Prólogo
Sabía que le quedaba poco tiempo, pero necesitaba serenarse antes de abandonarse al misterioso efecto terapéutico de la oración.
Los rayos de la luna que se filtraban por la tela de las cortinas dibujaban su cansado perfil y, a decir por los marcados pliegues de su rostro y el pelo encanecido, los inopinados acontecimientos de los últimos veinte años pesaban sobre sus huesos.
En su fuero interno, Sophia Elena De La Roca sentía la irrefrenable sensación de haber ofendido a Dios, por eso tomó una inspiración profunda y se acercó a la mesilla de noche para hacerse de la Biblia, más como intentando no olvidar los versos escritos en el salmo 88, incluso una forma de no tartamudear espiritualmente.
—Señor, Dios mío, en el día grito, y de noche me lamento en tu presencia. Llegue a ti mi oración, inclina tus oídos a mi voz. Yo estoy colmada de males, y a punto de caer entre los muertos...
Mientras su voz se convertía en una salmodia, comenzó a pasar una a una las suaves cuentas del largo rosario que sostenía en la mano derecha. Por su mente pasaron de una lámina a otra todas las edades, todos los anhelos y naufragios de su vida.
Hija única. Educada en el seno de una familia estricta cuyas creencias religiosas eran un obstáculo para la adquisición de nuevos conocimientos. Apenas hubo terminado la secundaria, Sophia se dedicó de lleno al cuidado de sus padres, una pareja de cincuentones que vivían en una enorme granja en Arizona. Su padre, de carácter estoico, en contadas ocasiones expresaba sus emociones y, cuando lo hacía, perdía el control y se desahogaba bruscamente con su familia, incluso le había pegado alguna vez a su madre. A pesar de que a ella la reprendía solo verbalmente, aun así, se sentía muy herida. Sophia no lograba comprender el carácter sumiso y apocado de su madre, que fomentaba la severidad y el retraimiento emocional de su marido.
Pronto la granja resultó grande y cada vez resultaba más difícil mantenerla. Sus padres ya no eran unos jovencitos. Sophia añoraba casarse y tener hijos, pero las mordaces y dolorosas críticas que su padre le había dirigido durante la infancia, poco a poco, fueron causando unas heridas psicológicas que volvían a abrirse con cada fracaso en sus relaciones con los hombres. Así, Sophia fue perdiendo la esperanza de encontrar a un hombre con quien pudiera entablar una relación íntima y satisfactoria.
Tenía treinta y tres cuando su padre falleció víctima de un cáncer agresivo. Su madre lo hizo un año después.
Gracias a la sobriedad de sus padres, la familia había ahorrado una buena cantidad de dinero, por lo que pudo abandonar los trabajos de la granja y cumplir su más grande anhelo: ser madre.
Un año después, tuvo un hijo mediante el milagro de la inseminación artificial. Aún recordaba la dicha de sostener en brazos al pequeño, a quien durante los años siguientes cuidó con esmero y dedicación hasta el día en que, bajando por las escaleras de su casa, su mente naufragó y navegó a la deriva sin encontrar un puerto seguro. La realidad se disolvió en un castillo en el aire, en donde, azotada por la sensación de estar siendo vigilada por un hombre de carne y hueso, la confusión se transformó en miedo. Intentó alejarlo de su mente, pero la alucinación persistió. Dando traspiés logró llegar a la estancia y corrió hacia la cocina, donde, temiendo lo peor, se hizo de un cuchillo y se aovilló en un rincón. Al cabo de un momento, la agitación abandonó su cuerpo y las imágenes que evocaba parecieron más coherentes. Sophia se dio cuenta de que lo que veía no tenía nada que ver con sombras amenazantes o asesinos en serie. ¡Era su hijo, por amor de Dios!
—Madre, soy yo... Tony —le repetía el muchacho con suavidad en un intento por establecer contacto con ella.
