Algunas promesas son para siempre

Fragmento

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Érase una vez...

Baltimore, Maryland.

25 junio, 1895.

Dos pequeñas almas que se regodeaban en el paraíso. Dos mitades de una misma esencia que compartían el gozo y la alegría de estar juntas. Maravilladas por las sensaciones humanas, se sentían ávidas de expandir su percepción, de acariciarla. Sin embargo, sabían que, al deslizarse por el gran tobogán, tendrían que separarse. Cada una entraría en un cuerpo diferente.

—¿Te imaginas la de experiencias que nos depara? —dijo una de ellas.

La otra almita se entristeció tanto que su destello luminoso pareció extinguirse.

—¿Qué sucede? —le preguntó afligida la primera.

—Si nos arrojamos, estaremos perdidas. Nunca más volveré a encontrarte.

—Eso no sucederá. Te lo prometo. Tú vivirás tus propias experiencias, y yo, las mías. Nos reuniremos y seremos doblemente felices.

—¿Lo prometes?

—¡Claro!

—¿P... pero cómo nos encontraremos?

—Muy sencillo. Sentiremos la necesidad contenida a través de todos los tiempos de fundirnos, desnudas las dos, sin edades, formas, sexo o definiciones.

—¿Y si...? —insistió recelosa la segunda.

—Anda, será divertido. Te doy mi palabra de que te buscaré hasta encontrarte. No importa cuánto tarde, lo haré.

—Cuando me encuentres... no lo olvides.

—Nunca...

La puerta de la habitación se abrió, lo cual acalló gradualmente la voz interior hasta convertirla en una huella silbante, un vivo recuerdo al que en un principio Federico O’Brien había considerado como ficticio, una tonta historia que su madre le recitaba para que conciliara el sueño. En ese momento, sin embargo, sabía que no podía haber estado más equivocado.

—¿Soñando, amigo mío? —dijo un hombre alto y fuerte vestido de frac, cuya profunda voz pareció resonar en toda la habitación.

Federico se giró. Los rayos del sol que se colaban por la ventana iluminaban sus ojos negros, creando un efecto exultante. Lucía impresionante vestido de frac. Daba la impresión de que tanto el traje como las líneas bruscas y varoniles de su cuerpo tenían el mismo aire sobrio y elegante.

—No hay nada más que soñar, Stefan. Dentro de poco, Carolina será una realidad en mi vida como yo lo seré en la suya.

La sonrisa de Stefan se hizo más amplia.

—Bien, entonces, vayamos, pues.

La Basílica de la Asunción, situada al norte de la ciudad, se alzaba como un monumental edificio neoclásico. Las columnas jónicas y el pórtico clásico estilo Partenón adornaban la fachada con el estilo tradicional europeo de una catedral católica —la primera en un país mayormente protestante—. En el interior se percibía un suave murmullo tan cálido como el perfume de las gardenias que se propagaba en el aire. Algunos de los invitados contemplaban, maravillados, el efecto centralizador que creaba la cúpula en el crucero de la cruz latina, contrastando así con la primera impresión de ser un edificio lineal o alargado.

Impaciente, Federico O´Brien esperaba a Carolina frente al altar. De repente, alguien de la última fila debió percatarse de la llegada de la carroza, pues el resto de los ahí presentes se levantó al unísono. El fuerte retumbar de zapatos en el suelo y de roces de vestidos fueron como una especie de canto a la usanza. Alguien más debió carraspear, dando así, salida a la marcha nupcial de Wagner.

Carolina Hunttington avanzó del brazo de su padre, con los pies bien clavados al suelo y una amplia sonrisa que parecía beberse la luz del recinto. Se veía soberbia con el vestido color marfil ribeteado en oro desde el corpiño hasta la voluminosa sobrefalda. Las mangas llegaban hasta el codo ampliándose en caída. Sus ojos, castaño oscuro, resaltaban con el ramo de flores de colores que llevaba en la mano. Su pelo, castaño y largo, le caía a los hombros.

Para Federico, los acordes de fondo no eran más que las huellas de dos almas a punto de convertirse en una sola. Por eso, cuando tomó la mano de Carolina, envolvió sus dedos con una calidez innata. El magnetismo de sus miradas se atrajo creando una ilusión irresistible y fascinante.

