En tu mundo (Bilogía Entre dos mundos 1)

Nadia Noor

Fragmento

en_tu_mundo-3

Capítulo 1

Emir Dogan, uno de los hombres más influyentes de Turquía, se agachó y besó con afecto la mano de su madre, Hazan. Después, se la llevó a la frente, haciendo el gesto sagrado de respeto hacia los mayores de la casa, pidiéndole su bendición. Ella le sonrió complacida, agitando sus manos cargadas de multitud de joyas caras.

―¡Que Dios te bendiga, hijo! ―exclamó en tono afectado, enjugándose con gesto petulante unas cuantas lágrimas imaginarias. Él sonrió condescendiente, sabiendo que, en la mentalidad de su madre, las lágrimas, fingidas o no, eran obligadas ante una despedida.

Cuando el ego de su progenitora se dio por alimentado, Emir se giró hacia su hermana mayor, Mavi, y se despidió de ella con un abrazo cariñoso. Una vez cumplidas las despedidas, el empresario vistió su abrigo de corte impecable, color gris oscuro, y se enrolló alrededor del cuello una bufanda suave, conjuntada con su traje elegante hecho a medida. Salió de la casa con las dos mujeres pegadas a sus talones y, nada más acceder al patio, fue saludado por los agentes de seguridad que custodiaban la entrada principal de la casa. Emir les devolvió el saludo con cortesía, avanzando con seguridad hacía el exterior de la propiedad, donde lo esperaba su chófer, quien, al percatarse de su presencia, se apresuró a abrirle la puerta, deseoso de ser útil.

Antes de entrar en el coche, lanzó una última mirada a la casa y se topó en su campo visual con una mujer joven que se acercaba con paso ágil, sosteniendo en sus brazos un bebé de cerámica envuelto en una manta infantil. Le sonrió y, retrasando el momento de su partida, se dispuso a esperarla.

―Emir, te dejaste tu amuleto de la suerte ―se justificó ella desde la lejanía, como si el hecho de haberlo entretenido necesitara de una explicación.

Ante el gesto comprensivo de Emir, la joven se acercó y depositó en la palma de su mano un collar de plata provisto de un colgante redondo que llevaba incrustadas varias formas geométricas. Él lo aceptó de buena gana y, en señal de agradecimiento, le apretó con afecto la mano entre las suyas, lo que provocó que sus mejillas se encendieran de placer y un intenso brillo resplandeciera en su mirada almendrada.

―Gracias por preocuparte, Umay. ―Emir la contempló un segundo y los recuerdos del pasado compartido le provocaron añoranza. Y, también, tristeza.

Umay, la mujer que había sido su esposa durante cinco años, asintió complacida y en su rostro encendido floreció una amplia sonrisa. Una ráfaga de aire desordenó sus mechones largos y cobrizos, que ondearon alrededor de su cara y le ofrecieron un aspecto melancólico y triste. La joven sujetaba con mimo en sus brazos el bebé de cerámica como si fuese uno de verdad y, advirtiendo el vendaval, lo arropó entre las mantas con sumo cuidado. Emir ignoró el gesto cargado de ternura hacia el muñeco, pero no pudo reprimir un sentimiento de profunda lástima; Umay era todavía muy joven y bonita, no era posible que su vida acabase de ese modo. Necesitaba encontrar una solución para ella.

«Cuando regrese de Alemania, pensaré en algo. Solo tiene veintiocho años. Esta no es vida para ella y es del todo injusto que pague un precio tan alto por un problema que no es solo suyo».

Mientras intentaba dominar la preocupación, Emir cruzó un gesto inquieto con su madre, quién le guiñó un ojo, señal de que cuidaría de su exnuera en su ausencia. Aliviado, saludó con la mano a las tres mujeres y se montó en el asiento de atrás de un potente BMW color oscuro. Lanzó una última mirada a través del espejo retrovisor observando cómo su madre arrojaba detrás del coche una jarra de agua, hecho que significaba que alejaba los males y le despejaba el camino. Emir sabía que se trataba de costumbres antiguas sin ningún fundamento, pero estaba tan acostumbrado a ellas que no imaginaba salir de viaje sin disfrutar de ese ritual.

―Señor Dogan, ¿adónde vamos? ―lo preguntó el chófer, mientras se incorporaba a la carretera principal que trascurría en paralelo con el mar Bósforo. El paisaje, normalmente idílico, estaba empañado aquel día por unas nubes grises y las juguetonas olas del mar se golpeaban con fuerza contra la orilla desierta. Unas gaviotas que rondaban en círculos sobre la superficie lisa del agua interrumpían con sus chillidos el silencio de la mañana.

―Al aeropuerto ―contestó de inmediato―. En menos de dos horas, tomaré un vuelo para Hamburgo. A partir de ahora, cada lunes haremos el mismo recorrido, puesto que me han contratado para dar un curso de economía en una prestigiosa universidad. Pero antes pasaremos por la empresa, es preciso que deje algunas instrucciones a mi secretaria.

―¡Enhorabuena, señor! ―lo felicitó el chófer, visiblemente impresionado por la trayectoria profesional de su jefe, al que conocía desde que era un niño―. El señor Murat debe estar muy orgulloso.

El rostro de Emir se oscureció al escuchar el nombre de padre. El patriarca de los Dogan había sufrido cinco meses atrás un repentino ataque cerebral que lo había condenado a vivir en una silla de ruedas. Los intentos de los médicos fueron insuficientes ante los daños que sufrió su cerebro y, en consecuencia, el poderoso agá de Kays quedó totalmente incapacitado, hasta el punto de no poder comunicarse. Por suerte, conservaba algo de sensibilidad en los dedos de la mano derecha, por lo que le habilitaron en la silla de ruedas un botón con dos mandos básicos. Si alguien le formulaba una pregunta a la que él deseaba contestar con un «sí» apretaba el botón una vez; si, por el contrario, su respuesta era negativa, pulsaba dos veces. De esa manera, su familia conseguía comunicarse con él a través de preguntas sencillas.

Aminorando la marcha, el coche se alineó al tráfico denso de Estambul, y Emir aprovechó ese momento para verificar su documentación. Tras comprobar que llevaba el pasaporte y sus credenciales, rebuscó en su bolso y sacó la invitación del rector de la Universidad de Hamburgo, que lo requería para impartir un curso en el Postgrado Universitario de Economía Internacional y Desarrollo. Se sintió invadido por una buena dosis de orgullo, puesto que su vertiginoso ascenso en el mercado otomano había provocado su reconocimiento internacional. Todavía le costaba acostumbrarse a su fulminante éxito, que había llamado la atención en las universidades. En breve, licenciados en Economía y empresariales de toda Europa y Estados Unidos lo escucharían a «él» y desearían poner en práctica «sus consejos».

Hermoso. Inaudito. Bien merecido.

Ante esa gloriosa perspectiva, el empresario abrigó unos reconfortantes sentimientos de ilusión, plenitud y satisfacción, aun cuando una pequeña parte de sí mismo estaba empañada por dudas e intranquilidad. Emir se consideraba un hombre listo, al que se le daba bien cerrar tratos y obtener acuerdos ventajosos; su mente era veloz y rápida, y las bombillas de su cerebro permanecían casi siempre encendidas. Todas esas cualidades habían influido para que algunos de sus socios comerciales lo llamasen con el sobrenombre «el Lince». Decían que su mirada era capaz de ver más allá y podía ver a través de lo humano.

«Soy bueno en lo que hago, de eso no hay duda; si bien es cierto que nunca he dado clases ni he hablado en público de mis métodos. Además, no tengo necesidad ni tiempo de hace

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