Por mi honor (Caballeros del Rey 3)

Jimena Cook

Fragmento

por_mi_honor-5

Capítulo 2

—¡Rosa!

Me alarmé ante los gritos de Inés. Los niños se distrajeron al ver a mi amiga correr en dirección a la pequeña escuela que Alonso había construido.

Di por concluidas las clases y me dirigí hacia donde ella me esperaba. ¿Qué era lo que le ocurría? Hacía un mes que había llegado al castillo después de que Diego se había marchado con Alonso a una misión encomendada por el rey. Inés estaba muy preocupada por su esposo, y yo intentaba tranquilizarla pero, en mi interior, era consciente de que había pasado mucho tiempo desde que se habían marchado.

—¿Se puede saber qué es lo que te pasa? —grité.

Me despedí de los niños, a excepción del pequeño Carlos, que siempre se quedaba conmigo y levantaba sus pequeños bracitos para que yo lo cogiese y lo llevase a su casa a cuestas. Aquel pequeñín exigía bastante atención, hasta tal punto que se había convertido en mi sombra. Tenía cuatro años y, a pesar de su corta edad, estaba cumpliendo lo que Alonso le había ordenado el día antes de partir con Diego y que escuché con claridad.

—Carlos, debes protegerla, cuidarla y evitar que se meta en líos. Sé su sombra. Te dejo responsable de la seguridad y protección de la persona que más amo.

Observé cómo mi esposo le sonreía y, acto seguido, el niño le susurró al oído unas palabras que hicieron reír a mi capitán. Alonso me miró; jamás podré olvidar esa mirada en la que me expresó todos sus sentimientos sin necesidad de una sola palabra. Fue la última vez que lo vi, ya que, después de una triste pero emotiva despedida, se marchó; se montó en su caballo y lo vi alejarse. Recordaba a la perfección la sensación que tuve y el escalofrío que recorrió todo mi cuerpo; lo que nunca había podido dejar de sentir en mi corazón era la intuición de que jamás lo volvería a ver. Él siempre rondaba en mis pensamientos. Ese día, mientras contemplaba su partida, le grité:

—¡Alonso!

Él se detuvo y giró su caballo, fui corriendo hacia donde estaba. Mi capitán bajó de su corcel y yo me abalancé sobre él rodeándole con mis brazos su cuello.

—¡No te vayas!, por favor, amor mío. No me dejes sola; tengo un mal presentimiento.

En ese momento, me sujetó la cintura y me aproximó hacia él, sonrió y bajó su rostro para besarme una última vez antes de retomar su viaje. Después de ese beso, corto pero intenso, clavó sus pupilas sobre las mías.

—Amor mío, eso jamás va a pasar. Regresaré para estar contigo muy pronto.

Habían pasado más de tres meses; empezaba a dudar de que lo volviese a ver con vida. Esa manera de pensar estaba afectando a mi salud: había dejado de comer, y una gran tristeza se había apoderado de mi alma. Recordaba el mensaje de Abraham en el que me alertaba de que la vida de Alonso corría peligro y me instaba a que fuese a verlo a Compostela, mensaje que en su día ignoré. En ese momento, no podía dejar de recordar cada palabra escrita. ¿Qué me había querido decir Abraham? ¿Por qué había desaparecido durante tanto tiempo? ¿Cómo sabía que me encontraba en el castillo de Alonso? Muchas preguntas y ninguna respuesta. Me había vuelto desconfiada; sentía que el peligro me acechaba siempre. Desde que había ocurrido la muerte de Yosef, mi vida pendía de un hilo. ¿Qué secretos se guardaría mi amigo? ¿Me habría ocultado algo más? Los gritos de Inés me hicieron reaccionar y centrarme en ella.

—¿Qué te pasa, Inés?

—¡Rosa!, han venido unos soldados al castillo. ¡Vamos! Tienen noticias de ellos.

—¿Ellos?

—¡Pues quiénes van a ser! Alonso y Diego.

Me puse nerviosa y dejé a Carlos en el suelo.

—Tengo que irme corriendo al castillo. Lo entiendes, ¿verdad? —El niño asintió—. Mañana nos vemos. —Le di un beso en la mejilla—. ¡Vete con tu mamá!

Empecé a correr; me topé cara a cara con el padre Pedro, que me observaba.

—¿Se puede saber qué te pasa, jovencita?

—¡Hay noticias de Alonso!

—¿Qué? —El sacerdote arqueó una de sus gruesas cejas.

—Ya le contaré.

Llegué al castillo agitada y nerviosa; el corazón me latía con celeridad. Los guerreros estaban en el patio esperando a que sus caballos se saciaran de agua y comida. Gregorio, el hombre de confianza de Alonso, me vio entrar y se dirigió hacia donde me había detenido para ayudarme a bajar del caballo, pero no le di tiempo a llegar y bajé de un salto, como un muchacho. Tanto tiempo sola, entre hombres, y con mi inclinación a hacer actividades inapropiadas para una dama de mi condición, me había convertido en una salvaje ante los ojos de los soldados de mi esposo, que apenas se sorprendían por mi comportamiento. Inés me imitó; seguía cada uno de mis pasos tras de mí.

—Ella es la señora del castillo —informó Gregorio, señalándome con el dedo. Los guerreros me observaban perplejos ante mi comportamiento. Me puse frente a ellos, con los brazos en jarra.

—¡Así es!, yo soy.

—Mi señora —saludó uno de ellos.

—Espero que vuestros animales hayan bebido y comido, y ustedes descansado.

—Sí, le agradezco su amabilidad.

—¿Tienen noticias de mi esposo?

—Supimos que fue al desierto, él y el capitán de Rojas. —Guardó silencio—. Pensamos que han sido asesinados por los hombres del Príncipe del Desierto. Señora... esos hombres... —centró su mirada en la punta de sus botas de cuero— ... pertenecen a la Orden de los caballeros del desierto.

Me derrumbé al escuchar aquellas palabras; miré a Inés: su rostro estaba pálido. Era la peor noticia que podía esperar; no podía creer que Alonso no estuviera con vida. No, eso no podía ser cierto.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Nadie nos lo dijo, señora. Sus caballos campeaban por el desierto hasta nuestro campamento; en sus lomos había escrita con sangre una palabra.

Creí que iba a morir.

—¿Qué decía? —Se me entrecortaba la voz.

—«Muerte».

En ese momento, Inés empezó a llorar con desconsuelo. Miré a Gregorio, quien me entendió con rapidez; cogió a Inés y la llevó al interior del castillo. A pesar de que todo mi cuerpo temblaba y sentía que me iba a desvanecer, les agradecí toda la información.

—Solo una pregunta: ¿en qué lugar se oculta la Orden de los caballeros del Desierto?

—Es un sitio muy peligroso. En las tierras del Sur; hay que embarcarse hacia la costa africana. —Él debió averiguar mis intenciones—. No es lugar para una dama. —No quiso facilitarme más información.

—Entiendo, pero debo asegurarme de que mi esposo no está con vida.

El soldado bajó su rostro; él estaba seguro de que Alonso y Diego habían muerto, pero yo no podía pensar que así era. En el fondo de mi corazón había tenido un presentimiento de que algo malo le ocurría, pero no sentía que él estuviera muerto. Sí en peligro, pero no sin vida. No quería creer, no quería pensar que ya no lo volvería a ver.

—¿En qué lugar de África?

—En el desierto del Sahara, entre las vegas de los ríos Senegal y Níger. Los caballeros del Desierto son monjes, soldados que ocultan sus ansias de poder bajo sus túnicas oscuras. Nadie sabe dónde están; todos los que conocen el encl

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