—Estás preciosa —le susurró antes de apostarse frente al altar.

Ella lo acarició con la mirada. Después, se volvió hacia al altar. El sacerdote abrió sus gruesos labios y dio comienzo a la ceremonia.

—Estamos aquí reunidos para unir a Federico O’Brien y a Carolina Hunttington en santo matrimonio...

Al llegar a la segunda lectura, Carolina y Federico se miraron entre sí.

El amor nunca pasará. Pasarán las profecías, callarán las lenguas y se perderá el conocimiento. Porque el conocimiento, igual que las profecías, no son cosas acabadas. Y cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá. (1 Cor. 8, 11).

Inmediatamente después, vinieron los votos.

—Yo, Federico O’Brien, prometo serte fiel en las alegrías y en las tristezas. En la salud y la enfermedad. En la pobreza y en la riqueza. Hasta que la muerte nos separe.

Carolina hizo lo propio.

Stefan se acercó con las alianzas. Federico se la colocó a ella, y ella, a él. Después, el sacerdote anunció a los presentes.

—Con la potestad que me ha conferido la Santa Iglesia, los declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.

Federico y Carolina se miraron con el profundo silencio de aquella tarde dorada. Él le acercó los labios con reverencia y la besó. Fue un contacto íntimo y apasionado como si hubieran estado esperando una eternidad para estar juntos.

Momentos después, atravesaron las puertas de la iglesia. Esta vez, como marido y mujer. Recibieron una lluvia de aplausos y arroz. Sobrevinieron los abrazos y los buenos deseos.

Entre apologéticas sonrisas, Federico la tomó de la mano y la condujo hasta la carroza.

—¿Eres feliz? —preguntó ella en voz baja.

—Mucho —le acunó el rostro en la palma de su mano. Carolina cerró los ojos—. Te busqué...

—Y me encontraste —le contestó ella, abriendo los ojos, aferrándose a su mirada.

—Fue el rosado suspiro de tú ausencia el que me llevó a ti. —Le acercó los labios y le ofreció el beso de la alegría hasta el fondo del corazón.

A la sazón, se hizo visible la regia propiedad estilo victoriano de Stefan. Carolina contemplaba los amplios porches que rodeaban la casa cuando la carroza se detuvo. Federico bajó primero y enseguida lo hizo ella. Aplausos unánimes y vítores los acompañaron hasta el jardín posterior, donde tendría lugar la recepción. En compañía de sus padrinos, Stefan y Henrietta, se situaron en la mesa de honor. Al cabo, la servidumbre se movilizó y los platillos comenzaron a desfilar.

Así las cosas: entre el suntuoso festín y el vino que corría a raudales, los invitados parecían estar pasándola fenomenal. Federico y Carolina, en cambio, disfrutaban de una intimidad secreta que había dado inicio cuando ella le había agarrado la mano que descansaba sobre su muslo mientras conversaba con Stefan. En respuesta, él le acarició el dorso de la mano con el pulgar, que en ese momento comenzaba a trazar círculos.

En una de esas, los arrastraron a la pista de baile para ejecutar un vals, que más bien pareció una danza de cortejo por la gran habilidad con que él la llevaba. Carolina sabía qué paso dar en cada ocasión, cuándo girar y cuándo, simplemente, esperar y permanecer inmóvil. De hecho, la profusión con que aquellos brazos fuertes la acunaban era todo con lo que ella había soñado siempre. Así lo confirmaba la expresión lírica e indescriptible que cruzaba su rostro. Tan es así que no se percató de que el compás de tres por cuatro llegaba a su fin. Fue la voz de Federico la que la sacó de su trance.

—¿Nos vamos? —susurró, tomándola suavemente por la barbilla.

La impaciencia de un corazón que busca su playa se advirtió en el parpadeo de aquellos dos fúlgidos succinos. Por eso, reconociendo ese anhelo, Federico la tomó de la mano y se despidieron de la gente que encontraron a su paso. Entre gritos, risas y consejos, los acompañaron hasta la carroza.

Por fin estaban solos. Federico experimentó una oleada de emociones como no creía posible en la experiencia humana. Como aquella inadvertida tarde de hacía meses, percibió el olor del viento que acudía lejos y se propagaba como un perfume.

