Algunas promesas son para siempre

Viktoria Yocarri

Fragmento

algunas_promesas_son_para_siempre-2

Érase una vez...

Baltimore, Maryland.

25 junio, 1895.

Dos pequeñas almas que se regodeaban en el paraíso. Dos mitades de una misma esencia que compartían el gozo y la alegría de estar juntas. Maravilladas por las sensaciones humanas, se sentían ávidas de expandir su percepción, de acariciarla. Sin embargo, sabían que, al deslizarse por el gran tobogán, tendrían que separarse. Cada una entraría en un cuerpo diferente.

—¿Te imaginas la de experiencias que nos depara? —dijo una de ellas.

La otra almita se entristeció tanto que su destello luminoso pareció extinguirse.

—¿Qué sucede? —le preguntó afligida la primera.

—Si nos arrojamos, estaremos perdidas. Nunca más volveré a encontrarte.

—Eso no sucederá. Te lo prometo. Tú vivirás tus propias experiencias, y yo, las mías. Nos reuniremos y seremos doblemente felices.

—¿Lo prometes?

—¡Claro!

—¿P... pero cómo nos encontraremos?

—Muy sencillo. Sentiremos la necesidad contenida a través de todos los tiempos de fundirnos, desnudas las dos, sin edades, formas, sexo o definiciones.

—¿Y si...? —insistió recelosa la segunda.

—Anda, será divertido. Te doy mi palabra de que te buscaré hasta encontrarte. No importa cuánto tarde, lo haré.

—Cuando me encuentres... no lo olvides.

—Nunca...

La puerta de la habitación se abrió, lo cual acalló gradualmente la voz interior hasta convertirla en una huella silbante, un vivo recuerdo al que en un principio Federico O’Brien había considerado como ficticio, una tonta historia que su madre le recitaba para que conciliara el sueño. En ese momento, sin embargo, sabía que no podía haber estado más equivocado.

—¿Soñando, amigo mío? —dijo un hombre alto y fuerte vestido de frac, cuya profunda voz pareció resonar en toda la habitación.

Federico se giró. Los rayos del sol que se colaban por la ventana iluminaban sus ojos negros, creando un efecto exultante. Lucía impresionante vestido de frac. Daba la impresión de que tanto el traje como las líneas bruscas y varoniles de su cuerpo tenían el mismo aire sobrio y elegante.

—No hay nada más que soñar, Stefan. Dentro de poco, Carolina será una realidad en mi vida como yo lo seré en la suya.

La sonrisa de Stefan se hizo más amplia.

—Bien, entonces, vayamos, pues.

La Basílica de la Asunción, situada al norte de la ciudad, se alzaba como un monumental edificio neoclásico. Las columnas jónicas y el pórtico clásico estilo Partenón adornaban la fachada con el estilo tradicional europeo de una catedral católica —la primera en un país mayormente protestante—. En el interior se percibía un suave murmullo tan cálido como el perfume de las gardenias que se propagaba en el aire. Algunos de los invitados contemplaban, maravillados, el efecto centralizador que creaba la cúpula en el crucero de la cruz latina, contrastando así con la primera impresión de ser un edificio lineal o alargado.

Impaciente, Federico O´Brien esperaba a Carolina frente al altar. De repente, alguien de la última fila debió percatarse de la llegada de la carroza, pues el resto de los ahí presentes se levantó al unísono. El fuerte retumbar de zapatos en el suelo y de roces de vestidos fueron como una especie de canto a la usanza. Alguien más debió carraspear, dando así, salida a la marcha nupcial de Wagner.

Carolina Hunttington avanzó del brazo de su padre, con los pies bien clavados al suelo y una amplia sonrisa que parecía beberse la luz del recinto. Se veía soberbia con el vestido color marfil ribeteado en oro desde el corpiño hasta la voluminosa sobrefalda. Las mangas llegaban hasta el codo ampliándose en caída. Sus ojos, castaño oscuro, resaltaban con el ramo de flores de colores que llevaba en la mano. Su pelo, castaño y largo, le caía a los hombros.

Para Federico, los acordes de fondo no eran más que las huellas de dos almas a punto de convertirse en una sola. Por eso, cuando tomó la mano de Carolina, envolvió sus dedos con una calidez innata. El magnetismo de sus miradas se atrajo creando una ilusión irresistible y fascinante.

—Estás preciosa —le susurró antes de apostarse frente al altar.

Ella lo acarició con la mirada. Después, se volvió hacia al altar. El sacerdote abrió sus gruesos labios y dio comienzo a la ceremonia.

—Estamos aquí reunidos para unir a Federico O’Brien y a Carolina Hunttington en santo matrimonio...

Al llegar a la segunda lectura, Carolina y Federico se miraron entre sí.

El amor nunca pasará. Pasarán las profecías, callarán las lenguas y se perderá el conocimiento. Porque el conocimiento, igual que las profecías, no son cosas acabadas. Y cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá. (1 Cor. 8, 11).

Inmediatamente después, vinieron los votos.

—Yo, Federico O’Brien, prometo serte fiel en las alegrías y en las tristezas. En la salud y la enfermedad. En la pobreza y en la riqueza. Hasta que la muerte nos separe.

Carolina hizo lo propio.

Stefan se acercó con las alianzas. Federico se la colocó a ella, y ella, a él. Después, el sacerdote anunció a los presentes.

—Con la potestad que me ha conferido la Santa Iglesia, los declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.

Federico y Carolina se miraron con el profundo silencio de aquella tarde dorada. Él le acercó los labios con reverencia y la besó. Fue un contacto íntimo y apasionado como si hubieran estado esperando una eternidad para estar juntos.

Momentos después, atravesaron las puertas de la iglesia. Esta vez, como marido y mujer. Recibieron una lluvia de aplausos y arroz. Sobrevinieron los abrazos y los buenos deseos.

Entre apologéticas sonrisas, Federico la tomó de la mano y la condujo hasta la carroza.

—¿Eres feliz? —preguntó ella en voz baja.

—Mucho —le acunó el rostro en la palma de su mano. Carolina cerró los ojos—. Te busqué...

—Y me encontraste —le contestó ella, abriendo los ojos, aferrándose a su mirada.

—Fue el rosado suspiro de tú ausencia el que me llevó a ti. —Le acercó los labios y le ofreció el beso de la alegría hasta el fondo del corazón.

A la sazón, se hizo visible la regia propiedad estilo victoriano de Stefan. Carolina contemplaba los amplios porches que rodeaban la casa cuando la carroza se detuvo. Federico bajó primero y enseguida lo hizo ella. Aplausos unánimes y vítores los acompañaron hasta el jardín posterior, donde tendría lugar la recepción. En compañía de sus padrinos, Stefan y Henrietta, se situaron en la mesa de honor. Al cabo, la servidumbre se movilizó y los platillos comenzaron a desfilar.

Así las cosas: entre el suntuoso festín y el vino que corría a raudales, los invitados parecían estar pasándola fenomenal. Federico y Carolina, en cambio, disfrutaban de una intimidad secreta que había dado inicio cuando ella le había agarrado la mano que descansaba sobre su muslo mientras conversaba con Stefan. En respuesta, él le acarició el dorso de la mano con el pulgar, que en ese momento comenzaba a trazar círculos.

En una de esas, los arrastraron a la pista de baile para ejecutar un v

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