Encuentro en la bruma

Ana I. Martín

Fragmento

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1

Amelia abrazó a su marido y, tras besarlo, permaneció un instante con los labios en su cuello, mientras aspiraba el olor de su piel.

—Te echaré de menos.

Jacobo sonrió, le acarició la mejilla y la besó de nuevo hasta que el ascensor llegó a la planta y tuvieron que separarse.

—Llámame en cuanto puedas —le escuchó decir antes de que la puerta se cerrase.

Ella, con paso apresurado, regresó al piso y atravesó el salón hasta salir a la terraza, donde apoyó los antebrazos sobre el muro y se asomó a la calle. Un taxi esperaba en doble fila, y vio a su marido que se aproximaba con la maleta que el taxista guardó en el maletero. Segundos después, el vehículo abandonaba su lugar y se incorporaba al tráfico.

Amelia permaneció en la misma postura, absorta en el ir y venir de los coches. Ningún transeúnte caminaba por la acera iluminada por las farolas; no eran ni las siete, demasiado temprano para ella pero, aparte de despedirse de Jacobo, tenía cosas que hacer. Al día siguiente salía también de viaje y, mentalmente, repasó lo que iba a dejar a su hijo Diego: la comida en la nevera y el congelador, con etiquetas especificando su contenido y cantidad, sin olvidar el amplio surtido de conservas. En cuanto a la ropa, le había dado instrucciones sobre el funcionamiento de la lavadora, aunque no confiaba en que la utilizase.

De pronto notó un escalofrío. La bata sobre el fino camisón no abrigaba lo suficiente para quedarse más tiempo, y menos haciendo divagaciones, no obstante, echó un vistazo a sus plantas. Entre ellas destacaban las glicinias y el jazmín de flores amarillas que se enredaba por la celosía adosada a la pared; colocó en su sitio una de las ramas que se había soltado, y se volvió hacia las hortensias. Estaban dispuestas en jardineras, en la zona más sombreada, y aún conservaban sus macizos de flores azules. No así los geranios; el comienzo del otoño había hecho que empezasen a perder los pétalos y recogió los que habían caído al suelo.

«Aguantarán una semana», se dijo. Pues en ningún momento le pasó por la cabeza que Diego se acordaría de regar si no le llamaba expresamente para que lo hiciera.

Cuando terminó de desayunar, sintió el abrir y cerrar de la puerta del baño y, al instante, el rumor del agua de la ducha. A los diez minutos, su hijo entró en la cocina.

—Buenos días —le saludó.

Diego respondió sin vocalizar apenas las palabras. Tenía el pelo mojado y arrastraba los pies con las zapatillas en chanclas, como si aún siguiera dormido.

—Papá se marchó ya —le dijo mientras él sacaba la leche del frigorífico.

—¿Cuánto tiempo estará fuera? —preguntó.

—Una semana, o puede que se prolongue unos días más, según vaya el proyecto. Colaboran con los de M.B., y son bastante exigentes.

Amelia dudó si la escuchaba, aunque él asintió y, acto seguido, volvió a preguntar:

—¿Y vosotras?

—El martes, a las once, tenemos la cita con el notario, así que nos vendremos al día siguiente, por la tarde. Y, a propósito, luego te explicaré lo de la casa, la comida y todo lo demás.

Él asintió de nuevo, y sacó de la alacena dos cajas de cereales. Rellenó con ellos un tazón, añadió la leche y lo introdujo en el microondas. Mientras se calentaba, pulsó el mando de la televisión para poner el canal de noticias.

Amelia lo dejó solo. Media hora después, oyó el tintinear de las llaves. Se asomó, y vio a su hijo con la mochila a la espalda, que se despidió con un «Hasta luego».

Las tareas domésticas le llevaron el resto de la mañana. Cuando Diego volvió de la facultad, comieron juntos, momento que aprovechó para aleccionarle sobre lo que debía hacer, recordándole obviedades como hacerse la cama, poner el lavavajillas, tirar la basura…

—Ya sé, mamá —la interrumpió.

—Si necesitas algo, puedes pedírselo a la abuela.

—No hará falta —contestó con desgana.

—Yo te llamaré, y también tienes el número de tu tía, por si acaso.

—Que sí, no seas pesada.

Aunque sintiera cierto remordimiento, a Amelia le daba pereza visitar a su madre. Su carácter arisco y dominante se había acentuado tras el fallecimiento de su marido, algo que había acabado por aceptar, porque en ningún caso pensaba enfrentarse a ella. No merecía la pena, por más que su hermana Silvia, mucho más pasional, no pudiera controlar su genio y terminase discutiendo a la menor oportunidad. Por eso comprendía que le hubiese pedido que fuera sola a buscar la documentación; así no sería el blanco de sus reproches y quejas. Lo contrario que ocurría con su hermano mayor. Ricardo era su ojito derecho y su madre no lo disimulaba. Estaba orgullosa de que hubiese cumplido sus expectativas: en lo personal, estaba casado y tenía tres hijos; en lo profesional, había estudiado Ingeniería industrial y se ocupaba de la empresa familiar de estructuras metálicas.

Sin embargo, ellas… Amelia había hecho Diseño gráfico porque no había aprobado ninguna de las asignaturas del primer curso de Arquitectura, un desastre que no llegó a ser completo para su madre, pues había conocido a Jacobo, un prometedor arquitecto.

En cuanto a Silvia, había empezado Derecho —que abandonó al tercer año al igual que su relación con su primer novio— esgrimiendo la excusa de que no le gustaba la carrera y no pensaba ejercer. Y como no tenía claro qué hacer, empezó a trabajar de administrativa en la empresa familiar. Cuatro años en los que, aparte de cumplir el horario, apenas hizo otra cosa salvo perfeccionar el inglés, leer y ahorrar todo lo que pudo para marcharse con una amiga al extranjero. Una estancia que se prolongó por dos años, de los que regresó con la idea de estudiar Periodismo, al tiempo que trabajaba en las oficinas de un periódico. Allí conoció a Fernando Santamaría, redactor y brillante profesional especializado en crítica política; su novio hasta hacía unos meses.

Con todo, las dos hermanas se habían quedado al margen de la empresa familiar. No así del resto de los asuntos, de los que Ricardo se desentendía con cualquier pretexto. De ese modo, a Amelia no le había sorprendido que la llamase para ir a recoger el poder notarial que había llevado a casa de su madre.

—Iría con vosotras, pero ya sabes lo liado que estoy —se excusó su hermano.

Y recordó, en especial, sus últimas palabras antes de colgar:

—Confío en ti, Meli, sabrás qué hacer.

Así de solemne, con su tono de voz grave y penetrante, llamándola con aquel diminutivo que solo su padre y Silvia empleaban. Eso la desconcertó más que su falta de interés, pues ya estaba acostumbrada a que él y su madre pusieran los asuntos de la herencia en sus manos. Aunque, por supuesto, debía tenerles al corriente, y lo de «confío en ti», le sonó como el mandato de un jefe.

Una sensación de vértigo recorrió el cuerpo de Amelia, tan desagradable como el que había tenido al morir su padre y se ocupó de reorganizar cajones, papeles y efectos personales. Y lo hizo sola, pues su madre se sentía «incapaz»; Silvia, por entonces, trabajaba en Londres, y Ricardo, como de costumbre, se limitó a pedirle cuentas de sus movimientos.

Afortunadamente, esa vez tendría a su hermana para hacer aquellas ges

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