Carolina caminaba en un jardín adornado con rosas de todos colores. Estaban en esplendor primaveral. Olía a hierba recién cortada. El cabello le caía a los hombros. Su silueta brillaba con el resplandor del sol. Era como una aparición celestial envuelta en un vestido de satén azul que ondulaba al paso virginal. Él, que se acercaba por detrás, se paralizó al verla. Ella notó una oleada de calor en su rostro y supo que alguien la estaba observando. Se giró lentamente. La esperanza tras esa mirada, tras cada parpadeo de sus ojos vacilantes, inundó a Federico. Una ráfaga de calor le recorrió la columna vertebral. Al principio creyó que se trataba de un sueño, pero los colores, las texturas y los olores de las flores eran demasiado reales.

—Hola —musitó ella. Su voz era suave y aguda como la de una soprano. Su sonrisa demasiado angelical.

—Me llamo Carolina —insistió ella, notando su bloqueo.

—Federico —se oyó decir. En su interior, se repetía que solo era un sueño del que no tardaría en despertar.

—¿Te gustan las rosas?

—S... sí.

Carolina le sonrió y envolvió sus dedos con los de él, como dos amantes que se acaban de reencontrar. El poder de aquel contacto provocó una inminente descarga eléctrica. El lirismo personal se desvaneció en provecho de dos almas que acaban de reconocerse. Sus miradas languidecieron con el canto de sus corazones, incluso dio la impresión de que el tiempo se cerraba a su alrededor, y la vida parecía un bosque sin caminos en una tarde inmóvil. Fue Carolina la que se atrevió a romper el silencio.

—Sígueme, te mostraré el jardín.

El movimiento de la carroza lo sobresaltó, pero de nueva cuenta, fue la voz de Carolina la que lo trajo de vuelta al presente.

—¿Qué piensas, cariño?

Se giró para mirarla a plenitud. Tomó su mano y se la llevó a los labios.

—En ti. Hoy y siempre, solo en ti.

Carolina alargó la mano que tenía libre para acariciarle el impoluto rostro.

—Gracias por esa mitad que hay en mí y que te pertenece a ti. Te amo, vida mía.

Federico adelantó los labios y la besó. Fue un beso apasionado, lleno de grave ardor. En eso, la carroza completó su trayecto. Con un mudo silencio, Federico bajó y le ofreció la mano. Cuando Carolina asomó la cabeza, sus ojos siguieron la casa estilo victoriano de cuatro plantas, los tejados de techo casi plano, los anchos y salientes aleros, las balaustradas llamativas, y hasta, por fin, el portal con arcos. Pero no tuvo tiempo de más porque Federico la tomó de la mano y caminaron hacia el porche, donde, sin previo aviso, la levantó en brazos.

—Bienvenida, señora O’Brien —dijo él al cruzar la pesada puerta de roble.

Una mirada superficial al amplio vestíbulo le bastó a Carolina para distinguir la combinación magistral de espacios fluidos y luminosos armoniosamente combinados para provocar en el visitante una sensación de esplendor y belleza que llenaba los sentidos allá donde se dirigiera la mirada. Así pues, la condujo por las maravillosas escaleras abiertas de madera. El conjunto le produjo a Carolina la sensación de que todo allí era Federico, sobrio y sin estridencias que pudieran saturar los sentidos. Una vez en la habitación, la dejó en el suelo.

Carolina no daba crédito a sus ojos. La habitación en sí era gigantesca. De amplias dimensiones y aire regio. En la parte central del dormitorio había una cama matrimonial con dosel. Los cojines y la colcha habían sido confeccionados con exquisita seda. A ambos lados del cabezal tallado en madera, dos mesillas de noche. Cada una con una lámpara. Hacia el frente, relucía una chimenea con embocadura de mármol. Al pie de la cama, un enorme arcón de madera. A un lado a la izquierda, el ventanal con carpinterías pintadas de un blanco corto. Junto, una mesa de escritura con una butaca Luis XVI. El espejo de mercurio de cuerpo entero hacia el lado derecho de la chimenea. A sus pies, el suelo de tarima de pino melis.

—¿Te gusta? —preguntó él.