Al final, Sophia soltó el cuchillo y, aunque su mirada todavía reflejaba el miedo y un cansancio superior al que cualquier ser humano se merece, le suplicó perdón. No obstante, desde ese momento comprendió lo sucedido: su mente se había refugiado en un mundo imaginario. La única cuestión era averiguar si tendría la fuerza de voluntad suficiente para volver a tocar el suelo con los pies o si la realidad se convertiría en un demonio de dos caras, que en un instante la refugiaría en un mundo imaginario y al siguiente le infligiría un tormento insoportable.
Aún ahora se encontraba volviendo a la misma imagen, muy anterior a su llegada a la residencia psiquiátrica en Westwood. De algún modo, esos episodios permanecían grabados a fuego en su mente. Quizá porque bajo su piadosa calma encontraba difícil de arrastrar en su vida la culpa, esperando encontrar una solución que podría no llegar nunca y que, ciertamente, sería la única oportunidad que se le ofrecería. Algunas noches antes de dormirse alejaba de su mente todo salvo la imagen de su hijo y la sensación de desasosiego que le producía haber amenazado su vida. No podía imaginar si esa era voluntad de Dios, pero rogaba por una señal.
Hacia el final del primer año de su estancia en Westwood, no le quedaron dudas, su mente era lo suficientemente psicótica para mantenerla alejada de la realidad. Pero eso no suponía ningún consuelo. Tenía que encontrar la manera de alejar a Tony de ese calvario. Ella había sido testigo de su primer hálito y no tenía la menor intención de contemplar cómo se consumía estando a su lado. No esperaba que la entendiera, solo que algún día llegase a perdonarla.
Sophia respiró profundamente, irguió los hombros y siguió rezando, como si al hacerlo llenara el gran vacío que la consumía. De pronto, le pareció volver a sentir, como en aquel día de hacía veinte años, que alguien la estaba observando. Pero esa vez, sabía que no era alguien de este mundo porque olía a algo exuberante y exótico. Para su mayor asombro, percibió un susurro melodioso.
—Es hora.
Aunque nunca antes había oído aquella voz, en su cabeza formó la peor de las imágenes. Notó que una sombra la cubría y, aunque no podía verla, sintió un terrible estremecimiento que la hizo incapaz de pronunciar palabra.
—Sé lo que te atormenta —siguió diciendo la voz, despacio y con dulzura, como si sintiera su dolor.
Pero Sophia no podía comprender las palabras. Resultaba extraño, pero sabía quién era y por qué estaba allí. Pero no dijo nada porque no deseaba oír la respuesta a su pregunta no formulada.
—Descansa —ordenó la voz, aunque sus palabras sonaron como una invitación—. Te prometo que me haré cargo.
No quería hacerlo, pero no tenía elección. Cada vez que el dulce encanto de aquella voz llegaba a sus oídos, reinaba en su alma el consuelo.
Al cabo, terminó cediendo, se recostó en la cama y cerró los ojos. La habitación se escurrió en el plácido canto que le inspiraba aquella voz y su perfume. No había ella ni mucho menos las preocupaciones terrenales que se asemejan a los eslabones de una cadena que se unen continuamente sin poder soltarse.
Y se dejó ir.
Capítulo 1
Santa Bárbara, California
El teléfono estaba sonando. Aturdido, Tony contestó.
—¿Diga?
—Estoy buscando a Antonio De La Roca —dijo una voz femenina, que parecía modular el tono dada la solemnidad de la ocasión.
Tony consultó el reloj digital. Eran las cinco treinta de la mañana.
—Soy... Antonio De La Roca.
—Lamento informarle, señor De La Roca, que su madre falleció.
El cerebro de Tony tardó un momento en procesar la información. Después, se incorporó en la cama.
—¿Usted es...?
—Me llamo Carol Stevenson, soy la coordinadora de la residencia de Westwood. Nos hemos visto un par de veces. ¿Lo recuerda?
—Lo lamento...
Apenas podía concentrarse. Su mente huía de la imagen del cuerpo exangüe de su madre.
