A la sombra de la noche

S. F. Tale

Fragmento

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1

Coloqué el último vaso en la bandeja que serviría en el salón en cuanto me reclamasen. El júbilo estalló en mi interior como miles de fuegos de artificio por el buen trabajo que había realizado: sin mácula, el cristal adornado con pequeñas filigranas doradas destellaba al captar la escasa luz. De la emoción me aplaudí con las yemas de los dedos para no hacer partícipe a nadie más de mi alegría. Nadie lo comprendería. Esa noche había una animada fiesta en el salón; la otra, en la cocina, lugar del que apenas salía, sobre todo si había clientes, ya que era la única que debía permanecer fuera del alcance de los codiciosos ojos masculinos. Ser invisible, ese era mi papel, el otro, limpiar y cuidar del burdel, mi casa. Podía sonar raro, mas era mi realidad desde que siendo una niña la madame, Summer, para mí una madre, me diera cobijo en su hogar regalándome una nueva vida que, para muchos, podría ser inapropiada para una joven. No lo era, ya que cada una de las personas que habitaban conmigo, y eran muchas, se convirtieron en mi familia.

Azuzada por esa momentánea felicidad, salí de mi escondrijo a fin de adelantarme a las posibles necesidades de la gente, de ese modo evitaría que me llamasen a gritos o que viniesen. Crucé el pequeño corredor y me acerqué a la vieja cortina que separaba el salón de la cocina, estancia privada que los clientes del burdel tenían prohibida —orden expresa de Summer—. La separé con cautela de no ser vista, pues me podía causar la mar de problemas mirar a hurtadillas. La imagen que apareció delante de mí era sacada de otro mundo: el salón se había convertido en una nada vaporosa por el humo de las pipas y cigarros que los hombres habían encendido a la vez que se entregaban a los placeres sin remordimientos; los cuerpos desnudos, demasiado flacos en algunos casos, de las chicas parecían flotar, no así los de aquellos que estaban sentados en los viejos sillones, con los pantalones en los tobillos, abiertos de piernas y la cara de una muchacha enterrada en su entrepierna. Otras se dejaban tomar por uno o dos ricachones; algunas montadas sobre ellos conseguían que se entregasen a las tentaciones con los laxos movimientos de sus caderas que los hacían gemir, a uno lo desesperó y, agarrándola fuerte, drogado por el deseo, la embistió con una fiereza salvaje. Mientras, las que faltaban estaban arriba compartiendo el lecho con hombres que les fueron designados ese día por Summer.

En mis dos décadas en el burdel, ya me había vuelto muy ducha en aquellas escenas, eso no restaba que me desagradara ver todo ese libertinaje en el que los cuerpos de cada una de ellas eran meros objetos de desahogo. No era de buen agrado cómo las trataban en muchos casos, mas una se acostumbraba a la vida que le había tocado. Era el único oficio que ellas conocían como yo el de sirvienta. Era lo que nos permitía sobrevivir a la crudeza de todos los días. Al menos teníamos un techo bajo el que guarecernos en el duro invierno y nos protegía de todos los males que había en el barrio.

En el fondo, el burdel no era tan malo.

De repente, una bocanada de aire frío removió la densa nube que todo cubría, antes de dar paso a tres figuras masculinas. Dos eran de la misma altura, otro sobresalía un poco, era espigado y delgado. Desprendía un encanto que lo distinguía de sus acompañantes.

A través de ese ambiente, aquella criatura me lanzó un hechizo. Ya no pude apartar los ojos de él: tendría unos veintipocos años, su rostro de rasgos perfectos me cautivó enseguida. Nunca había visto un joven tan atractivo que, a pesar de su vestimenta humilde, no podía engañar sobre cuál era su procedencia: un señorito de alta estofa. Aun así, ¿cómo era posible que en un solo hombre hubiera tal perfección? No lo sabía. ¡Ojalá pudiera ir a su encuentro para descubrir si era real o una visión!

A continuación, como si escuchase mis pensamientos de un modo difícil de comprender, él dirigió la vista hacia mí. Con un susto tremendo, solté la cortina y me escabullí a la cocina. La estancia más mía de todo el burdel, tenía un tamaño considerable, se organizaba a partir del viejo fogón de metal ennegrecido sobre el que colgaban las cazuelas de cobre. A sus lados había dos alacenas sin puertas, tapadas con unas telas, en las que se guardaba de todo. En un pequeño aparador se ordenaban los platos y los cubiertos.

Me apoyé en la raída mesa de madera que ocupaba el centro, olvidándome de las bandejas, lo vasos y todo lo que me rodeaba.

«No seas tan fisgona, Angélica», me reprendí.

Extendí los dedos, bajo mis yemas notaba las hendiduras realizadas por los cuchillos u otros utensilios que la hacían áspera e irregular. Cerré los ojos para recobrar la serenidad. Era imposible, el corazón me aleteaba como un pajarito y las manos se me humedecieron... ¿Qué había sucedido? ¿Una persona podía producir esos efectos? No tenía ni idea, lo que sí sabía era me había fascinado. Su imagen se había adueñado de mi sesera. ¡Me turbaba! Cerré los ojos, tomé dos buenas bocanadas, así el aire podría reconfortarme, y caí en la cuenta de que nunca lo había visto por el burdel. Era muy apuesto, además, las chicas no dejarían de hablar de él, incluso, se pelearían por pasar una noche en su compañía. Poco a poco fui recobrando el aliento, la serenidad, ya que estar ahí me protegía de él y de esa magia oscura que me había lanzado

El rumor de unos pasos por el estrecho corredor me alertó de que alguien precisaba de bebida o algún tipo de refrigerio. Respiré profundamente para sacarme de la cabeza a ese tipo, me alisé el mandil y procuré dar la apariencia de normalidad, sin embargo, el sino se había confabulado contra mí: al levantar la cabeza me topé de frente con él.

Un miedo irracional me cubrió entera. La respiración se me alteró al punto de que el corsé me incordiaba. La osadía, o la falta de ella, lo habían empujado a romper las normas del burdel. Sintiéndome en peligro, di varios pasos hacia atrás hasta que mi trasero chocó con la vieja alacena. No pude evitar ponerme a temblar y percibí cómo la cocina se había empequeñeciendo con él.

—Tranquila, no vengo a hacerle daño.

Para mi asombro, su suave voz se correspondía con esa belleza juvenil que me fascinaba al tenerla más cerca: la perfección radicaba en las suaves líneas que formaban su pequeña nariz y esa boca de labios finos; del mismo color del cielo eran los ojos, no había maldad en ellos, sino curiosidad, la misma que me había llevado a mí a fisgar. Claro que nunca se podía fiar de un señorito de alta cuna.

—No puede estar aquí, señor.

—¿Quién lo dice? —Su larga y oscura ceja derecha se enarcó como si cobrase vida—. ¿Acaso hay un libro del buen uso del burdel?

—Yo... Yo, no... —Perdí el habla. Venía hacia mí, su cabello bien cortado y peinado de color castaño captó la poca luz que nos rodeaba, deslumbrando de vez en cuando en pequeños destellos.

—No se asuste, no he venido a incomodarla. —Me fijé en cómo cambiaba el peso de un pie a otro—. Estaba detrás de la cortina y ha despertado mi interés.

—Le... Le rogaría que se marchara. —Vacilé, ya que una energía oculta, no sabía si procedente de su cuerpo, me empujaba hacia él para romper la escasa distancia que nos separaba. Me ruboricé. Avergonzada por sost

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