Ni un paso atrás

Pilar Piñero

Fragmento

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Capítulo I

OLGA

Me llamo Olga, tengo 44 años y estoy casada desde hace 18. Conocí a mi marido, Mario, con 23 años y —todo y que no quería una relación en ese momento— me gustó desde el primer encuentro. Era un poco bruto, pero también divertido, detallista y generoso y, poco a poco, se fue colando en mi corazón.

Mario y yo tenemos una hija, María, de dieciséis primaveras. Es alegre, espontánea, cabezota, guerrera y sincera hasta pasarse: es mi vida.

Cuando nos casamos, compramos este piso. Está situado en el centro de la ciudad. Antiguamente, era una casona donde vivía un matrimonio con dos hijas. Las hijas la heredaron y, al hacerse mayores, la remodelaron y la transformaron en tres viviendas. En el bajo, se quedaron ellas y en la primera planta construyeron dos pisos. En uno vivimos nosotros y en el otro nuestros amigos Julia, Carlos y su hija de 15 años Judit. Ni que decir tiene, que María y Judit son inseparables.

En la planta superior del bloque tenemos una hermosa terraza que es toda de nuestro disfrute. Amaya y Emilia, las dueñas, nos la cedieron y la tenemos divina; la usamos muchísimo para cenas y reuniones con amigos durante todo el año.

Mi piso y el de Julia están uno enfrente del otro separados por un gran rellano. Nuestras hijas se han criado prácticamente juntas. Las puertas de nuestras casas están siempre abiertas y las crías van de una a otra constantemente.

Julia y yo nos conocimos cuando entramos a vivir aquí con un mes de diferencia, y desde el primer día congeniamos. Hoy en día, es mi mejor amiga. Es frecuente que cenemos juntos en la terraza y que nos vayamos de vacaciones a una casita de pueblo que ellos tienen en Àger y pasemos allí todos los veranos unos días las dos familias.

Trabajo desde hace dieciocho años en una tienda de mucho prestigio de venta y tasación de joyas. Tengo una diplomatura en Gemología y un máster en tasación de gemas y joyas. Es una carrera un poco rara, lo sé, pero siempre me han apasionado las piedras preciosas y las joyas antiguas, supongo que por el halo de misterio que yo misma les atribuyo, así que, cuando me tocó escoger carrera, no lo dudé. Además, la podía estudiar en mi ciudad, aquí en Valencia. Me apasiona mi trabajo; soy encargada desde hace diez años y estoy encantada, sobre todo porque, con los años, he podido ajustar un horario que compagina perfectamente con mi vida familiar.

Mario es delineante y trabaja con Carlos en una empresa constructora, y Julia es maestra de primaria; la pobre es la que se encarga de comer con las chicas y “vigilarlas” hasta que llego yo. Cuando eran pequeñas, era más complicado, pero ahora ya son mayores y todo es más llevadero.

Llego a casa a mediodía; tengo el trabajo a cinco minutos en coche. He dejado la comida hecha, así que la pongo a calentar y me siento a tomarme un café mientras espero. Adoro la cafeína. María ha ido hoy de excursión, así que estoy sola y tranquila en casa.

Me encanta mi piso, aunque a veces me agobio por no poder atenderlo porque se me hace muy grande: cuatro habitaciones, tres baños completos y dos terrazas, sin contar las cantidades indigentes de ropa que siempre hay sucia, por doblar o por planchar. Todas las estancias son exteriores, por lo que tiene mucha luz y el sol entra a raudales durante todo el día. Mario me ayuda en las tareas cotidianas, aunque la mayoría de las veces me agobia tanto lo perfeccionista que es y sus constantes «eso no lo haces bien», que acaba haciendo él las cosas a su manera y yo dándome por vencida: ¡don perfecto!

Últimamente estoy un poco depre; me encuentro sola, un poco abandonada. No tengo ganas de nada y el día a día se me hace cuesta arriba. Algo no está bien dentro de mí. No es nada en concreto; es más bien un cúmulo de cosas. Intento descubrir cuando empecé a sentirme así. No lo recuerdo exactamente, pero hace mucho, algo más de un año.

Echo la vista atrás y pienso en Mario, en mí y en nuestra relación llena de altibajos.

Cuando nos casamos, disfrutamos unos años de nuestro matrimonio antes de tener a María. La verdad es que lo pasamos francamente bien intentando concebirla, el sexo era genial, apasionado y frecuente. Evidentemente, cuando María nació, nada fue igual y creo que ahí empezaron nuestros problemas. Después de parir, Mario estuvo seis meses sin ponerme ni un dedo encima. Es cierto que lo rechacé en un par de ocasiones, ¡no creía que fuera tan grave! Pero para él parece que sí lo fue, pues me dijo, de bastantes malos modos, que no volvería a tocarme hasta que yo lo buscara. Eso me dejó fría, y esa frialdad me duró seis meses.

Cuando me incorporé al trabajo después de la baja de maternidad, mi matrimonio empeoró aún más. El nacimiento de María y los años que llevábamos ya casados, hicieron que la pasión mermara considerablemente por parte de los dos y fue in crescendo con el paso de los años.

Discutimos mucho: si yo digo blanco, él dice negro, en todo, en la educación de nuestra hija, en cómo colocar los platos en el lavavajillas o en dónde hacer la compra. Cualquier cosa es objeto de discusión. Se ha vuelto quisquilloso, agarrado, malhumorado, gritón y bastante insensible, y estoy harta.

Por suerte en la joyería estoy tranquila; trabajo rodeada de gente joven y me encanta. La dueña, Pilar, y yo somos las más mayores, pero mis compañeros me tratan como si tuviera la misma edad que ellos y eso rejuvenece. A ratos estoy de cara al público, pero mayormente trabajo en el taller o en el laboratorio tasando y reparando joyas, que es lo que me gusta. ¡Tengo hasta un despacho! Mi puesto me estimula y me mantiene siempre alerta. La verdad es que últimamente me siento mejor en el trabajo que en casa. Mi cuñada, Manuela, también trabaja conmigo en la sección de ventas.

Joder, se me ha ido el santo al cielo y la comida está casi churrascada. Pongo la mesa y me siento a comer. Cuando he acabado, oigo que se abre la puerta de la calle, qué raro…

—¡Olga, soy yo! —Mario.

—¿Pasa algo, estás bien? —Nunca viene a comer…

—Sí… solo que tengo mucho dolor de espalda y, como no había mucha faena, he decidido venirme.

—¿Has ido al médico? —Seguro que no…

—No, ahora me pondré Voltarén y la esterilla.

—Tú mismo. ¿Quieres comer algo? —Es inútil discutir, él todo lo hace bien…

—No.

—Vale.

Diálogo de besugos, como últimamente. Tengo que hablar con él; esto no puede seguir así. Voy hacia el comedor y lo veo acomodándose en el sofá con la tele puesta, para no variar.

—Mario, tenemos que hablar… —Tengo que plantearme cambiar de frase.

—¿Qué pasa? —Me dice más seco que un bacalao.

—Pues es que… no sé cómo te sientes tú, pero yo no estoy bien; algo entre nosotros no está bien. —Esta frase también tengo que cambiarla…

—¿Qué pasa? —La misma pregunta de siempre.

—Te lo acabo de decir, joder… —Me saca de quicio.

—Bueno, tranquila, ¿vale? Tú eres la que dice que no está bien, pues habla.

—Ves… a eso me refiero: no se puede hablar contigo. Te digo que no estoy bien y tú ni caso.

—Joder, Olga, si no estás bien y me lo quieres contar, me lo cuentas y ya está.

—No se trata de eso, no estoy bien y creo q

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