—Lo sé, señor De La Roca. Lamento su perdida. El motivo de mi llamada es porque necesitamos su autorización para iniciar los trámites. ¿Tiene alguna idea de los servicios funerarios que desea?
Tony enmudeció. La pregunta lo sorprendió. La situación en sí era demasiado anómala. El tono serio de la mujer, aún más. Por su mente pasó como un rayo que el día anterior se había prometido que llamaría a su madre. El trabajo se había acumulado, además, Valerie estaba en la ciudad.
—¿Señor De La Roca, sigue ahí?
Intentó serenarse.
—¿Eh...? No lo sé, supongo que algo sencillo.
—¿Entierro o cremación, señor De La Roca?
La imagen del cuerpo de su madre al calcinarse se le reveló. Tony tenía grabado con cincel en su memoria que su madre era una devota creyente, por lo que consideró que lo menos que podía hacer por ella era respetar su última voluntad.
—Entierro, por supuesto. Sin ceremonias fastuosas, solo un simple adiós.
—Entiendo. El funeral estará listo a las diez de la mañana. Lo veré entonces.
Tony sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal. Entre la tempestad de emociones que hervían en su sangre, una sola palabra consumía cualquier otro sentimiento.
—¿Sufrió?
—¿Cómo dice? —le contestó, sorprendida.
—Olvídelo, supongo que estoy demasiado impresionado como para ser coherente. Gracias.
La línea enmudeció.
—Vuelve a dormir —susurró cuando notó que Valerie se movía en la cama. Dejó que se quedara con la impresión de que se levantaba por algo, y se paseó descalzo por el pasillo de la casa remolque situada en la orilla sur del Lago Cachuma; en un gran camping denominado County Parks, en el condado de Santa Bárbara.
Sus ojos se desviaron poco a poco hacia la ventana de la cocineta. La luz de la luna de octubre iluminaba el cielo fijo, inalterable y mudo. Los colegas de Tony a menudo comentaban en broma que su hogar se parecía más al de un trotamundos. La alcoba era multifuncional, lo mismo se convertía en una confortable cama por la noche que en una sala de estar para disfrutar de un partido de béisbol.
A sus treinta y cinco años, Antonio De la Roca, Tony para sus amigos, había perdido la esperanza de sentar cabeza. Su mundo se reducía básicamente al ambiente del aeropuerto como controlador de tráfico aéreo y a esa pequeña casa remolque, en la cual se enclaustraba en su propia soledad. No era que el tipo no tuviera ninguna pretensión, pues poseía una excitante fusión entre la candidez de un niño y la rudeza varonil de un hombre: espeso cabello oscuro, ojos café tierra con un aire de misticismo difícil de resistir, abundante barba y una voz de barítono que nació para ser escuchada. Además, aficionado a las artes marciales, conservaba un físico impresionante de metro con setenta y ocho, digno del David de Miguel Ángel. Pero bien dicen que la espada relumbra, pero no corta. Porque gracias al devastador recuerdo de su infancia en Arizona, Tony se obligó a sacudirse para siempre las convenciones sociales y se propuso velar por sí mismo, aunque no por ello desaprovechaba la oportunidad para fortalecer sus músculos amatorios y tener ocasionales subidones emocionales.
Tony se acercó un poco más a la ventana y su reflejó lo lanzó al pasado para atormentarlo de nuevo en el momento menos oportuno.
Antonio De La Roca se encontró en Arizona. Una parte de su cerebro sabía lo que le ocurría: secuela de imágenes retrospectivas. Había logrado enterrarlas en lo más profundo de su memoria, pero ahora estaban ahí.
Oyó la voz de su madre:
—¿Escuchas eso, Tony?
—¿Qué cosa, madre...? ¡Por Dios, me estás asustando!
Tony paseó la mirada por la habitación intentando encontrar qué cosa había desplazado su atención. No había nadie.
De pronto, la mujer se llevó las manos a la cabeza y se retorció como un gato salvaje.
—¡Esa voz... Tony...! ¡Me está llamando!
