un inculto por atreverse a hablarle sin haber sido siquiera presentados. Y, sobre todo, tener la poca vergüenza de tutearla. ¡Pero claro! ¿Qué se podía esperar de un… bribón como él?
Jack Faner la miró de arriba abajo tratando de ver algo de ella. Estaba tan cubierta que solo el fulgor de sus ojos era perceptible en la oscuridad.
—Tu padre, el coronel, no anda más que diciendo sandeces.
—¿Por eso ha tenido que golpearlo? —le preguntó mordaz.
—No creo que tenga que darte ninguna explicación. Dime dónde está tu hermana y acabemos pronto con esto —insistió con impaciencia—. ¿Es cierto que está con ese hombre, Banning Reag?
Respirando con brusquedad, Edith asintió.
—Es cierto. Y no debería hablar de él de un modo tan despectivo. Banning es un caballero de la cabeza a los pies.
Durante unas décimas de segundo él pareció confuso. Como si hubiese esperado que ella le respondiese otra cosa.
—Marion me dijo que Banning y tú ibais a casaros. No lo entiendo. ¿Ella me mintió?
Edith se tensó, enfadada con su deslenguada hermana.
—¿Por qué quiere saber eso?
—Es importante para mí, puesto que voy a desposar a Marion —respondió con total certeza.
Ella pestañeó con sorpresa.
—¿Eso le dijo ella? —Jack Faner otra vez no contestó. Se limitó a mirarla—. Eso no va a ser posible. Mi hermana contrajo nupcias con el señor Reag. —No hacía falta decirle que todo había sido muy precipitado porque Marion estaba en estado de buena esperanza.
El hombre soltó un improperio tan fuerte que, ruborizada, ella se puso la mano sobre la boca. No era la primera vez que oía una maldición de esa envergadura. A ella incluso se le había escapado alguna. Pero escuchárselo a él asustaba.
La luz de una de las ventanas recortaba los anchos hombros del tipo y no le permitía contemplar su rostro. A veces creía distinguir formas irregulares. ¿O serían cicatrices?
—¡Esto es de chiflados! No lo voy a consentir —murmuró él con un tono que entrañaba cierta alarma.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Edith.
—¿Cómo que no va a hacerlo? Es demasiado tarde para impedirlo. Le acabo de decir que mi hermana…
—¡Y yo te digo que eso no puede ser posible! —repitió ignorándola, como si hablase consigo mismo.
En un instante se dio la vuelta para marcharse. Sin saber cómo, Edith le agarró de una manga deteniéndolo, pero lo soltó enseguida, asombrada con la firmeza de su brazo. El calor inundó sus mejillas.
—¿Qué piensa hacer, señor Faner? —le preguntó con un nudo en la garganta. Era posible que Marion se mereciese una lección por haber prometido a ese hombre… «¿que se iba a casar con él? ¡¿Había desvariado?! »—. ¡El señor Banning Reag no tiene nada que ver en esto! Tal vez debería recapacitar y…
—Si Banning ahora está con ella, no me va a quedar más remedio que retarlo a duelo.
Edith alzó el mentón con orgullo, aunque supuso que él solo veía que elevaba ligeramente la cabeza.
—Él no es tan majadero como para entrar en ese juego y menos con un… un… ser como usted. ¡Por favor, señor Faner, déjese de fantasías, regrese a donde sea que viva, y márchese!
Jack Faner, ofendido, ladeó la cabeza. La contempló con una mezcla de desprecio y diversión que hizo que ella se quedase rígida. Parecía tan peligroso…
—¿Un ser como yo? —preguntó.
Edith cerró los ojos mientras acallaba los alocados latidos de su corazón. Tragó con dificultad y lo miró.
—No ha sido mi intención insultarlo —susurró, dando otro paso atrás.
Él disfrutó con su miedo y avanzó hacía ella.
—No, pero lo has hecho. ¿Por qué? ¿Crees que eres superior a mí?
—¡No!
Acercándose más a ella soltó una débil carcajada.
—¡Señor Faner, por favor! —La joven pasó la lengua sobre el labio inferior con temor—. Mi hermana le mintió. Lo siento mucho pero ella jamás se habría casado con usted. Mi padre nunca hubiera consentido ese matrimonio.
La noche se acercaba deprisa. Él aspiró el frío aire y, por un breve espacio de tiempo, levantó los ojos al cielo, donde aparecieron las primeras estrellas. No podía disimular su exasperación.
—¿Por qué no? —Bajó la vista hasta ella—. A tu padre solo le interesa el dinero y la bebida. ¿No fue por ese motivo que te prometió a ti con ese Banning?