—¡Es... perfecta! —exclamó ella con la emoción a flor de piel. Sonriendo amplia y francamente, se giró y tuvo la impresión de que los ojos negros de Federico la desnudaban, porque avanzó unos pasos hacia ella y la estrechó entre sus brazos. Luego, adelantó sus labios para cerrarlos en un beso largo y apasionado al tiempo que su cuerpo tembloroso se estrechaba gradualmente al de ella. No había nada de la feroz energía del deseo desenfrenado en aquella pasión. Solo el placer de amarse y ser amados. Sus caricias se volvieron más activas, más osadas, mientras sus fervientes alientos exhalaban suspiros. Apartándose apenas un instante de los labios rojos de Carolina, Federico tomó posesión del bello pecho, tembloroso de inefable deseo, desnudo y palpitante bajo sus suaves presiones. De los labios abiertos de ella surgieron suspiros de complacencia mientras la mano caliente de él, activa y audaz, despertaba sensaciones novedosas y exquisitamente sensibles con su roce. Ninguno de los dos habló. Su amor era demasiado profundo para expresarlo con palabras, hasta que Federico consideró necesario aliviar la tensión de emociones entre ambos. De lo contrario, sentía que sus corazones estallarían. Rompió el íntimo abrazo y, con secreta admiración, se fueron quitando las vestiduras de su ropa, aunque con diversos interludios para besarse y tocarse. La chimenea encendida desprendía una reconfortante tibieza, pero ninguno de los dos tenía ojos para nada salvo para las radiantes formas esplendorosas de sus cuerpos desnudos. Con brazos ansiosos, Federico alzó a Carolina y la lanzó al centro de la cama mullida. Enlazados en un firme abrazo, el brillo de la expectativa del placer recorría sus cuerpos. Con palabras de amor y afecto, intercambiaron besos cálidos de dulce embeleso. Federico empujó suavemente las caderas hacia el centro de placer de Carolina. Ella abrió las piernas para recibirlo y se movieron juntos en el fogoso éxtasis.

—Ni siquiera la muerte podrá separarnos. Te pertenezco. Me perteneces —susurró él entre sus labios.

Carolina totalmente enloquecida y embriagada por las emociones lascivas que él le provocaba. Cerró los ojos y le respondió con voz entrecortada.

—Soy tuya.

Federico se hundió más profundamente a cada embestida ferviente deleitándose en un goce doloroso y placentero. En una trémula cadencia de amor y felicidad, haciendo partícipes a la habitación entera y lo que les rodeaba.

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Capítulo 1

Es tan arriesgado creerlo todo como no creer nada.

Denis Diderot

Manhattan, 15 de mayo, 2014

El cuerpo de Elizabeth Pedrell se expuso en la catedral de St. Patrick a las cinco de la tarde. Llevaba puesto un vestido imperial de batista color rosa y unos zapatos de tacón kitten heels de cinco centímetros. Recordando que Elizabeth solía estar siempre al último grito de la moda; su esposo, Sebastian Pedrell, se hizo cargo de elegir la indumentaria, situación que para un hombre que apostaba por los atuendos cómodos y nada glamorosos, se le antojaba como fría e insulsa. «Las reglas que dicta la moda... me valen sorbete... Me siento cómodo y punto, Eli», le decía en sus frecuentes alegatos.

Por la cara que puso la empleada de la funeraria cuando le entregó la ropa, supuso que su elección no había sido la adecuada. El gesto de Sebastian decía más que mil palabras... No tenía tiempo para ese tipo de frivolidades. Todo había sido tan inesperado y sorpresivo que había tomado lo primero que había encontrado en el armario. Se esforzaba por mantener la calma, pero la situación era demasiado anómala para asimilarla de una forma racional. Veinticuatro horas antes, había estado a punto de abordar un avión con dirección al aeropuerto de Logan para reunirse con Elizabeth. En ese momento, sin embargo, se encontraba en la misa de cuerpo presente de ella, de la mujer que había jurado amar y respetar hasta que la muerte los separara. «¿Por qué? ¿Algunas promesas son para siempre?», se preguntó, mientras el dolor que pesaba sobre sus huesos lo hacía estremecerse.