Desorientado, intentó tocarla, pero ella debió leer sus intenciones y se alteró todavía más.
—¡No te atrevas!
Tony deseó poder deshacerse de aquella imagen aterradora. No era así como quería recordarla. Se dejó caer en una silla y cerró un instante los ojos para retrotraerse a sus recuerdos placenteros, a los días de primavera durante su infancia y a los campos que extendían una alfombra verde al descender por las laderas. Las fragancias de la tierra calentada por el sol y de las plantas que crecían eran gratas para sus sentidos.
—¿No puedes dormir?
La voz de Valerie llegó desde sus espaldas y lo sacó de su ensoñación.
—Surgió algo —fue la única excusa que se le ocurrió mientras intentaba ordenar sus sentimientos. No quería decirle una mentira, pero tampoco podía hablar. Su corazón latía acelerado y se le había formado un nudo en la garganta—. Tendremos que posponer el almuerzo.
Ella lo conocía bien y sabía que algo lo reconcomía, por eso le rodeó el cuello con los brazos de modo afectuoso y le preguntó suavemente:
—¿Quieres contármelo?
—No es nada de lo que tengamos que hablar.
No era la primera ocasión en que Tony evitaba ahondar en un tema. Esa era la faceta que Valerie más odiaba de él. En muchos aspectos, sus cuerpos encajaban mejor que su conversación.
—No entiendo que vivamos sin decirnos cómo nos sentimos —dijo plantándose frente a él y en un tono que contenía cierta acusación—. No tiene sentido.
—¿Qué? —replicó Tony, que hasta el momento había permanecido taciturno—. ¿De qué hablas?
No pudo evitar que sus ojos se cruzaran con los ojos verdes de ella, y vio entonces que no se reían, que su expresión era realmente de enfado.
—No parece que quieras estar conmigo...
—No seas ridícula —la cortó.
—Esto no es ridículo. Es muy duro para mí: yo te quiero.
A pesar de que Tony experimentaba una creciente atracción por ella, enamorarse lo aterrorizaba más que cualquier otro fantasma. «No puedo estar más emparedado que conmigo mismo» era uno de los lemas de su existencia. Abrió la boca para decir algo, pero después pareció reconsiderarlo. No estaba muy seguro de poder explicarle que lo suyo era una relación ocasional, que no tenía que comprometerse y, en cualquier caso, podía continuar buscando y explorando otras posibles relaciones. Mucho menos tenía ánimo para esclarecerle que su madre acababa de morir. No, cuando sentía el calor que desprendía su piel trigueña, con su caprichoso cabello castaño, que cubría su oreja derecha, y su hermoso rostro apenas a unos centímetros del de él.
—Lo lamento, pero ahora no tengo tiempo para hablar de esto. Debo alistarme. —Dando un paso apresurado y demasiado brusco, se levantó y enfiló al dormitorio.
Por lo visto, ella ya había aguantado suficiente.
—¡Demonios, Tony...! ¡Basta ya... te lo advierto!
Él se paró en seco y se giró.
—No me hagas preguntas. Ahora no, Val.
Ella apenas asimiló las palabras. En medio del dolor vibrante que atronaba en su corazón, distinguió la voz de su mejor amiga. «Valerie, tienes veintisiete. ¿Cuánto tiempo más piensas esperar a Antonio?».
—No estoy segura de poder seguir soportando todo esto —sentenció.
—Por mí no te detengas.
Pero al instante deseó no haberlo dicho, sus palabras la habían herido. Por eso trató de desdecirse:
—Valerie, no quise...
Ese titubeó le dio a ella la posibilidad de recuperar una voz testaruda.
—¿Sabes, Tony...? Tienes razón, estoy de sobra.
Dicho eso, pasó a su lado sin más.
Por lo visto, a Tony no le complació su reacción y cerró los dedos sobre su brazo en un sencillo acto de posesión.
—¡Espera! Déjame...
