Sin derecho a roce

Ana Álvarez

Fragmento

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Capítulo 1

Irene Beltrán salió del cementerio con el alma rota. Sus padres habían fallecido dos días atrás en el incendio de la que había sido su casa, en Soria, de forma inesperada. Cuando la llamaron para comunicárselo a la residencia para estudiantes donde vivía en Salamanca, había entrado en shock y todavía no había salido del él. Cogió el primer autobús, con apenas una muda de ropa en la maleta, sin poder asimilar que no volvería a ver a sus progenitores, a los que adoraba. En la estación se dejó guiar por su amiga de la infancia, Ruth, que había ido a buscarla. También ella estaba destrozada, de niñas habían sido inseparables, hasta el punto de que pasaban las tardes juntas en alguna de las casas, y las dos querían mucho a los padres de la otra.

Ambas chicas se fundieron en un sentido abrazo en el andén de la estación y se dejaron llevar por el dolor compartido. Después, se dirigieron a casa de Ruth, donde Irene se alojaría durante su estancia en Soria.

El entierro fue emotivo, aunque lo vivió como si lo viera de lejos, como si no tuviera nada que ver con ella. El dolor era tan intenso que se sentía anestesiada y actuó como se esperaba, de forma mecánica. Por fortuna, tenía a su lado a Ruth y a la familia de esta, la única que podía llamar así, aunque no fuera de sangre, puesto que sus padres eran hijos únicos los dos y ni siquiera tenían contacto con algún pariente lejano. En el camposanto solo había amigos y compañeros de trabajo de ambos fallecidos.

Agotada, física y emocionalmente, se dejó conducir y mimar tras el duro momento vivido, hasta la habitación que compartía con Ruth. Allí, después de ingerir un poco de caldo caliente que calmara el frío que el helado día de finales de noviembre había dejado en su cuerpo aterido, se acostó. Al contrario de lo que pensaba, las emociones vividas la hicieron caer en un sueño profundo, pocos minutos después de tenderse en la cama. También ayudó el generoso chorro de coñac que la madre de Ruth había añadido al tazón.

Los días posteriores al sepelio, Irene permaneció en casa de su amiga, para solucionar los asuntos relacionados con el seguro de la vivienda y temas bancarios, antes de reincorporarse a las clases de Bellas Artes que cursaba en la Universidad de Salamanca.

A medida que iba desentrañando la complicada situación que sus padres habían dejado, el asombro y la incredulidad se adueñaron de ella. Su padre llevaba sin empleo casi un año, el seguro de la casa incendiada no se había renovado por falta de liquidez, y la matrícula y los primeros meses de alojamiento se habían pagado con un crédito bancario obtenido con la casa como garantía. Siempre protectores con su única hija, Esteban y Antonia la habían mantenido al margen de los problemas económicos que sufrían desde hacía meses, sobreviviendo a base de una precaria prestación por desempleo. Sin embargo, seguían asumiendo religiosamente las facturas de los estudios de Irene a costa de no imaginaba qué sacrificios.

La ilusión de la chica, desde niña, era convertirse en pintora, y había contado con todo el apoyo de sus padres. Academias de dibujo y clases particulares para preparar la prueba de acceso a la Universidad, habían formado parte de su infancia, hasta conseguir su sueño. Sueño que se había roto de repente, porque si de algo estaba convencida era de que debería dejar los estudios en mitad de la carrera. Se había visto obligada a renunciar a la única herencia que sus padres estaban en condiciones de dejarle, una casa quemada y que no podría restaurar, para no heredar también el crédito pendiente.

Tenía que mantenerse a sí misma y, por desgracia, estaba poco preparada para ello. Saber sacar el alma de un modelo en un retrato o llenar de vida un paisaje a golpe de pincel no estaba bien pagado, ni siquiera pagado, para quien no tenía un nombre reconocido. Debería cambiar los útiles de pintura por algo que le diera de comer.

Los padres de Ruth le habían ofrecido su casa, y no tenía más remedio que aceptarla mientras encontraba trabajo, pero, desde luego, no era una solución a largo plazo.

Lo precario de su situación económica le mitigaba un poco el dolor de la pérdida sufrida; el esfuerzo por encontrar trabajo y el sinfín de cosas a organizar la mantenían ocupada y distraída la mayor parte del tiempo.

Con gran tristeza, se desplazó a Salamanca para cancelar su plaza en la cara residencia para estudiantes donde vivía y regresó a Soria. Una maleta de ropa, y otra llena de útiles de dibujo, constituían sus únicas posesiones materiales.

Ahogada por la pena y la desolación, se dedicó a llenar de currículums todas las páginas de búsqueda de trabajo online, y a recorrer Soria repartiendo otros en mano en comercios y bares. Aceptaba cualquier cosa con tal de aportar algo a la familia que la alojaba, pero le estaba resultando difícil, porque hasta para los empleos más simples y mal pagados le pedían titulación o experiencia. Y ella no tenía ninguna de las dos cosas.

Exhausta y abatida llegó una tarde más a casa de Ruth, dispuesta a darse una ducha y dejarse animar por su amiga.

—¿Cómo ha ido el día? —preguntó esta cuando se reunieron, como era habitual desde que eran niñas, en la habitación que compartían para tener un poco de intimidad. El hogar de los Vargas no era grande, constaba de dos dormitorios y un salón pequeño, por lo que resultaba imposible mantener una conversación privada en las zonas comunes.

Ambas chicas se hallaban sentadas en el sofá que se convertía en la cama de Ruth, debajo del cual salía otra para Irene. Cuando le cambiaron la habitación infantil, escogieron este sistema para que ambas amigas pudieran dormir con comodidad, dada la frecuencia con que pasaban la noche juntas. También en la desaparecida casa de Irene, su habitación había tenido dos camas.

—Igual que ayer, y anteayer… —replicó con desánimo a la pregunta—. No necesitan a nadie, o requieren experiencia, o titulación. Hasta para servir copas. Estoy desesperada, Ruth. No puedo seguir aquí, viviendo de vuestra caridad.

La chica le dio un azote en el brazo.

—¡No hables de caridad! Eres mi hermana del alma, y sabes que esta es tu casa el tiempo que haga falta.

—No puedo abusar de vosotros.

—No abusas; cocinas, ayudas en la casa. Eres una más de la familia, Irene.

—Pero no os sobra el dinero.

Irene sabía que los padres de su amiga ganaban poco y pagaban una hipoteca por la casa que habitaban. Y esta, habiendo terminado los estudios de hostelería, realizaba su periodo de prácticas en un hotel pequeño sin percibir remuneración alguna.

—Para echar un puñado más de arroz en el puchero, hay.

—Me estoy empezando a agobiar, Ruth. No veo salida para mí.

—Ten paciencia.

—Intento tenerla, pero pasan los días y no veo solución. No puedo quedarme eternamente aquí con vosotros.

Ruth comprendía a su amiga. Irene era muy independiente, y si hasta el momento había vivido a costa de sus padres, sabía que era con el único objetivo de cumplir su sueño y licenciarse en Bellas Artes. Sueño que se había esfumado, al menos durante un tiempo.

—Voy a tener que buscar otra cosa.

—¿Como qué?

—Cuidar ancianos, limpiar casas… yo que sé. Menos vender mi c

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