Sebastian volvió de nuevo a contemplar el ataúd barnizado de roble tallado y con adornos dorados a los lados, que descansaba sobre dos bloques de mármol. Al mirarlo, le pareció sentir una vez más los movimientos de Elizabeth junto a él; la débil, pero audible insinuación de su voz. No necesitaba cerrar los ojos para revivir aquella tarde de agosto, que en ese momento parecía tan lejana en su visión...

Elizabeth entró en la galería buscando un cuadro impresionista. Él, se hacía cargo de algunos detalles de iluminación cuando notó la deslumbrante presencia.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó acercándose ella.

Se volvió y, después de una buena barrida de arriba abajo, sus labios apenas se abrieron.

—No estoy segura de que usted sea la persona indicada.

Sebastian contempló su penoso estado... Estaba envuelto en un viejo overol todo desaliñado. Casi enseguida comprendió lo que ella debía estar pensando. Se sonrió y se apresuró a sacarla de su error.

—Lamento el infortunio. Estamos en medio de una remodelación. Soy... Sebastian Pedrell, dueño de la galería —extendió la mano.

El rostro de la mujer se puso de mil colores mientras estrechaba su mano.

—Elizabeth —dijo con un tono tan cristalino y frágil que apenas pudo reconocer.

Sebastian acortó la distancia y se le acercó al oído.

—Tienes buen gusto. Yo, en tu lugar, no lo pensaría dos veces.

—Definitivamente, no es lo que busco —dijo sonriéndole cautivadoramente.

Sebastian arqueó la ceja.

—¿Ah, no? Entonces, quizás necesitas la opinión de un experto.

Elizabeth rio.

—¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo?

Él exhaló un suspiro apenado.

—¡Dame cinco, y enseguida estoy contigo!

—De acuerdo, te esperaré aquí.

Sebastian sintió una mano menudita y regordeta que llegaba desde sus espaldas y se posaba sobre su hombro. Lo cual, borró misericordiosamente sus recuerdos. Era Penélope, su incondicional asistente, quien estaba tan estupefacta como el que más. Sobre todo porque, al ser la mano derecha de Sebastian, había sido testigo de los exabruptos de la pareja y del esmero que había puesto él para que la relación siguiese caminando. «¿No somos más que polvo que se levanta del suelo y se esparce por el mundo?», se preguntó, mientras las palabras de Lorraine Pedrell le surcaban el pensamiento. «Cuida de mi ángel, Penny». Recordó que la madre de Sebastian había pronunciado aquellas palabras poco antes de morir.

Con más de treinta años de servicio al lado de la familia Pedrell, cincuenta y cinco en su haber, Penélope Simmons consideraba a Sebastian como un vástago más de su familia. Sus hijos, Tamara, de veintitrés, y Franklyn, de veintiséis, también lo respetaban como a un hermano mayor.

Sebastian era hijo único del matrimonio conformado por Fernando y Lorraine Pedrell, una pareja de enamorados excepcional que hasta a la muerte habían decidido hacerse compañía. En septiembre del 2010, a los setenta años, Fernando Pedrell había sufrido un infarto fulminante al miocardio. Dos años después, víctima de un cáncer de huesos, la vida de Lorraine se había visto truncada. Así, a sus treinta y tres años, los Simmons y su esposa eran la única familia de Sebastian. Pero, en ese momento, Elizabeth estaba muerta. Un trágico accidente automovilístico al regresar de Boston le había arrebatado la vida.

Con los años, Penny había llegado a conocerlo a fondo, y sabía que detrás de aquel aspecto rudo y varonil había un ser romántico, sensible, compasivo y excepcionalmente creativo que necesitaría algo más que sus cuidados para aminorar la carga monumental que pesaba sobre sus hombros. Después de todo, el secreto mejor guardado de Sebastian era su enorme corazón, que contrastaba con su estupenda y vigorosa lámina de casi metro con ochenta.

El silencio de la catedral neogótica se vio interrumpido cuando el sacerdote apareció. Los ahí presentes se pusieron de pie. Sebastian seguía con la mirada fija, pero no veía nada; seguía estando sumido en aquel extraño trance, que como deudo, se adueñaba de él y le desgranaba la cuenta atrás.