La mirada enardecida de sus ojos consiguió que aflojara a su presa. Valerie siguió su camino, recuperó sus ropas y se vistió a toda prisa. Tony la seguía mirando, en un silencio tácito y al mismo tiempo odiándose a sí mismo. Un terrible entumecimiento le impedía articular palabra. Algo se estaba desgarrando en su interior, arrugándolo como un pedazo de papel que se tira. Quiso luchar contra ello, combatir las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Pero no le sirvió de nada. Su visión se empañó hasta impedirle ver cómo ella se marchaba. Ya no fue capaz de mantener una primera lágrima, como tampoco de retener a Valerie.
Impotente, se puso a llorar.
Capítulo 2
Ellie Hunter contempló a Valerie mientras se acercaba. Resultaba evidente que estaba alterada, la conocía demasiado bien e incluso podía intuir la causa de su tormento. A últimas fechas no había día en que su amiga no se quejara amargamente de la actitud errática y poco comunicativa de Tony. Tanto así que estaba comenzado a sentirse culpable por haberlos presentado, pues, aunque comprendía sus sentimientos, no sabía qué los motivaba. Era más, estaba convencida de que Valerie debía revisar ese guion de víctima obcecada por una pasión.
Sus caminos se habían cruzado hacía poco más de dos años, durante un vuelo a Nueva York en el que, al margen de compartir la misma profesión –aeromozas–, descubrieron aficiones en común. Así lo que empezó como un ineludible compañerismo terminó por convertirse en una entrañable amistad en la que Ellie llevaba la voz cantante. Su primera impresión fue que Valerie era como una de esas especies en extinción que creían en milagros y finales felices, incluso a pesar de los obstáculos. Tenía una hermana, según le dijo, que era abogada y vivía en Miami con sus padres.
A diferencia de Valerie, Ellie era hija única y de padres divorciados. Temperamental, extrovertida y curiosa y, aunque su belleza no era avasalladora, con una sexualidad muy arraigada que cualquier mujer desearía para sí. Por el momento mantenía una aventura amorosa con el mejor amigo de Tony, John Howard. Y aunque no lo pusiera en palabras, tenía la esperanza de que llegaran al matrimonio.
—¿Por qué se han peleado? —preguntó en cuanto la tuvo cerca.
Valerie apeló a aquello de «una mirada vale más que mil palabras», lo cual agotó la paciencia de Ellie, que a decir verdad no era una de sus virtudes.
—Si quieres saber mi opinión...
—Se acabó —la cortó Valerie.
Ellie arqueó una ceja, sin saber si debía tomarla en serio. Pero al ver que su mirada no menguaba ni un ápice, preguntó:
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto.
La respuesta le sorprendió. Su tono serio era convincente, pero sus ojos no mentían.
—No te creo.
—Supongo que es la misma historia de siempre: dos pasos adelante y uno hacia atrás. Empiezo a conocerla bien y me doy cuenta de que no se puede tener todo.
—¿Te contó lo de su madre?
Se maldijo al contemplar la expresión de su cara. La conocía bien, de otras veces en las que había intentado terminar con Tony cuando estaba visto que Antonio De La Roca era su vida. Por eso dijo con toda naturalidad:
—A veces me odio a mí misma por no poder mantener la boca cerrada —murmuró.
—Ellie...
—De acuerdo —dijo con un movimiento de sus manos—. Su madre murió. Parece que el entierro será a las diez.
—Me di cuenta de que algo le ocurría... Me pregunté si era por mi causa o...
Ellie le rodeó la espalda con el brazo de modo consolador.
—Lo siento de verdad.
—¿Te das cuenta? ¿Cómo pudo ocultarme algo así?
No tenía palabras para responderle y se limitó a asentir.
Pero ninguna de las recriminaciones de Valerie podía ahogar el deseo de regresar al lado de Tony.
Ellie la miró de nuevo, y lo que vio pareció decidirla.
—Será mejor que nos demos prisa.
—¡Señoritas, buenos días! —llamó una voz desde lejos.
