El sentimiento más inesperado (Salón Selecto 5)

Bethany Bells

Fragmento

el_sentimiento_mas_inesperado-1

Capítulo 1

Otoño de 1840

Lord Frederick Kerr, barón Wallace, bajó del caballo con un movimiento apresurado, arrojó las riendas al primer criado que se acercaba corriendo, y se dirigió lo más rápido que pudo hacia las grandes puertas de la mansión del conde de Wallpole, situada en el corazón del Londres más elegante. Había cabalgado bajo la lluvia como un loco. Lo veía todo distorsionado a través del cristal húmedo de sus gafas, y una ráfaga de viento, cargada ya con el frío del otoño, le hizo estremecer.

Tuvo la impresión de que era un mal augurio. El día estaba demasiado gris, el verano se había ido, llevándose su luz. Todo olía a final inminente.

El mayordomo, el viejo y querido señor Dawson, le salió al encuentro en el vestíbulo. Fred lo miró aterrado.

—¿Ha...? —empezó, pero le falló la voz y no pudo continuar.

Por suerte, ni siquiera fue necesario pronunciar esas palabras terribles. Dawson le entendió perfectamente y negó con la cabeza, aunque con expresión grave.

—No, milord, pero el médico dice que nos preparemos para lo peor. Me temo que no le queda mucho.

Él asintió apesadumbrado como solo podía sentirse un hijo. Cierto que no tenía relación de sangre con lord Richard Bowman, conde de Wallpole, pero su padre y él habían sido amigos del alma desde Eton. En el colegio y en la universidad los habían llamado Wall&Wall por el inicio de sus títulos, Wallpole y Wallace, y siempre se habían considerado como hermanos. Como solían decir, bromeando con el buen humor que les caracterizaba, cada uno de ellos era un muro en el que el otro podía afianzarse[1].

Fred podía entenderlo bien. Al fin y al cabo, formaba parte del Club de los Benditos desde la misma época, y sentía por ellos un aprecio que jamás podría experimentar por otras personas, porque para eso había que compartir una parte importante de la vida, una que ya no iba a volver. Habían descubierto juntos el mundo, algo que unía para siempre.

En Wall&Wall, esos lazos habían sido todavía más profundos, al ser solo dos, y habían permanecido firmes durante toda su vida. El conde de Wallpole, su esposa y su hija Helen, que llegó al mundo cuando Fred tenía cinco años, formaban parte de sus recuerdos más remotos. Puesto que su propia madre había muerto al nacer él, el hogar de los Bowman se había volcado en ayudarles y habían pasado con ellos prácticamente todas las fiestas durante años, incluidas las navideñas. Hasta habían viajado algún que otro verano todos juntos al continente. Por eso, lord Wallpole era para él algo semejante a un tío muy querido.

Además, siempre se distinguió por ser un hombre muy culto, un buen historiador, y supo sembrar aquella afición en Fred desde muy temprana edad. Aquella era una ocupación que podía considerarse incluso elegante para un noble, de modo que siempre contemplaron la posibilidad de que trabajarían codo con codo, investigando y escribiendo libros con los datos recopilados.

Eran capaces de pasarse días y días buscando datos en distintas bibliotecas y de ir a cualquier país a conseguir más información o simplemente para poder admirar y estudiar unas ruinas. Se convirtieron en habituales de exposiciones y subastas, donde raro era que no adquiriesen alguna pieza para un proyecto con el que siempre habían soñado, el Wall&Wall Museum.

De hecho, luego supo que había comprado una bonita mansión en el centro de Londres con la intención de convertirla en su sede. Fred no llegó a verla. Para entonces, ya se había alejado de todo eso y, cuando los médicos descubrieron su enfermedad, el conde se retiró por completo del mundo y no volvió a mencionar nada al respecto. Solo salía para viajar a Minstrel Valley, a visitar a su hija Helen. Eran las únicas ocasiones en las que Fred solía acompañarle.

De pie en el vestíbulo de Wallpole House, Fred lamentó haber dado la espalda a aquella vida tan tranquila y apasionante. Qué solo debió sentirse el conde cuando se terminaron aquellas horas de amistad profunda, con sus largas charlas sobre legiones romanas, asentamientos britanos o malas decisiones de la reina Boudica…

Sintió un fuerte dolor en el pecho. No podía imaginar un mundo en el que no hubiese un Wall&Wall para darle consejos, echarle una mano con los problemas o, en última estancia, reír a su lado, sentados los tres en el salón, mientras se tomaban juntos esa copa de buen brandy tras la cena. Había sido duro superar la muerte de su padre, pero al menos había tenido al conde para darle un poco de estabilidad.

De pronto, se dio cuenta de que, pese a que sus padres llevaban años muertos, no se había sentido huérfano en ningún momento, hasta entonces.

—¿Milord? —La voz del mayordomo lo sacó de su ensimismamiento. El señor Dawson lo miraba con tristeza.

—¿Lady Helen? —preguntó Fred, a su vez, recolocándose las gafas en un gesto inconsciente que era muy habitual en él—. ¿La han avisado?

Apretó los labios al considerar lo sola que iba a sentirse la joven, tras perder también al conde. Al margen de su odiosa tía y su primo, el conde de Maurboug, poca familia le quedaba ya en el mundo. Eso, además, la dejaba en una situación económica precaria. La fortuna del conde, que no había sabido ni querido modernizar sus inversiones, había ido decreciendo con los años, y la mayor parte de lo poseído iría al sucesor de su título.

Por primera vez en mucho tiempo, se preocupó por ella, sintió la fuerza del lazo de cariño que les unía y que tendía a olvidar, por lo poco que simpatizaban. De muy niños no había sido así, ella solía seguirle a todas partes y a él le gustaba poder contarle cosas y descubrirle el mundo. ¡Era tan bonita y tan graciosa!

Pero, en algún momento, aquello se estropeó.

No tenía claro cuándo, ni el porqué, pero tendía pensar que se había debido al hecho de que sus padres querían que se casasen, estaban empeñados en ello. Jamás entendería tal empecinamiento. ¿Podía imaginarse peor pareja? ¿En serio? A él no le interesaban lo más mínimo las debutantes tercas y mimadas, tan superficiales que eran poco más que los lazos y las joyas que lucían, y Helen, que cumplía con todos esos rasgos poco apetecibles, tampoco había demostrado nunca sentir simpatía alguna por él, en ese aspecto.

De hecho, la niña encantadora de otros tiempos se había convertido, a medida que crecía, en una jovencita rebelde y molesta. En su memoria, siempre aparecía rondando con mala cara la biblioteca en la que lord Wallpole y él trabajaban, mostrando un profundo desprecio por los libros y las «tonterías» con las que perdían el tiempo, como dijo más de una vez.

Fred, que se había convertido en un adolescente poco paciente y demasiado serio, tampoco la soportaba. Helen era excesivamente superficial para su gusto, y la cosa no mejoró con el tiempo. Y eso que, cuando él abandonó al conde en su pasión por la historia, fue ella la que ocupó su lugar. No al mismo nivel, por supuesto. Raramente le acompañaba a conferencias y subastas que no fueran aptas para la presencia de damas, pero allí estaba, correteando a su lado, siempre con su libreta.

—Pone interés —le había comentado lord Wallpole, con indiferencia, la

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