—¡A usted no le importa por qué fue! Pero si piensa eso, dígame —Con una valentía que no sentía, se puso las manos en las delgadas caderas—: ¿tiene usted el suficiente dinero como para pensar que él lo habría aceptado?
Jack Faner asintió.
—Le prometí a Marion que volvería con una fortuna solo para ofrecerle matrimonio. Y estoy aquí —contestó señalándose a sí mismo.
El corazón de Edith saltó disparado. Las piernas le temblaron peligrosamente. Ese hombre hablaba en serio y, como había comprobado durante esa conversación, sus ropas eran elegantes y costosas. Se aclaró la garganta
—Me temo que ya no puede hacer nada, señor.
—Yo creo que sí. Ya he dicho que no voy a dejar las cosas como están. Esa arpía va a tener que oírme.
—Escuche. —Edith se frotó las manos. No sabía si tenía más frio que nervios o al contrario, a pesar de tener guantes—. ¿Por qué no deja el asunto como está? Ellos son felices.
—Escúchame tú, a ver si lo entiendes. Puede que a ti te importe un maldito ardite que ella te haya robado el enamorado…
—¡Ella no me ha…!
Una dura mirada por parte de Jack la hizo callar. No podía ver el color de sus ojos, pero su enojo era patente.
¿Había dicho maldito? ¡Su lenguaje era del todo indignante! Aunque sí. Él tenía razón. Marion le había quitado el prometido, pero eso no era un motivo para ir a retar a duelo a nadie.
—Ansío conversar con tu hermana, de modo que la avisarás y le dirás que estoy aquí. ¿De acuerdo? —continuó diciendo él.
—¡No puedo hacer eso!
—Entonces no tendré más remedio que ir a hacer una visita al feliz matrimonio. Te aseguro que los términos no serán nada propicios para nadie.
Edith se llevó una mano a la frente con indecisión. ¿Ese hombre se había trastornado? Era capaz de herir a Banning, o incluso matarlo, solo por vengarse de Marion. Ella no podía permitirlo. Seguía enamorada de Banning. Lo amaba con locura. Aunque también lo odiaba. Lo odiaba a muerte.
—Voy a hablar con ella —sentenció—. Predispondré un encuentro entre ambos para que puedan solventar sus diferencias. Mientras tanto, debe prometerme que dejará a mi padre y a mi… —carraspeó—… al señor Reag en paz.
Jack Faner alzó las cejas de un modo casi imperceptible. Sonrió con burla y tendió una mano a la joven.
—Trato hecho.
Ella observó la mano enguantada con el mismo temor con el que lo habría hecho a un lobo a punto de atacar.
Capítulo 1
Por suerte el coronel se encontraba bien. Con toda seguridad iba a despertar con un buen dolor de cabeza y quizá con un ojo morado, pero no tenía nada más que lamentar. Ni siquiera había hecho falta llamar al doctor. Y menos mal; Edith se abochornaba cuando Ian Aldrich atendía a su padre por culpa del alcohol. Él era un hombre atractivo y joven, y muy gentil con ella. Aunque también sabía que solía mirarla de un modo compasivo. Conocía, como el resto de los habitantes del pueblo, la forzada ruptura de su compromiso, y eso la avergonzaba.
Edith arropó bien a su padre con los cobertores y salió del dormitorio cerrando la puerta sin hacer ruido. Suspiró hondo y apoyó la cabeza en el marco, con los ojos cerrados. Aún seguía pensando en Jack Faner y su amenaza de retar en duelo al esposo de Marion. No podía consentir que eso ocurriese.
El reloj de pared del despacho dio las diez de la noche. Bastante preocupada, descendió la lustrosa escalera de roble y caminó a la cocina. Aggie se había retirado a dormir y, a excepción de la lámpara del porche y el candelabro del vestíbulo, el resto de la planta baja se hallaba en penumbras. Todo en el exterior estaba a oscuras a través del vidrio y se oía el viento silbar con fuerza.
Encendió la lámpara que había en la repisa y se preparó una infusión. Tomó asiento frente a la ventana que daba al patio trasero con un profundo suspiro.
Banning y su hermana vivían en Londres, a unas pocas horas de distancia desde el condado. Lo más sensato era enviarle una nota a Marion, pero era posible que dado su incipiente embarazo no accediese a acudir a Minstrel Valley. Entonces Jack, con seguridad iría a buscarla.
Tratando de encontrar una solución fácil se pasó la mano por la cabe