Tenía veintiocho. Estaba parado en esa misma iglesia, frente al altar, esperando a su deslumbrante novia. Cuando la mujer se paró a la entrada de la iglesia del brazo de su padre, el corazón de Sebastian dio un vuelco. Elizabeth se veía realmente hermosa con aquel vestido de novia color marfil. Sus ojos verdes parecían dos crisopas iluminando todo a su paso mientras caminaba hacia él. Los rizos dorados le caían de una manera tan exuberante que se los imaginó reposando sobre su almohada.

—¿Lista? —dijo, en cuanto la tuvo cerca.

Pero, al final, las palabras que oyó no salieron de Elizabeth, sino de los labios del sacerdote, trayéndolo de vuelta al presente, a la realidad que sucedía en la iglesia.

El Señor es mi pastor, nada me falta,

en verdes pastos él me hace reposar

Y adonde brota agua fresca me conduce.

Fortalece mi alma,

por el camino del bueno me dirige

por amor de su Nombre...

(Sal, 23)

Sebastian tragó saliva y tuvo la impresión de que Dios parecía estar burlándose de él con ironía. Cinco años atrás le juraba amor eterno a una mujer que creía conocer. Juntos habían prometido amarse. En ese momento, sin embargo, comprendía que las personas se desgastan, que la promesa no era un contrato con un nombre al final ni un acuerdo vinculante.

Y, de nueva cuenta, volvió a sentir cómo los recuerdos despertaban, y con tanta urgencia que volvió a reunirse con Elizabeth dos años atrás, en el último verano que habían compartido juntos en la casa de la playa.

Él pintaba en el ático mientras ella se quejaba sin parar de la humedad en el ambiente.

—Los mosquitos me rodean, Sebastian... Si cierro las ventanas... ¡Me asfixió! —rugió.

—¡Oh, vamos, Eli!... Busca en el armario de mamá... Encontrarás unas antorchas antimosquitos geniales —contestó, al bajar del ático.

—¿Sabes qué?... Me largo. Esta humedad es insoportable. ¿Te quedas?

—Está bien... Te prometo que nos iremos mañana a primera hora. ¿De acuerdo?

A regañadientes, consintió.

Sebastian recordó que, desde el principio, nada había salido como lo esperaba. Las señales que percibía cuando hacían el amor se habían extinguido en la cotidianidad del día a día. La pasión espontánea e incondicional de antes había terminado por convertirse en un deseo específico. Elizabeth y él llevaban cerca de un año durmiendo en habitaciones separadas. Las terapias de pareja apenas habían servido para que compartieran el mismo techo sin estar de la greña cada cinco segundos. «Si toda pasión es efímera, ¿significa que lo duradero es inevitablemente aburrido?».

Sebastian siempre había soñado con encontrar a esa persona especial. Esa otra mitad que lo hiciera sentir que no era una parte, sino un todo. En ese momento, sin embargo, comprendía que del amor que Elizabeth y él se habían profesado cinco años atrás... nada quedaba. Estaba tan empecinado en formar una familia y cumplir sus votos que no lo había visto venir. Su amor había sido un acto forzado y automático.

En medio de la confusión, la voz de su psiquiatra pareció susurrarle: «Proyección, Sebastian. Idolatras a Elizabeth. Es una mala jugada que te has hecho a ti mismo».

—Amén —susurraron los presentes.

Sebastian alzó la vista. Sus ojos color ámbar parecían extraviados en un batir de palabras gastadas. Un mechón rebelde de pelo caía sobre su frente amplia. Permaneció un largo rato inmóvil. Una plétora de miradas se volvió hacia él. Se incorporó poco a poco y se encaminó al púlpito. Tomó una respiración profunda, y se obligó a acercarse al micrófono.

—¿Cómo es posible que el acto de enamorarse genere reacciones tan diferentes y conduzca a conclusiones tan dispares? —pronunció al fin con voz profunda y ronca. Dio la impresión de que los ahí reunidos se encogían al unísono. Las expresiones conmovidas dieron paso a miradas de estupor—. Tenía miedo de perderla —prosiguió Sebastian—. La necesitaba para saber qué estaba vivo. Cuando no la sentía, culpaba a nuestra relación. La maté, y maté también a nuestro matrimonio. —Las almas presentes palidecieron, como si acabaran de escuchar una obscenidad. Penélope se quedó boquiabierta. Por lo visto, aquel era el día que Sebastian había escogido para develar su agonía romántica—. Así como el amor hace que la muerte sea mucho más intensa, la muerte hace que el amor sea mucho más esencial —concluyó.