Jack Sterbrook, piloto y responsable de la tripulación, avanzaba hacia ellas. Era un tipo sencillamente magnífico por el que cualquier mujer hubiese querido saltar: alto, pelo rubio cenizo, ojos brillantes y aceitunados, un cuerpo hecho de fibra y músculo a base de largas horas en el gimnasio y un rostro profundamente atractivo que aparentaba treinta y pico de años.
—Hola, Valerie —dijo y le ofreció un beso en la mejilla. Estuvo observándola por espacio de más de un minuto, antes de volverse hacia Ellie y saludarla. Después, con naturalidad, volvió a cifrar su atención en Valerie y la mirada lacrimosa de sus ojos.
—¿Ocurre algo?
A Valerie le parecía una persona agradable y se daba cuenta de que le atraía, aunque no era el tipo de hombre del que no pudiera apartar la mirada. Por eso se sintió un poco culpable al componer una sonrisa forzada, argumentando que iban retrasados.
Sin tenerlas todas consigo, Jack sabía que Valerie no era feliz, pero, aunque deseaba decirle algo, ofrecerle su compañía, fue lo bastante amable para no hacer ningún comentario. Hasta cierto punto, tomaba todo aquello con cierta tranquilidad, pero, por otra parte, sus pensamientos se agitaban violentamente. Él quería algo más que solo su amistad, pero no podía confesarle lo que sentía. Era una locura y seguramente huiría de él corriendo.
La sensación lo acompañó durante todo el camino. En la pasarela para abordar el avión le pareció que Valerie vacilaba y esperó que le dijera algo, pero siguió caminando en silencio. Aunque se alegró de llenar adecuadamente aquel silencio diciéndole:
—¿Te apetece tomar un café, o cualquier otra cosa, en cuanto toquemos tierra?
Valerie sonrió y le dijo que no se sentía con demasiados ánimos.
—Entiendo —dijo. Se despidió cortésmente en el pasillo y se adentró en la cabina.
Ellie, que hasta entonces se había mantenido en segundo plano, no pudo reprimirse más.
—Si no recuerdo mal, acabas de decir que Antonio es historia.
Obviamente, se divertía provocándola. Sabía cuál iba a ser su respuesta. Por eso, dijo eso y enfiló a la cocina para supervisar los suministros.
Valerie apenas asimiló las palabras. Se sentía interiormente intranquila, vacía y descompuesta. Atrapada entre la dicotomía de sus emociones: salir corriendo y encontrarse con Tony, y decepcionada porque él organizaba su existencia sin ella. Era estúpido seguir amando a una persona tan insensible, que jamás le había mostrado la menor consideración.
La inquietud persistió hasta que comenzaron a llegar los pasajeros y se vio forzada a sonreír. No obstante, cuando el avión cobró altura y enfiló en dirección a la Ciudad de México, sintió que un plomazo caía sobre sus sentidos. Sentía tanta cólera, tanta desmoralización. Y con esa horrorosa claridad que sobreviene cuando se derrumban las ilusiones, deseó que nada hubiera terminado, ni Tony y ella, ni las cosas que compartían juntos. Pero ¿qué clase de cosas? Si solo conocía a grandes rasgos su historia. Tal vez Antonio De La Roca no era el compañero ideal, tal como a menudo le repetía Ellie, pero hasta ahora no había dudado de su lealtad, que para ella era el fundamento de la relación que compartían. La muerte de su madre probaba que se había equivocado una vez más. Valerie se sintió realmente herida al pensar que Tony no la amaba, aunque, por otro lado, su indiferencia podía ser una señal de que la quería más de lo que él mismo estaba dispuesto a reconocer.
Capítulo 3
Tony no recordaba cómo había llegado al panteón de Westwood, pero allí estaba.
Atribulado por la fatalidad del destino, bajó del auto y alzó la vista de cara al cielo. Se fijó en los nubarrones que comenzaban a formarse y cuya oscuridad era el anuncio de una inminente tormenta. Ya lo había escuchado antes, en la estación de radio local.
