Mi mejor error (Los Dybron 4)

Nadia Petru

Fragmento

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Capítulo 1

Pete

—Maldito desgraciado. ¿Cómo te atreves?

—Deja de gritar, Gloria. Me haces doler la cabeza.

—Mírate, Stephen, me das asco. Eres un maldito desastre. ¿Para qué has regresado?

—Para arruinarte la vida, cariño. Así como tú lo hiciste conmigo.

El niño dejó a un lado el GI Joe articulado y se sentó sobre la gruesa moqueta con la espalda apoyada contra el listón de madera de su cama. Se curvó hacia adelante y, abrazando las delgadas piernitas, las pegó contra su pecho. Estaba encerrado en su habitación y los gritos de sus padres le llegaban amortiguados, pero igual podía oírlos. Eso sucedía casi a diario o, por lo menos, cuando estaban en casa. Ellos discutían mucho, procuraban hacerlo lejos de los criados. Desgraciadamente, eran raras las ocasiones en las que lo conseguían.

Él se llamaba Peter Francis Hamilton, igual que su abuelo. A él lo llamaban Pete y al abuelo, Peter, para no confundirse. Ah, y además le habían agregado un número ordinal justo al lado de su nombre completo para que la gente supiera que había otro con su mismísimo nombre y apellido. Entonces, él era Peter Francis Hamilton II y su abuelo, el primero. Algo así era la cosa; Tete se lo había explicado montones de veces, pero aún no le quedaba bien claro. Su padre se llamaba Stephen, pero ahí sí que se le complicaba pues Pete no sabía en honor de quién se lo habían puesto.

El niño recogió del piso el GI Joe con el que jugaba y lo colocó en el canasto junto a otros diez muñequitos, todos iguales, pero de distinto color. La noche anterior, le habían regalado la colección completa de GI Joe y había tardado más tiempo en sacar todos los muñecos de las cajas en las que vinieron que lo que había jugado con ellos. Volvió a la canasta y eligió dos que tenían sus colores preferidos: el azul y el rojo. Rápidamente y sin preocuparse por el jaleo que había tras la puerta de la habitación de sus padres, salió de su cuarto. Pasó de largo la imponente escalera de madera caoba y fue hasta la que utilizaban el señor Hobbs, la señora Tania y todos los que los ayudaban a limpiar esa casa enorme, más parecida a un castillo inglés que a un hogar.

La escalera del servicio estaba en el extremo del pasillo. En cada uno de los pisos de la mansión había una puerta camuflada entre las molduras de madera de las paredes, que él tenía prohibido utilizar. Pete la abrió y bajó por los estrechos escalones. A pesar de la pobre iluminación, el niño bajó corriendo a toda velocidad tramo tras tramo. Cuando llegó al último, de un brinco saltó los tres últimos escalones y aterrizó con los pies juntos sin titubear. El pequeño hizo una pausa antes de continuar su marcha. Había llegado a terreno prohibido. Miró a ambos costados y sonrió. Estaba muy pagado mismo, convencido de que ni siquiera Indiana Jones podría haber hecho un salto como ese. Sopló los rizos color rubio que caían sobre su frente y corrió a través del largo pasillo que llevaba a la cocina, la despensa y los aposentos del servicio permanente de Sutton Corner. Pasó rápidamente la cocina sin ser visto. Por allí era el camino más corto para acceder a su lugar favorito de toda esa casa: el bosque trasero. Pete pasaba horas y horas trepándose a los árboles añejos y hamacándose de las ramas.

La semana entrante cumpliría seis años y ya sentía el orgullo de ser un nene grande. Cada día trepaba más y más alto. No le tenía miedo a nada y entre esos árboles podía ser quien se le viniera en gana. Había semanas que era un GI Joe; otras era un jeque en el medio del desierto, atrapado en una tormenta de arena o, su favorito, Indiana Jones en alguna expedición intrépida, que empezaba en su mente para luego materializarse imaginariamente en los fuertes que hacía entre las ramas de los abetos y robles Hamilton.

Se perdió en su mundo de fantásticas aventuras durante horas. Se escondió de Tete, como llamaba en secreto a su nana, la señora Taina, lo que obligó a la pobre mujer a buscarlo por la inmensa mansión. Le encantaba hacerle bromas. Ella era todo para el niño. Era la que lo cuidaba, la que lo obligaba a comerse todo el plato de verduras, la que lo bañaba cuando volvía a la casa todo sucio y con los pantalones rotos. También era la que lo abrazaba y pellizcaba con amor sus mejillas sin ningún motivo en particular.

—¡Peter Hamilton, sé que estás por aquí! —dijo en un grito susurrado Tete—. Sal de tu escondite inmediatamente, mi niño. Es la hora del baño.

Pete salió como un tornado de su escondite directo a los brazos de su nana. Llevaba la camisa arruinada por las manchas de barro y los pantalones de lanilla estaban rotos porque se le habían atascado en una rama cuando bajó a toda prisa. Tete no se alejó de él ni se horrorizó cuando lo vio correr a sus brazos; en cambio, dejó que el pequeño la abrazara y apoyara en su impoluto uniforme las manitas llenas de mugre. Pete la abrazó bien fuerte por las rodillas y ella se dobló por su robusta cintura y le respondió con más fuerza aún.

—Vamos, mi niño —dijo la señora Tania mientras lo alzaba del césped y lo acomodaba en su cadera derecha. Como siempre, antes de hacerlo se aseguró de que nadie la viera. Tenía prohibido alzar al niño ni siquiera cuando lloraba o se lastimaba. Las pautas eran claras. Estaba educando a quien se haría cargo del imperio de Hamilton & Co., no a un niño cualquiera—. Tengo el baño listo para ti, mi dulce estrella dorada.

Pete se sopló los rizos que le estorbaban en la frente y pasó sus bracitos regordetes, que conservaban la flacidez de la primera infancia, alrededor del cuello de la nana para tenerla más cerca. Miró por arriba del hombro de ella y se despidió de su amigo el bosque y de su mundo de fantasías. No quería bañarse, pero era mejor que le hiciera caso a Tete y que su madre no lo viera con toda su ropa manchada, si no, ella recibiría una buena reprimenda.

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Capítulo 2

Pete iba escaleras arriba hacia su habitación cuando el murmullo en una de las estancias de la planta baja llamó su atención. Se detuvo en un solo movimiento a mitad del rellano y prestó atención a las voces. Se oían muy bajo. Aun así, distinguió claramente la voz de su padre, que se alzó por encima de las demás. Iba a continuar camino a su cuarto cuando creyó oír la voz de su abuela e, inmediatamente, se giró sobre sus talones y emprendió la corrida escaleras abajo para ir a su encuentro. Reprimió las ganas que tenía de bajar deslizándose por el barandal porque la última vez que Teté lo pescó mientras lo hacía recibió una buena regañina. Así que no tuvo más remedio que optar por las dos piernas.

Las voces venían de la biblioteca. Cuando llegó a sus puertas, giró el picaporte con cuidado de no ser descubierto y asomó el rostro por el pequeño espacio. Casi por instinto, Pete no se animó a entrar, sino que se quedó quietecito escuchando furtivamente lo que hablaban los adultos. La tarde caía a través de los cristales y los rayos oblicuos del sol dibujaban sombras ala

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