Cien destinos junto a ti

Marion S. Lee

Fragmento

cien_destinos_junto_a_ti-2

Prólogo

Boston, 15 de abril de 2013. 14:40 h.

Norah Reeve levantó la mirada hacia el cielo de Boston. Las blancas nubes se dibujaban sobre el color azul de aquella tarde de primavera. Hacía algo de frío, pero no demasiado para alguien como ella, nacida en la helada Minnesota, y estaba segura de que muchos de los corredores del maratón que se desarrollaba ante ella no lo sentían en absoluto.

Torció un poco el gesto; ella habría estado ahí, al otro lado de la valla, acompañando a esos atletas si no estuviera trabajando. Le gustaba el deporte en general, pero el footing era su preferido, el que practicaba cuando tenía tiempo libre, que no era mucho. Más de una vez había tratado de inscribirse en el famoso maratón que se realizaba en la ciudad el tercer lunes de cada mes de abril pero, por desgracia, siempre surgía algún impedimento que terminaba frustrando sus deseos.

Regresó su atención a la muchedumbre que discurría en aquel momento por el asfalto de Boylston Street, ya enfilando hacia la recta final. Los deportistas que pasaban por la amplia avenida eran un goteo multicolor incesante. Los rostros de algunos se notaban apurados por el esfuerzo, otros se mostraban sonrientes por el reto que les suponía y reflejaban la alegría de la ocasión. A la mayoría de esos hombres, mujeres y niños no les importaba en qué puesto quedarían. En muchos casos, y ella lo sabía bien, se trataba de un momento de superación personal, de sentirse bien consigo mismo, de hacer algo grande. Y le hubiese gustado ser uno de ellos, aunque tendría que conformarse con disfrutar del ambiente festivo que se vivía alrededor de esa prueba. Eso debería serle suficiente.

Apenas restaban trescientos metros para que los corredores que desfilaban ante ella en esos instantes acabaran su carrera. Hacía ya más de dos horas que el ganador había cruzado la línea de meta, pero ella aún debía aguardar a que uno muy especial lo hiciera; el hombre que los había contratado a ella y a tres de sus compañeros.

Lo cierto era que estaba deseando que aquel servicio terminara para poder regresar a casa.

Cuando el senador Benjamin Campbell se puso en contacto con la agencia de seguridad y guardaespaldas en la que ella trabajaba desde hacía más de seis años, no hubieran podido adivinar el pedido que el político les haría. Recordaba a la perfección la cara de su jefe tras enterarse de que el ilustre y popular senador quería competir en el maratón y que, por cuestiones de su cargo, iba a necesitar que un par de guardaespaldas lo acompañaran.

«Bueno, nosotros podemos hacerlo, señor», recordó que dijo el viejo Fulton, su jefe y director de la agencia AM Security.

La verdad fuera dicha, en aquel momento había pensado que no se trataba de un pedido fuera de lo común. Durante todos esos años había visto situaciones más extrañas aún y trabajado en los más dispares destinos y para los más extravagantes clientes: estrellas de rock, jugadores de fútbol, empresarios y políticos, pero ninguno les había pedido algo tan poco convencional como que le proporcionaran una escolta que corriera junto a él en una prueba deportiva.

—¿Ya los ves? —preguntó a su lado Maggie Turner, lo que la sacó de sus cavilaciones. Lo hizo en voz muy alta, para que pudiera escucharla sobre el gentío que animaba a los participantes que se aproximaban a la meta.

Ella, sin mirarla, negó varias veces con la cabeza.

—No, aún no.

—Pues están tardando, ¿no crees? Burke debe de estar de los nervios.

Una sonrisilla cruzó sus labios. Sí, estaba segura de que Clayton Burke estaría jurando en arameo como mínimo.

Clayton era su compañero más cercano, con el que solían emparejarla a la hora de cubrir cualquier servicio que se presentara. Trabajaban juntos desde que llegó a la empresa y todo ese tiempo de apoyarse el uno al otro los había terminado convirtiendo en amigos; en buenos amigos. Pero en esa ocasión Clay, como solían llamarlo sus colegas, había sido el «agraciado» con esa misión tan peculiar.

Fulton se la había encomendado porque tenía conocimiento de que él era un atleta nato. A Clayton le gustaban todos los deportes y ella sabía que practicaba con asiduidad natación, tenis y, cuando el tiempo se lo permitía, ciclismo. Pero también sabía que las carreras de atletismo, fueran cuales fuesen las distancias a recorrer, eran sus favoritas. En las ocasiones en las que ninguno de los dos estaba ocupado con algún servicio, a ambos les gustaba ir a Common Park por las mañanas muy temprano y correr unos kilómetros. Y luego tomarse un café americano y un desayuno completo en la cafetería Thinking Cup.

Se puso de puntillas para tratar de atisbar a los participantes que se acercaban por Boylston Street. Entonces los vio y no pudo evitar que una sonrisa acudiera a su rostro.

—Ahí llegan —indicó con un gesto de barbilla antes de girarse un poco hacia Maggie. La mujer se aupó en las punteras de sus deportivas y asintió.

—Sí. Y la cara de Clay no promete nada bueno.

En efecto, convino ella en silencio. Burke, con expresión concentrada y mandíbula apretada, avanzaba tras el eufórico senador. Benjamin Campbell saludaba a derecha y a izquierda, regalando sonrisas como si fuera Santa Claus en el desfile del día de Navidad. Su compañero iba solo una zancada por detrás, una corta y medida zancada, y ella supuso que debía llevar toda la carrera esforzándose para permanecer junto a él. Siendo un hombre que sobrepasaba por mucho el metro ochenta, seguir el paso del político –que era unos veinte centímetros más bajo que él– debía de ser una tortura.

Al otro lado del político, separado por unos metros de Burke, corría Milton Hugh, a quien en la empresa llamaban Milt. Era un joven risueño, sociable y encantador, que hacía buenas migas con todos sus compañeros. Cuando Fulton le había pedido ser el segundo escolta, Milt no se negó; más aún, se mostró entusiasmado con la misión, muy al contrario que Burke, que había rezongado durante un buen rato, aunque ella sabía de buena tinta que jamás se negaría a hacer ningún servicio, por muy poco que le apeteciera.

Y allí estaban los dos, acercándose, custodiando la carrera de Benjamin Campbell como si fueran dos halcones al acecho. Ambos oteaban hacia un lado y hacia otro, atentos a cualquier eventualidad que pudiera ocurrir, salvo que sus expresiones eran bien distintas. Mientras Milt sonreía y mostraba su perfecta dentadura, Burke, con la mirada escondida tras unas gafas deportivas de cristal amarillo y la corta melena negra recogida en un pequeño rodete en la coronilla, era el estoicismo personificado. Se lo podía comparar sin problemas con una estatua de mármol.

Entonces, cuando faltaban unos veinte metros para que pasaran junto a ellas, el estridente ruido de una explosión originó el caos.

Instintivamente, gracias a la soltura que le conferían los muchos años de entrenamiento, se agazapó y llevó la mano hacia donde ocultaba la cartuchera de su pistola. No sabía si era procedente sacarla en ese momento. Si alguien la veía, podría desatar aún más el terror. Así que, con cautela, la sacó de su funda y la escondió en el interior de su chubasquero. «¡Joder, se suponía que solo estaba de refuerzo, por si Burke y Milt necesitaban una ayuda extra!». Nunca había ocurrid

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos