Aunque sueñe con tu nombre

Natalia Sánchez Diana

Fragmento

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1. Chamomile Anthemis ~ Energía en adversidad

Lincolnshire, 1878

«Coged las rosas mientras podáis;

veloz el tiempo vuela.

La misma flor que hoy admiráis,

mañana estará muerta».

En cuanto abrió los ojos, a su mente acudieron esos versos de Robert Herrick. No se lo comentó a Jane, la doncella que la ayudó a vestirse. Como todos los días, madrugó para salir de la mansión. En la antecocina, se cruzó con Sarah y Elizabeth, las muchachas más jóvenes del servicio, que a esas horas ya lavaban la ropa de los habitantes de la abadía. Sobre una mesa, varias tinas con agua contenían ropa en remojo. Era el día de colada. Otro más. Porque los días continuaban sucediéndose, ajenos a inquietudes y a miedos.

—Buenos días, milady —dijeron al unísono.

—Buenos días.

Atravesó un pasillo y salió al jardín trasero. Fanny y Julie, las doncellas que más tiempo llevaban con la familia, tendían para que el cálido sol matutino, que ya despuntaba con sus primeros rayos, secara las prendas. En las cuerdas se alternaban sábanas blancas de lino y vestidos de luto, que todos lucían desde hacía nueve meses, cuando habían encontrado muerto en su sillón favorito a su padre, lord James Edward, octavo marqués de Ayrton, tras regresar de un baile en la mansión de los Carrington, en plena temporada londinense.

Desde aquella fatídica noche, sus vidas se habían detenido.

Aguardaban la respuesta a una carta.

La había redactado ella, y no se debía a que su caligrafía fuera hermosa y elegante, sino a que su madre se había sumido en un estado de convalecencia en el que languidecía cada día un poco más desde la muerte de su esposo.

Florence había tenido que ocuparse de todo desde el primer momento. Había ordenado que se cubrieran los espejos, que se cerraran las cortinas y que se detuvieran los relojes a la hora de la muerte de su padre. Había supervisado las prendas negras que todos, incluido el servicio, llevarían los siguientes meses y se había encargado de que, para el cortejo fúnebre, adornado exclusivamente por plumas de avestruz, dispusieran de dos caballos negros.

A sus diecinueve años, había tenido que madurar demasiado deprisa debido a las circunstancias.

Entró al invernadero. A través de las cristaleras, la luz del sol se derramaba sobre las flores.

«La gloriosa lámpara celeste, el sol,

cuanto más alto ascienda

antes llegará a su camino

y más cerca estará del ocaso».

El aroma de las rosas invadió su nariz. A medida que avanzaba, percibió la sutil diferencia de olores: la dulzura de la camomila, la intensidad del azahar, la elegancia discreta de las camelias.

Se detuvo junto a una estatua de mármol que presidía la entrada y cerró los ojos. Aspiró profundamente, deleitándose con la mezcla de aromas a la que se había acostumbrado desde que su hermano había mandado construir aquel lugar. Con el paso de los años, había ido añadiendo flores y plantas de todo tipo, desde las típicas rosas que ya crecían en su jardín hasta ejemplares únicos que había traído de sus viajes, o de las semillas que había enviado en cartas y que luego habían resultado flores tan hermosas como las peonías o la fucsia escarlata.

Su hermano, que era el favorito de sus progenitores, siempre había disfrutado de los beneficios de ser el heredero. Había ido a Eton y luego había expresado su deseo de viajar y recorrer el mundo. Sus padres habían aceptado y, como consecuencia de ello, había recorrido el continente y luego había ido a Turquía, a Calcuta y más allá.

Lo último que ella sabía, por una de las misivas que había recibido de su hermano, era que estaba en el puerto de Cantón, de camino a Japón.

Le había facilitado una dirección, a la que había enviado una carta con pocas palabras que encerraban un mundo:

Padre ha muerto. Eres el nuevo Marqués. Regresa a casa.

Tomó asiento en un banco de mármol y elevó la cara hasta el techo de cristal. Los rayos de sol hirieron sus ojos y los cerró de nuevo.

Regresa a casa, hermano. Regresa...

Su plegaria silenciosa trató de contener las ideas que poblaban su mente. ¿Y si en alguna de aquellas aventuras su hermano también había muerto? ¿Qué sería de ella y de su madre? El siguiente en la línea de sucesión era un primo lejano, que las enviaría a saber dónde si heredaba todo. En un mundo regido por los hombres, ¿qué sería de ellas? ¿Tendría que aceptar alguna de las ofertas de matrimonio que había recibido los últimos meses para salvar a sus seres queridos y su patrimonio?

A veces, odiaba a su hermano. Lo que siempre había sido admiración había ido enquistándose en su interior y se había ido agriando, envenenando sus pensamientos.

Su egoísmo las había vuelto vulnerables, y a ella, que había debutado felizmente en la temporada con múltiples invitaciones de Almack´s y que había sido objeto de la devoción de la sociedad a la que pertenecía, por ser hija de un marqués cuya línea sucesoria se remontaba a varias generaciones de trayectoria intachable, le había arrebatado la ilusión y otras tantas cosas que no se atrevía a verbalizar, porque no era lo que se esperaba de una dama.

«Los primeros años son los mejores,

cuando la juventud y la sangre están más calientes;

pero consumidas, la peor, y peores tiempos

siempre suceden a los anteriores.

Así que no seáis tímidas, aprovechad el tiempo

y mientras podáis, casaos:

pues una vez que hayáis pasado la flor de la vida

puede que esperéis para siempre».

La idea de casarse, para la que la habían formado e instruido, ahora le horrorizaba, igual que ese poema que no lograba olvidar. Era consciente de que, cada semana que su hermano no respondía a su carta, la empujaba a aceptar un matrimonio con urgencia entre las ofertas que había recibido. Había esperado más. Pero ese «más» se había detenido a la hora en que su padre había muerto. La temporada había acabado para ella y las proposiciones habían cesado. Los bailes, los paseos a caballo en Hyde Park donde podía lucirse para llamar la atención de los aristócratas... Todo se había esfumado, como si nunca hubiera sido más que humo.

Había comprendido con tristeza que todo lo que ella había esperado no habían sido más que sueños que su madre había ido perfilando en su cabeza sobre la vida que le esperaba. Ella había creído merecer la vida que le prometían. Más aún, había exigido que se la dieran, porque era hija de un marqués con título y una reputación intachable.

Había comprendido que esa vida soñada nunca le había pertenecido realmente. Y lo peor de todo era que su vida, la real, tampoco le pertenecía, ya que estaba en manos de otros. Que la libertad que había creído poseer no era más que un sueño efímero.

—Milady...

Miró hacia el origen de la voz. Charles, el mayordomo jefe, había accedido al invernadero, con la pose regia y elegante que siempre le acompañaba.

—¿Qué sucede?

—Ha llegado esto para usted.

Impulsada por un resorte invisible, se levantó al mismo tiempo que su mayordomo mostraba lo que llevaba en la mano, que temblaba visiblemente.

Era una carta.

El

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