Todo el mundo contuvo la respiración sin saber cómo ayudarlo a aliviar su dolor. Sebastian estaba paralizado frente al micrófono. Luego, desposeído de su pasión y entrega, se deslizó hacia el ataúd.

—¿Por qué, Eli? ¿Fui un simple ataque pasional? ¿Un arrebato que terminó en arrepentimiento? —preguntó con voz estrangulada.

Por lo visto, Tamara ya había aguantado bastante.

—¿No lo entiendes? —musitó cuando estuvo cerca.

Sebastian le miró sin verla.

—Ca-sa-dos —enfatizó Tamara—. ¿Tienes idea de lo que eso significa?

Sebastian no pudo responder.

—¡Basta ya, Sebastian Pedrell! —su voz se triplicó—. Elizabeth no era una blanca palomita, y lo sabes.

Estaba claro que el brillo altanero de aquellos ojos pardos no admitiría discusión. Por eso, antes de que cualquiera de los dos pudiera decir algo, Penélope llegó a su alrededor.

—¡Venga, cállate ya, Tamara! —se aferró al brazo de Sebastian, y tiró de él—. Anda, cariño. Necesitas tomar aire.

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Capítulo 2

Amar es más espeso que olvidar.

Más tenue que recordar, más raro que una ola mojada,

más frecuente que caer.

E. E. Cummings

Treinta días después de la muerte de Elizabeth, Sebastian seguía desolado. Más que eso, estaba muy, muy enfadado. Estaba molesto consigo mismo por no haber aprovechado la oportunidad cuando la tenía; estaba disgustado con Elizabeth por haberse muerto; estaba hastiado con la vida por haberlo timado. De hecho, la muerte de Elizabeth solo había logrado acrecentar las interrogantes que ya venían multiplicándose en su mente. «Amas a las personas que has elegido amar. ¿Cuándo? ¿Dónde te haces esas estúpidas promesas? ¿Cómo eliges a quién amar?».

Sebastian estaba convencido de que no le sería posible sobrevivir a la experiencia, salir de ella y conservar la mente o el corazón. Le tenía miedo al dolor. Tenía temor de lo que le pudiera hacer. No podía pensar en él. No era capaz de hablar de él. Lo único lógico que pudo hacer fue negarlo y encerrarse en sí mismo. Se encerró tanto que cogió una botella de whisky para que le hiciese compañía. Ni siquiera Penny se atrevió a decir nada cuando vio que Sebastian se empeñaba en aislarse. Cierto era que advirtió cambios en su comportamiento habitual: no iba a trabajar. No hablaba con ella. Le dejaba un mensaje en el contestador cada día solo para hacerle saber que se encontraba bien y que pronto hablarían. Naturalmente, Penny lo atribuyó al hecho de que llevaba a cabo una gran adaptación: vivir sin Elizabeth. La tensión de Sebastian llegó hasta tal punto que combinaba los antidepresivos con el alcohol, como si fuera un astuto disfraz que le permitiera negar su dolor. En su fuero interno, se daba cuenta de que se había vuelto letárgico. Estaba metido en una batalla silenciosa con Elizabeth por haberlo abandonado. Es más, había decidido que al dejarlo de ese modo, había arruinado su vida. Por eso, se negaba el placer, la alegría y la compañía de las personas que lo querían. Fue en uno de esos días que despertó en su sueño, oyendo junto a su cuello la voz ronca de un hombre. «Difícil es perderte».

Al abrir los ojos, casi se sorprendió de encontrarse solo en la suavidad de su cama. Parpadeó unos momentos bajo los tenues rayos del sol que se colaban por las cortinas estampadas. Se incorporó en la cama y se sentó unos momentos en silencio. De nuevo estaba viendo a un hombre con el rostro marchito y ensombrecido por el dolor, del mismo modo que había sido la voz de un hombre la que había oído mientras dormía. No era infrecuente que Sebastian soñara, aunque en los últimos días dormía poco. Sin embargo, se dijo que tal vez su sueño fuera una advertencia de su subconsciente que le avisaba que lo que realmente necesitaba era permitir que sus cuestiones no resueltas salieran a la luz.

