Cuando llega el amor

Pilar Piñero

Fragmento

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Capítulo 1

Miro por la ventanilla del avión en un intento de entretenerme para lograr permanecer despierto; el silencio, acompañado del suave zumbido de los motores y la tenue luz, no ayuda. Por fin veo las luces de la ciudad en el horizonte. Son las once y trece minutos cuando aterrizo en el aeropuerto de Bremen, mi ciudad natal. Por suerte solo llevo equipaje de mano; juro que, si tuviera que esperar por una maleta, caería dormido, hipnotizado por el movimiento de la cinta que las transporta. Estoy total y absolutamente agotado. La espera del taxi se hace eterna; solo cinco quilómetros me separan de mi casa.

El trabajo me tiene absorbido por completo; los últimos meses han sido una locura en el Starten que, por fortuna, funciona a tope: el esfuerzo tiene sus recompensas. Y no puedo desestimar la gran ayuda de mi colega italiano Piero; gracias a él, he podido escaparme unos días. Tener una persona como él a mi lado me facilita la vida. Cada día estoy más contento de haberlo escuchado; como mejores amigos, siempre velamos mutuamente por el bienestar del otro: no en vano somos inseparables desde hace más de veinte años.

¿Cómo un italiano y un alemán llegaron a ser tan amigos? Pues la respuesta está en el dinero de nuestras respectivas familias o, para ser más exactos, de ambos padres. Con seis años me matricularon en Le Rosey, un exclusivo internado de Suiza. Allí era fácil hacer amigos por una sencilla razón: el noventa y nueve por ciento de los que estábamos allí no queríamos estar, y eso une. ¿Acaso quiere algún niño de esa edad estar alejado de sus padres, de su hogar y de todo lo que conoce y le aporta seguridad? Claramente la respuesta es: no.

Los dos éramos hijos únicos con padres defensores férreos de la rectitud y la responsabilidad, y con la creencia de que había que hacerse un hombre, aunque fuera a base de golpes. Por suerte, nuestras madres eran todo lo contrario, e hicieron lo posible por darnos una infancia normal y feliz dentro de las circunstancias que nos había tocado vivir.

La educación en el internado Le Rosey se impartía en francés y en inglés, y 120 profesores educaban, estrictamente, a un máximo de 400 alumnos, escogidos escrupulosamente entre los miles de solicitudes de admisión. Las clases, durante la primavera y el verano, se impartían en Rolle, una ciudad preciosa apodada La Perla del Lago Lemén, a treinta quilómetros de Ginebra. Y en invierno nos trasladaban a un exclusivo resort de Gstaad, una estación invernal cumbre de la pirámide social, con mucha fama en el círculo de la aristocracia y realeza europeas. Un lujazo al que solo unos pocos tenían acceso; dos de esos afortunados fuimos Piero y yo.

La barrera idiomática, para ambos, era otro problema a tener en cuenta: Piero no sabía ni un pijo de alemán, y yo ni un pijo de italiano, ni tampoco entendíamos el inglés ni el francés, pero sí el español. Un día oí a Piero hablar por teléfono con su madre en mi lengua materna y lloré de alegría; en ese mismo instante supe que aquel chico enclenque de pelo ensortijado y mirada verde y profunda iba a convertirse en mi amigo, mi salvación en aquel lugar. Como no podía ser de otra manera, Piero también se alegró de tener un compañero con el que poder expresarse. La indignación de los profesores era patente cada vez que nos escuchaban cuchichear en castellano, y nos costó más de un castigo que, por el hecho de cumplirlo juntos, dejaba de ser algo negativo y se convertía en ratos divertidos en que podíamos ser nosotros mismos.

El esfuerzo que hicimos por integrarnos en el ambiente del colegio fue muy grande, pero en poco tiempo hicimos buenos amigos, que nos ayudaron con los idiomas. Así las clases dejaron de ser incomprensibles e indescifrables.

Piero y yo siempre estábamos juntos; nos apoyábamos mutuamente. De este modo, se forjó una sólida amistad, que se trasladó también a nuestras respectivas madres. Mi madre es natural de Murcia y la de Piero, de Zaragoza. Dos españolas que por amor dejaron su país natal y que, gracias a nuestra amistad, entablaron una relación estupenda y verdadera que les aportó felicidad y sosiego a lo largo de sus vidas. Rememoro con cariño aquellos fines de semana en que ellas nos visitaban: lo pasábamos genial los cuatro. Gané entonces una segunda madre, que se fue antes de tiempo, y un hermano, cuya amistad espero poder mantener durante toda la vida.

Fueron unos años duros que nunca podré olvidar, aunque aprendí muchas cosas; la mejor de estas fue descubrir lo que es la amistad verdadera, la que se forja en la adversidad. Conservo amigos del internado y recuerdos fabulosos, pero no es vida para un niño, que necesita de verdad, por encima de la educación, el amor y calor de una familia. Entonces, con apenas seis o siete años y sin saber lo que la vida me depararía, juré que nunca mandaría a un hijo mío a un lugar así y, tantos años después, todavía sigo firme en cumplir la promesa.

Piero y yo nos hicimos mayores y, después del internado, vino la universidad: Piero estudió derecho y criminología y yo, gestión y dirección de empresas y economía, ya que, como hijos únicos, éramos los herederos de las empresas familiares y los responsables de dirigirlas en un futuro.

Con la universidad llegó el desmadre total y absoluto. Por primera vez en nuestras vidas éramos libres, y la libertad nos volvió algo golfos, muy mujeriegos y unos juerguistas de campeonato. Como no podía ser de otra forma, nos unimos a una fraternidad y, aunque estudiamos también en universidades privadas de mucho prestigio, las fiestas y las borracheras eran un constante cada fin de semana. Es que, en realidad, todos los universitarios son iguales, sea cual sea el volumen de la cartera de sus padres.

Con veinticuatro años separamos nuestros caminos: Piero se fue a Italia para hacerse cargo del bufete de abogados de su padre y yo, a Bremen para hacer lo propio con la empresa de transporte internacional de la familia. El tiempo nos convirtió en hombres fuertes, luchadores y de éxito.

A los pocos años de que Piero se hiciera cargo del negocio familiar, murió Aurora, su madre y, pocos años después, era mi padre el que fallecía.

No nos vimos mucho durante aquella época, ya que las obligaciones familiares y profesionales nos absorbieron por completo, pero nunca perdimos el contacto y siempre pudimos contar el uno con el otro.

Durante unos años estuvimos sumergidos en un espiral de trabajo y soledad, pero el Starten nos volvió a unir en un momento de nuestras vidas que se volvió crítico para ambos. Al igual que pasó en el internado, la vida nos volvió a unir brindándonos la oportunidad de sanarnos juntos. Por una parte, la vida de Piero había dado un giro inesperado de ciento ochenta grados que marcaría su vida para siempre (y no solo la suya), y yo necesitaba un respiro para dejar atrás mucha de la porquería que me rodeaba. Fue entonces cuando me propuso el proyecto del Starten, proyecto al que nos aferramos con todas nuestras fuerzas. Fue una vía de escape, un cambio, una salida; de ahí el nombre que elegí para el local: Starten, que significa comienzo, inicio.

La idea del local se fraguó por Skype, entre copas de whisky y habanos en una noche de bajada a los infiernos total por parte de ambos. Cuando Piero lo planteó, pese a su considerable borrachera, no lo dudé ni un segundo. Durante la noche lo calibré y

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