Bajo tus alas

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Prólogo

Sabía que le quedaba poco tiempo, pero necesitaba serenarse antes de abandonarse al misterioso efecto terapéutico de la oración.

Los rayos de la luna que se filtraban por la tela de las cortinas dibujaban su cansado perfil y, a decir por los marcados pliegues de su rostro y el pelo encanecido, los inopinados acontecimientos de los últimos veinte años pesaban sobre sus huesos.

En su fuero interno, Sophia Elena De La Roca sentía la irrefrenable sensación de haber ofendido a Dios, por eso tomó una inspiración profunda y se acercó a la mesilla de noche para hacerse de la Biblia, más como intentando no olvidar los versos escritos en el salmo 88, incluso una forma de no tartamudear espiritualmente.

—Señor, Dios mío, en el día grito, y de noche me lamento en tu presencia. Llegue a ti mi oración, inclina tus oídos a mi voz. Yo estoy colmada de males, y a punto de caer entre los muertos...

Mientras su voz se convertía en una salmodia, comenzó a pasar una a una las suaves cuentas del largo rosario que sostenía en la mano derecha. Por su mente pasaron de una lámina a otra todas las edades, todos los anhelos y naufragios de su vida.

Hija única. Educada en el seno de una familia estricta cuyas creencias religiosas eran un obstáculo para la adquisición de nuevos conocimientos. Apenas hubo terminado la secundaria, Sophia se dedicó de lleno al cuidado de sus padres, una pareja de cincuentones que vivían en una enorme granja en Arizona. Su padre, de carácter estoico, en contadas ocasiones expresaba sus emociones y, cuando lo hacía, perdía el control y se desahogaba bruscamente con su familia, incluso le había pegado alguna vez a su madre. A pesar de que a ella la reprendía solo verbalmente, aun así, se sentía muy herida. Sophia no lograba comprender el carácter sumiso y apocado de su madre, que fomentaba la severidad y el retraimiento emocional de su marido.

Pronto la granja resultó grande y cada vez resultaba más difícil mantenerla. Sus padres ya no eran unos jovencitos. Sophia añoraba casarse y tener hijos, pero las mordaces y dolorosas críticas que su padre le había dirigido durante la infancia, poco a poco, fueron causando unas heridas psicológicas que volvían a abrirse con cada fracaso en sus relaciones con los hombres. Así, Sophia fue perdiendo la esperanza de encontrar a un hombre con quien pudiera entablar una relación íntima y satisfactoria.

Tenía treinta y tres cuando su padre falleció víctima de un cáncer agresivo. Su madre lo hizo un año después.

Gracias a la sobriedad de sus padres, la familia había ahorrado una buena cantidad de dinero, por lo que pudo abandonar los trabajos de la granja y cumplir su más grande anhelo: ser madre.

Un año después, tuvo un hijo mediante el milagro de la inseminación artificial. Aún recordaba la dicha de sostener en brazos al pequeño, a quien durante los años siguientes cuidó con esmero y dedicación hasta el día en que, bajando por las escaleras de su casa, su mente naufragó y navegó a la deriva sin encontrar un puerto seguro. La realidad se disolvió en un castillo en el aire, en donde, azotada por la sensación de estar siendo vigilada por un hombre de carne y hueso, la confusión se transformó en miedo. Intentó alejarlo de su mente, pero la alucinación persistió. Dando traspiés logró llegar a la estancia y corrió hacia la cocina, donde, temiendo lo peor, se hizo de un cuchillo y se aovilló en un rincón. Al cabo de un momento, la agitación abandonó su cuerpo y las imágenes que evocaba parecieron más coherentes. Sophia se dio cuenta de que lo que veía no tenía nada que ver con sombras amenazantes o asesinos en serie. ¡Era su hijo, por amor de Dios!

—Madre, soy yo... Tony —le repetía el muchacho con suavidad en un intento por establecer contacto con ella.

Al final, Sophia soltó el cuchillo y, aunque su mirada todavía reflejaba el miedo y un cansancio superior al que cualquier ser humano se merece, le suplicó perdón. No obstante, desde ese momento comprendió lo sucedido: su mente se había refugiado en un mundo imaginario. La única cuestión era averiguar si tendría la fuerza de voluntad suficiente para volver a tocar el suelo con los pies o si la realidad se convertiría en un demonio de dos caras, que en un instante la refugiaría en un mundo imaginario y al siguiente le infligiría un tormento insoportable.

Aún ahora se encontraba volviendo a la misma imagen, muy anterior a su llegada a la residencia psiquiátrica en Westwood. De algún modo, esos episodios permanecían grabados a fuego en su mente. Quizá porque bajo su piadosa calma encontraba difícil de arrastrar en su vida la culpa, esperando encontrar una solución que podría no llegar nunca y que, ciertamente, sería la única oportunidad que se le ofrecería. Algunas noches antes de dormirse alejaba de su mente todo salvo la imagen de su hijo y la sensación de desasosiego que le producía haber amenazado su vida. No podía imaginar si esa era voluntad de Dios, pero rogaba por una señal.

Hacia el final del primer año de su estancia en Westwood, no le quedaron dudas, su mente era lo suficientemente psicótica para mantenerla alejada de la realidad. Pero eso no suponía ningún consuelo. Tenía que encontrar la manera de alejar a Tony de ese calvario. Ella había sido testigo de su primer hálito y no tenía la menor intención de contemplar cómo se consumía estando a su lado. No esperaba que la entendiera, solo que algún día llegase a perdonarla.

Sophia respiró profundamente, irguió los hombros y siguió rezando, como si al hacerlo llenara el gran vacío que la consumía. De pronto, le pareció volver a sentir, como en aquel día de hacía veinte años, que alguien la estaba observando. Pero esa vez, sabía que no era alguien de este mundo porque olía a algo exuberante y exótico. Para su mayor asombro, percibió un susurro melodioso.

—Es hora.

Aunque nunca antes había oído aquella voz, en su cabeza formó la peor de las imágenes. Notó que una sombra la cubría y, aunque no podía verla, sintió un terrible estremecimiento que la hizo incapaz de pronunciar palabra.

—Sé lo que te atormenta —siguió diciendo la voz, despacio y con dulzura, como si sintiera su dolor.

Pero Sophia no podía comprender las palabras. Resultaba extraño, pero sabía quién era y por qué estaba allí. Pero no dijo nada porque no deseaba oír la respuesta a su pregunta no formulada.

—Descansa —ordenó la voz, aunque sus palabras sonaron como una invitación—. Te prometo que me haré cargo.

No quería hacerlo, pero no tenía elección. Cada vez que el dulce encanto de aquella voz llegaba a sus oídos, reinaba en su alma el consuelo.

Al cabo, terminó cediendo, se recostó en la cama y cerró los ojos. La habitación se escurrió en el plácido canto que le inspiraba aquella voz y su perfume. No había ella ni mucho menos las preocupaciones terrenales que se asemejan a los eslabones de una cadena que se unen continuamente sin poder soltarse.

Y se dejó ir.

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