La princesa del East End (Secretos de alcoba 3)

Christine Cross
Anne Marie Cross

Fragmento

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Prólogo

Londres. Mayo de 1858

El carruaje que traqueteaba por las calles londinenses a esas horas de la noche olía a dinero por los cuatro costados, lo mismo que el hombre que se sentaba a su lado.

Rose se reclinó contra el lujoso asiento acolchado, tapizado en seda adamascada, y permitió que sus labios se estiraran en una sonrisa satisfecha. Había hecho bien en no hablar sobre el caballero con ninguna de las chicas del burdel o alguna de ellas se lo habría arrebatado. Solo Bertha, la pequeña criada que limpiaba las habitaciones, conocía su existencia, aunque se había encargado de dejarle claro lo que sucedería si se iba de la lengua.

No tenía nada en contra de la pobre chica, además, era demasiado asustadiza y tímida como para ir a contarle sobre sus asuntos a la madame; a la muchacha le convenía estar en buenos términos con todas las chicas, pues su sueldo dependía de ellas. Había sido mala suerte que la niña saliera a tirar la basura al callejón trasero del edificio justo cuando ella le ofrecía sus servicios al caballero, aunque le había bastado una mirada de advertencia para que la criadita desapareciese a la carrera por la puerta de la cocina. Para una vez que tenía fortuna en la vida, no iba a desperdiciarla.

El prostíbulo que regentaba madame Beth en Haymarket era uno de los más cotizados entre los nobles de la aristocracia, pero también uno de los más estrictos en cuanto a sus reglas de gobierno. No se permitían las relaciones fuera del local, quizá por miedo a que alguna de las chicas emulara el ejemplo de Laura Bell, la joven cortesana irlandesa que había conseguido casarse con el capitán August Frederick Thistlethwayte, de Grosvenor Square. La que había sido conocida como «la reina de la prostitución de Londres» era en esos momentos la orgullosa señora de una finca en Ross-shire, Escocia.

Rose echó un vistazo al semblante de su acompañante. Su perfil, elegante y masculino, oscilaba entre las luces y sombras que atravesaban la ventanilla del coche. Si jugaba bien sus cartas, ella, Rose O’Flaggerty, también obtendría lo mismo que su compatriota. El hombre era atractivo, de constitución fuerte y movimientos mesurados. Sus ojos tenían un perpetuo halo de tristeza que le provocaba la acuciante necesidad de envolverlo en sus brazos, como si fuese un niño necesitado de consuelo, aunque lo cierto era que él le doblaba la edad.

—¿Se arrepiente, señorita O’Flaggerty?

La voz cálida y suave le produjo un estremecimiento. Le encantaba que la tratase con el respeto debido a una dama, hacía que se sintiese valorada como mujer.

—En absoluto, milord. ¿Cómo podría arrepentirme? —Su tono reflejó cierta incredulidad. No comprendía que él pudiera pensar que le costara dejar atrás la vida que llevaba.

Había llegado a Londres desde Irlanda con dieciséis años y había comenzado trabajando como sirvienta por unos pocos chelines. A los diecisiete, el hambre y las circunstancias —una madre viuda y tres hermanos menores— la habían obligado a prostituirse en las calles. Odiaba aquel negocio, se sentía como una mercancía usada, pero había aprovechado bien su belleza juvenil para evitar que sus hermanas menores tuviesen también que prostituirse. Entrar en el negocio de madame Beth había sido lo mejor que había podido sucederle, tenía su habitación propia y ganaba casi tres veces más de lo que conseguía en la calle; poseía vestidos elegantes y podía comer un plato caliente cada día.

No, desde luego, no se arrepentía. En esos momentos tenía veinticinco años y, aunque seguía siendo una mujer hermosa, los caballeros preferían a las muchachas más jóvenes, con lo que cada vez mermaban más sus posibilidades de conseguir un buen sustento para el futuro.

—Conocerlo ha sido lo mejor que me ha pasado —agregó Rose al ver que él no decía nada.

—Me alegro mucho. —Tomó su mano con suavidad y se la apretó con delicadeza. Sintió la reconfortante calidez que emanaba del cuerpo masculino cuando se inclinó hacia ella, y las notas especiadas de su aroma—. Es mi deseo hacerla feliz y que pueda vivir en paz.

Rose parpadeó, un tanto sorprendida, ante aquella forma de expresarse. Con toda certeza, «paz» no era una palabra que habría incluido en su vocabulario y en su vida. Se removió inquieta sobre el asiento, con una sensación extraña atenazándole las entrañas; sin embargo, se esfumó apenas vio el estuche de terciopelo que el caballero puso ante sus ojos.

—¡Oh, es precioso!

Pasó los dedos con delicadeza sobre las piedras de rubí, talladas con una gran perfección, que descansaban sobre engarces de oro. Tenía un aire antiguo que atraía la atención de un modo casi hipnótico.

—Perteneció a una reina. —La voz profunda no logró arrancar su mirada del brillo de los rubíes—. Toda mujer debería poder lucir una joya así al menos una vez en la vida.

Sacó el collar del estuche y le hizo darse la vuelta para colocárselo. Rose se estremeció, aunque no supo si fue por el roce de las manos masculinas sobre la piel de su nuca o por el peso de la gargantilla. Notó un calorcillo en el pecho y la recorrió una pequeña agitación.

—Milord, no sé qué decir. —Se giró de nuevo hacia él y esbozó una sonrisa seductora—. Muchas gracias por este precioso regalo. Yo...

Se quedó en silencio cuando él colocó un dedo sobre sus labios para acallarla. Notó cómo lo deslizaba despacio por el carnoso labio inferior y deseó que la besara. No lo había hecho después del día en que se conocieron en aquel oscuro callejón, al que ella salió para refrescarse del opresivo ambiente del burdel. En esa ocasión, la había besado con fuerza, casi con desesperación; pero, tras aquel día, se había comportado como un perfecto caballero, como si de verdad la cortejara. Y aunque le encantaba sentir aquella especie de veneración con que él la trataba, en algunos momentos le hubiera gustado que pareciese un poco más terrenal.

—¿Por qué no brindamos por la nueva vida que le espera? —le dijo, sacando del bolsillo interior de su chaqueta una petaca de plata y ofreciéndosela—. Será una mucho más feliz, sin carencias, sin dolor. ¿Me cree, señorita O’Flaggerty?

Rose asintió.

—Le creo, milord.

—Entonces, brindemos a nuestra salud.

Aceptó la petaca y dio un largo sorbo. El líquido le quemó la garganta y le calentó las entrañas. Aunque era algo más fuerte de aquello a lo que estaba habituada, no se quejó. No pensaba morder la mano que le iba a dar de comer. A ella y a su familia. Aún no le había hablado de sus hermanos ni le había contado que les había entregado a ellos el dinero que él le había ofrecido con tanta generosidad. Maud había crecido en los últimos meses y necesitaba vestidos nuevos; a Sheila se le había acabado el material para fabricar los bonitos sombreros que luego vendía a un elegante negocio de la calle Bond; y Michael había requerido zapatos nuevos. Si el caballero cumplía su palabra, no les faltaría de nada a partir de aquel momento.

—¿Falta mucho para llegar? —preguntó. Sentía la lengua rasposa y dio otro pequeño trago, o tal vez lo hacía solo para animarse a hablar. Sabía que tenía que ser sincera con él y contarle de su familia, y aquel era un buen momento para hacerlo.

—No demasiado —res

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