No le resultó difícil, mientras estaba allí de pie, sentir la insondabilidad de la muerte y el pavor que le inspiraba. Tampoco le costaba intuir junto a su hombro la sombra de su madre. Estaba con él constantemente y lo realmente difícil era desprenderse, separarse de ella, porque lo atraía hacia el pasado.
La noche anterior en particular, había pensado en que al día siguiente se daría una vuelta por la residencia de Westwood y recuperaría algo que necesitaba imperiosamente: abrazarla y decirle que la quería. No obstante, lo único que había conseguido era darse cuenta de que la muerte no avisa, nada puede predecir o comunicar su llegada.
Tony reparó en que no podía distinguir nada con claridad. Su mente huía de la imagen de su madre y lo que debió sentir.
No recordaba la última vez que había pisado un cementerio, pero sintió un escalofrío a su paso entre los nichos y tumbas que se alzaban a su alrededor. Mientras intentaba orientarse se levantó un viento que se transformó en un gemido y se abrió paso para envolverlo como un torbellino silencioso y sepulcral que le susurró.
«Prométeme que cuando muera, me darás sepultura como Dios manda —había dicho su madre—. Dormitaré en un cementerio hasta el día de la resurrección». Tony recordó que, desde que su madre enfermó, había intuido que una angustia espiritual e íntima la atormentaba. Incluso mayor que la crisis provocada por la esquizofrenia. Bajo su piadosa calma, veía a una mujer que se debatía entre la fe y el amor filial. Una parte de él quedó atrapada en los recuerdos, como tantos que solían golpearlo de cuando en cuando.
Tenía diez y jugaba en el patio trasero de la casa de Arizona, cuando su madre pasó por ahí.
—¿Mamá...? ¿Qué es la muerte?
Ella sonrió y le acarició el pelo.
—¿A qué viene eso, Tony?
—N... No lo sé. Ayer te escuché decirle al sacerdote que no le temes a la muerte.
—¡Vaya...! Mi pequeño curioso. La muerte es una mujer muy elegante y hermosa. Extremadamente meticulosa en sus menesteres... Tarde o temprano, todos nos encontramos con ella... Solo recuerda: cuando llegue tu turno... ¡no temas!
Tony se abrazó con fuerza a su cintura.
De algún modo, Antonio De La Roca tenía la sensación de haber extraviado el camino. Desde el principio, nada había salido bien. Su madre enfermó pocos meses después de que cumpliera dieciocho años. ¡Oh, qué terror había experimentado al enterarse que la enfermedad era hereditaria! Había caído de rodillas asaltado por las dudas mientras intentaba aferrarse a su fe. Con una sola frase, el médico destrozó el mundo de Tony. «La esquizofrenia es hereditaria. Le sugiero, señor De La Roca, que se mantenga alerta».
La cruel verdad había aseteado con tal fuerza el corazón del muchacho que sintió que Dios lo había abandonado. En aquel momento, lo había comprendido... estaba solo.
—Buenos días, señor De La Roca. Hablamos esta mañana. ¿Lo recuerda?
La voz venía de lejos, y repitió su nombre dos veces antes de que pudiera dejar Arizona y regresar al panteón. Se volvió y vio a Carol Stevenson engalanada con un vestido de tubo negro.
—Sígame, por favor —le dijo.
Mientras la seguía, Tony intentó serenarse. La mujer señaló enfrente y a la derecha una fosa abierta. A un costado, el ataúd que parecía conveniente. «Una caja de madera barnizada y sin adornos», pensó él, mientras echaba un vistazo a la fosa. Se estremeció cuando el viento le agitó el cabello. Alzó la vista y se fijó que el cielo había adquirido un gris más intenso a la sombra de los nubarrones oscuros que ahora se acumulaban y ocultaban el sol. Pero también se dio cuenta de que su acompañante se había desplazado al encuentro del sacerdote y se lanzó hacia adelante.
—¿Estás listo, hijo? —dijo el sacerdote.
