La última oportunidad de la señorita Grenfell (Minstrel Valley 10)

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Enero de 1838

Edith estaba sumergida en su lectura, pero no tanto como para no escuchar la puerta principal abriéndose y cerrándose. Alzó sus ojos verdes como las olivas hacia el reloj de pared. Una pieza lujosa y original que su padre, Simon Grenfell, había traído de Oriente. Había otros muchos objetos de decoración tan peculiares como el reloj. Espejos con marcos de nácar y oro, utensilios de diseños exclusivos, confecciones de cortinas y ropas de cama elaboradas con sedas finas y bien trabajadas. Sobre todo, varios preciosos jarrones de la dinastía Ming, cuyo fondo era blanco con motivos pintados a mano en azul cobalto.

Cada una de todas aquellas cosas habían sido regalos del coronel para su difunta esposa, y por eso Edith les tenía un cariño muy especial. Y daba gracias al cielo de que, a pesar de estar pasando un mal trago económico, su padre se negase a venderlas.

Suspiró. Todavía era pronto para cenar. Dobló una esquina superior de la página que había estado leyendo y dejó el libro sobre la mesa.

En el exterior el viento rugía furioso arrastrando tierra y hojas secas por todos lados. Se incorporó del sillón y caminó hacia la ventana. Observó un tumulto de nubes oscuras agitándose sobre el tejado del cobertizo donde guardaba los útiles de jardinería. Sus ojos recorrieron los muros que limitaban el jardín trasero. El musgo los cubría y les daba un aspecto antiguo y viejo.

—¡Señorita Grenfell! —Aggie, la criada, abrió la puerta sobresaltándola—. Dottie está aquí, dice que necesita verla con urgencia.

Edith clavó la mirada, con el ceño fruncido, sobre ella.

—¿La hija de Tom Smith? —La doncella asintió—. ¿No te ha dicho qué desea?

La mujer agitó la cabeza.

—No, señorita. Solo quiere decírselo a usted.

Edith se rascó el cuello, donde un mechón de pelo oscuro que había escapado de su moño le hacía cosquillas. Dio la espalda a la ventana y anduvo hacia la puerta. Le intrigaba saber qué hacía Dorothy Smith allí. Todos en el condado la llamaban Dottie. Era la hija del posadero. Una muchacha muy agradable y simpática que siempre tenía buenas palabras para con todos.

—Tiene que ser algo importante, de otro modo no hubiera salido con este frío —murmuró pensativa.

Aggie se encogió de hombros con una mueca ladeada. Un gesto que a ojos de Edith era mezquino, pero que estaba tan acostumbrada a verle que una vez más lo pasó por alto. No comprendía por qué su padre, Simon Grenfell, coronel retirado, no la había despedido todavía. Edith se lo había pedido muchas veces. No le gustaba cómo la criada les trataba en algunas ocasiones. Pero la respuesta del coronel siempre era la misma: «Aggie lleva tantos años con nosotros que es una más de la familia». Y era cierto que les servía desde antes de nacer ella y su hermana. Sin embargo, por mucho que la joven hubiese intentado apreciarla, no lo había conseguido.

—¿La hago pasar, o le digo que no puede atenderla? —Aggie tenía un paño de cocina en la mano, lo que indicaba que la visita de Dorothy estaba interrumpiéndola.

—No hagas nada. Yo misma saldré a recibirla. —Recogió un grueso chal de lana y se lo echó por encima de los hombros—. Puedes continuar con lo que estabas haciendo.

La mujer asintió y se marchó con prisa.

La chimenea del salón estaba todo el día prendida y, si bien en esa estancia y la que estaba adosada había una temperatura muy agradable, en el resto de la casa hacía frío. Estaban en pleno invierno y ningún condado inglés se libraba de los paisajes nevados y las heladas constantes. Incluso el lago se había convertido en su mayor parte en una enorme pista de patinaje.

Apretándose el chal, recibió a Dottie, que esperaba en el vestíbulo. La muchacha lucía las mejillas tan coloradas como la nariz. Era una joven algo rolliza con un par de años más que ella y un rostro cubierto de pecas.

—Debe perdonar que venga a estas horas a molestarla, señorita Grenfell, pero me urge lo que tengo que decirle.

A través de unas oscuras y tupidas pestañas, Edith observó que la joven llevaba las botas embarradas de la nieve y los charcos del camino. Un abrigo largo y grueso le cubría el cuerpo.

—¿De qué se trata, Dottie? ¿Es mi padre?

—Humm… sí, verá… —asintió turbada—. Ha habido un pequeño problema con el coronel.

—¿Él se encuentra bien?

—Bien, lo que se dice del todo… —Al principio meció la cabeza como si escuchase una melodía y le siguiese el ritmo, pero después terminó cabeceando—, no. Hubo una pequeña trifulca en la posada y le dieron… humm… le dieron.

—¿Qué le dieron? —insistió al borde de un ataque.

Podía esperarse cualquier cosa de su padre. Era un hombre recto y respetable, quizá un tanto estricto. Pero le perdía la bebida. Se pasaba más tiempo en una de las mesas de la posada que en su propio hogar. Incluso más de una vez, el condestable Nerian Worth le había traído a casa, borracho como una cuba.

—Le han dado un buen mamporro, señorita. Ha caído inconsciente y, entre el golpe y lo que ha tomado, no recupera la consciencia. Mi padre dice que se puede quedar allí a pasar la noche. Pero yo he venido a decírselo para que no se inquiete.

Edith soltó un fuerte suspiro entre enojado y aliviado. Miró a la joven agitando la cabeza.

—Voy a buscarle yo misma. —No quería arriesgarse a que la gente de Minstrel Valley se enterase de ello, a pesar de que era del dominio de la mayoría la afición que tenía el coronel por el alcohol—. Es seguro que ya ha dicho algo poco conveniente. ¿Había mucha gente a estas horas en la posada?

—No mucha. —Sacudió la cabeza.

—¿Crees que si le pido a tu padre la carreta me la prestará? —También podía preparar el viejo coche, o incluso llevar solo el caballo, pero iba a tardar más de lo previsto si hacía eso.

—Claro que sí. Además, creo que Johnny está en la taberna de la posada y puede ayudarla. Él llegaba cuando yo venía hacia aquí.

Edith asintió. El jovencito le caía muy bien, además era bastante discreto. A Johnny River lo conocía todo el mundo en el pueblo. El difunto padre Robert lo había encontrado en un cesto cuando no era más que un bebé y se había hecho cargo de él. Hasta hacía pocos meses había trabajado en el establo de la escuela de señoritas y en las caballerizas Bissop. Ahora había sido acogido por los condes de Mersett, que querían proporcionarle una buena educación. También porque se habían encariñado mucho con él. Lo habían enviado a Londres para completar sus estudios. Si estaba en el valle, seguro sería por algo excepcional.

—Qué pena me da que hayas tenido que salir a la calle un día tan frío como hoy, Dottie.

—No importa, señorita. De vez en cuando me apetece mucho poder distraerme de la posada. En esta estación acostumbra a venir menos gente y las jornadas se me hacen interminables.

—El invierno es duro, aunque a mí me gusta. Pero tienes razón, al menos en verano se puede salir a navegar en barca por el lago, o caminar entre las ruinas.

—Y vienen más forasteros, no lo olvide.

—Sí, cierto. —Edith sonrió. Era fantástico ver cómo e

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