«Tienes que acabar con esto», se dijo, mientras se paseaba descalzo por el espectacular salón del piso ubicado en el barrio de La Clinton.

Los rayos del sol se filtraban por los ventanales y bañaban los suelos de tarima. Sebastian se deslizó hacia la cocina en busca de una botella de whisky, y de pronto le pareció ser un advenedizo en aquel espacio de casi doscientos metros cuadrados. Elizabeth, la mujer que lo había remodelado a su antojo hasta conseguir una atmósfera de lujo, estaba muerta. Todo allí, desde la rinconera componible del salón, las mesas de centro de metacrilato, la mesa de aluminio lacado del comedor, las tapicerías y los tejidos estampados en colores vivos e incluso hasta el mobiliario de la cocina hecho a medida, encajaban a la perfección con su personalidad: práctica y con estilo.

En medio de aquel silencio sepulcral, distinguió la voz de Elizabeth.

«Hemos tenido grandes momentos, pero se han ido. No existe ningún culpable, quizás... el destino si es que buscas a alguien a quien culpar. Ya no siento nada por ti. Nuestros intereses son muy diferentes», Sebastian recordó que había pronunciado aquellas palabras horas antes de morir.

Eso era lo que Elizabeth quería decir, todo lo que quería que se dijera. Las señales habían estado ahí durante los últimos meses de convivencia, pero Sebastian no quería verlas ni sentirlas. Se maldijo una y mil veces por haber sido tan ciego. Lo tenía frente a sus ojos y no lo había visto venir. Estaba tan preocupado por rescatar su matrimonio que los acontecimientos que sucedían a su alrededor se le habían pasado inadvertidos como algo inevitable que tenía que ocurrir.

«Sueño, aparición, anhelo». Se preguntó cuál de estas palabras describiría con mayor exactitud su experiencia con Elizabeth. Sebastian se había acostumbrado a un cuerpo al que conocía y a una voz en la que solía confiar. «¿Puede haber algo más confuso que el enamoramiento?».

Por primera vez en los últimos días, Sebastian Pedrell sintió que todo cobraba sentido en un sinsentido. Elizabeth no lo había amado tanto como creía, y él había magnificado el sentimiento hasta darle proporciones épicas para terminar derrumbándose de desilusión. «¿Tiene sentido todo esto que estoy viviendo?», se preguntó mientras intentaba recordar su papel de necesitado y pegadizo. En realidad, Sebastian había hecho todo lo que creía que era necesario para conservar a Elizabeth con él. Rezaba para que ella se sintiese culpable. Aparentemente, ella no se sentía así. Él creía que era amor. Ella creía que era ahogo.

Hasta hacía un minuto su vida había estado bien, y al minuto siguiente, Elizabeth había muerto y las cosas habían empezado a desmoronarse de verdad. Sebastian estuvo dándole vueltas a eso durante un tiempo y llegó a la conclusión de que estaba molesto con Elizabeth por haberse muerto y haberlo dejado solo. «¿Cómo es posible enfadarse con alguien porque se muere?».

En el intento consciente de negar una emoción, Sebastian oyó la voz autoritaria de su padre: «La gente inteligente no bebe hasta matarse». En realidad, el rasgo más acusado de Sebastian Pedrell era que creía en todo lo que le había enseñado su padre y en todo lo que su madre le había dicho.

No era difícil imaginar, pues, que encontrara la presencia de ánimo para meterse a bañar, vestirse y salir a la calle para reincorporarse a su vida.

Quince minutos antes de las diez de la mañana, Sebastian atravesó la cuarenta y ocho, en medio del silencio que bullía de ruidos. Los taxis avanzaban con lentitud, por eso prefirió hacer uso del subterráneo antes que internarse en el tránsito urbano. Al doblar en la esquina, se detuvo por una rosquilla y se mezcló con la multitud. De repente, tomó conciencia de que había muchas cosas que había estado evitando últimamente. Se debatía entre la confusión, el alivio y la nec

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