Asintió vagamente.
Carol se colocó a su lado e inclinó la cabeza con drama y solemnidad. Tony la imitó, mientras su corazón atronaba en el silencio. Las palabras del sacerdote le sonaban discordantes. De algún modo, el tiempo había erosionado su relación con Dios. No recordaba cuántas veces había rezado para que obrara un milagro en la mente de su madre. Pero Dios había guardado silencio. Al menos, así lo creía. «La misericordia del Señor es grande, Tony», había dicho su madre en repetidas ocasiones. «Nunca pierdas la fe». Recordó que había pronunciado aquellas palabras en relación con su enfermedad. Ahora, sin embargo, ella estaba muerta. «Un cruel y miserable engaño».
—Amén —dijo al concluir el sacerdote.
Se hizo un momento de silencio. Dos hombres sujetaron el ataúd. Tony alzó la vista, y observó cómo el féretro descendía. La madera crujió al tocar el suelo. Mientras la tierra lo cubría, deseó que su dolor se ahogara con ella. Su mirada triste parecía estar grabando en su memoria aquella última imagen, consciente de que nunca más volvería a verla. En eso, los nubarrones que habían estado ocultando el sol matinal empezaron a descargar de golpe. Tony no tuvo muy en claro si eso podría significar el presagio de algo más, o quizá Dios sí que lo estaba escuchando, porque estaba pensando en la desesperada huida.
—Es tormenta que pasa pronto —dijo Carol, cobijándolo bajo una sombrilla.
Se permitió dudarlo, pero en cierto modo, después de lo que había pasado durante las últimas horas, agradeció la compañía mientras esperaban que la lluvia aminara.
Fiel a su pronóstico, al cabo de unos minutos dejó de llover. Carol le retiró la sombrilla y se dirigió a él:
—Lamento su pérdida, señor De La Roca. Su madre era una mujer muy gentil.
—Le agradezco todas sus atenciones.
Dicho eso, la vio alejarse. De alguna manera, pese a que había sabido que ese momento llegaría, la razón no lo había preparado para vivirlo. Tony se sentía atrapado entre la soledad y el silencio. «Algunas veces en la vida, tenemos que aprender a echar de menos», había dicho su madre. «Tú vida está allá fuera, la mía, aquí», le dijo durante una de sus visitas. Ahora, sin embargo, lo comprendía. Su madre había dilapidado hasta la última gota de amor filial con tal de protegerlo. Una parte de él había esperado que eso lo aliviara, pero no fue así. Darse cuenta de que su madre lo había amado más de lo que él creía lo hizo sentirse aún más desdichado. ¿Qué le había hecho? Como mínimo, su sórdido egoísmo le había impedido ver más allá. Parado allí, en el remolino de la confusión, sentía mucha angustia y temía que se le salieran las lágrimas. No había de qué sorprenderse: había ocurrido lo que siempre supo que iba ocurrir. Una sola frase resonó en la vibración caótica de su mente.
¿Sufrió?
«Es demasiado tarde.», se dijo para tranquilizarse, y se alejó de la tumba, doliente y ensimismado en su dolor, mientras la cruda realidad de las últimas horas se cerraba en torno suyo. Cuando avanzó entre los primeros nichos, una voz pareció susurrarle: «Nunca es demasiado tarde». Se quedó petrificado. Después, se volvió. No había nadie. Pero el murmullo volvió a flotar en el aire. El rostro de Tony se puso del color de una cera y avivó el paso. La tormenta había expulsado a los visitantes. Estaba solo. El camino se le antojó como un espectro surrealista. Entre más rápido se movía, la actividad de su mente era más frenética. Casi sin aliento, llegó al auto. La llave estaba a media cerradura cuando unos pasos resonaron a su lado.
—Disculpe... —dijo una voz masculina, cuya silueta se dibujó en el pavimento.
Tony pegó un salto. Se volvió y alzó la vista. Un anciano con un overol azul le sonreía.
—Lo lamento, no quise asustarlo.