La deuda

Claudia Cardozo

Fragmento

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Prólogo

Riverhouse. Salisbury, 1909.

La mente humana es verdaderamente la cosa más aterradora del mundo.

La pequeña abertura al final de la escalera que llevaba al piso principal de la mansión siempre me había recordado a la entrada a un mundo mágico. Uno como aquellos acerca de los que leía cuando era pequeña y que, según pensaba entonces, me recibiría para mostrarme todos sus secretos e invitarme a formar parte de él. En este caso, sabía que tal cosa no ocurriría, pero nunca como hasta ese momento, después de haber cruzado ese umbral cientos de veces desde mi llegada, me había sentido tan ajena, casi una intrusa. Si una mano me hubiera empujado al llegar a lo alto para regresarme con brusquedad al piso inferior, no me hubiera sorprendido en absoluto. Tal vez, en el fondo, esperaba que fuera eso lo que ocurriera. Que alguien me detuviera. Pero nada pasó. De modo que terminé por atravesar la abertura luego de oír los murmullos tras de mí y recorrí el largo corredor hacia mi destino con el pulso acelerado.

No recuerdo haber temblado tanto en toda mi vida.

Era una sensación de lo más extraña porque no se sentía como miedo propiamente dicho, o no como aquello que había considerado miedo hasta entonces. Creo que se trataba de ansiedad, de una sacudida de anticipación por lo que estaba por ocurrir. Por lo que yo iba a causar.

Hubiera podido detenerme, sin duda; habría sido mucho más sencillo de llevar a cabo que aquello que estaba a punto de hacer. Hubiera bastado con urdir alguna excusa respecto a algo que había olvidado en la cocina, dar media vuelta y alejarme con la bandeja que portaba. Me quedaría tiempo de sobra para dejarla en la mesada en que la cocinera acostumbraba disponer los platillos que debían subirse durante la cena, salir un momento al patio tras esbozar alguna otra mentira y correr. Correr como nunca, sin mirar atrás, para dejar en el pasado todo lo que hasta ese momento me encontraba tan determinada a mantener vivo en el presente.

Sin embargo, el recuerdo del motivo de mi presencia en la mansión echó abajo cualquier atisbo de arrepentimiento o temor. Era mi venganza, después de todo. ¿Y no había llegado allí, a ese preciso instante, para hacerla realidad? No podía huir. Ella nunca me lo perdonaría. Yo no me lo perdonaría.

Unos nuevos murmullos llegaron a mí en ese instante de titubeo y me esforcé por mantener el mismo semblante sereno e indiferente al que la mayor parte de las personas en la mansión debían de estar acostumbradas. Eso cuando me prestaban alguna atención, claro. A veces pensaba que, lo mismo que ocurría con el resto del personal, las personas a cuyo servicio me encontraba apenas reparaban en mi presencia excepto como habrían hecho con cualquier otro mueble que les pudiera ser de utilidad.

Pero no, me dije en un rapto de justicia: ese no era un pensamiento del todo justo. Él había dado muestras de ser distinto. Al menos parecía verme. Y lo llevaba a cabo de la misma forma en que había notado que hacía con todo lo demás: con absoluta y apasionada certeza. Como nadie lo había hecho antes.

Tal vez eso fuera lo que me resultaba tan difícil dar el siguiente paso del plan, reflexioné sin disminuir mi andar. Saber que él jamás podría perdonar lo que estaba a punto de hacer. Sin embargo, nada de aquello era culpa mía, solo hacía lo que era justo. Fue él en cierta forma quien inició todo ese desastre, quien había desatado uno a uno el reguero de acontecimientos que me alejaron del que había sido mi hogar durante toda mi vida y me llevaron allí, a una vida de servidumbre y mentiras, que estaba a punto de terminar. Sin importar lo que él me inspirara o el enorme lugar que a partir de ese momento pasaría a ocupar en mi corazón, aquello no lo convertían en menos culpable de la desgracia cernida sobre mi familia. Tenía que pagar. Y cuando lo hiciera; cuando cayera de ese pedestal que se había construido con tanta soberbia, parte de mí se derrumbaría con él.

El sonido del cristal al entrechocar sobre la bandeja me despertó de mi ensoñación y caí en la cuenta de que el temblor, en lugar de decrecer, tan solo se había incrementado y ahora corría el riesgo de que mi carga se hiciera trizas sobre la alfombra del pasillo antes de llegar al salón en que la familia acostumbraba reunirse antes de pasar al comedor.

Según fui acercándome y una vez que llegué ante la puerta cerrada, que uno de los lacayos de guardia se apresuró a abrir para mí, el sonido de las voces en el interior me golpeó como si hubieran estado gritando en mi oído, pero me forcé a conservar la calma y a mantener los labios firmemente sellados. Faltaba poco.

No era la única doncella que servía en el salón aquella noche. Distinguí la figura menuda de Bárbara al acercarme al aparador sobre el que dejé al fin mi carga sin poder reprimir un suspiro de alivio. Ella era, sin duda, la más agradable de todas las muchachas que servían en la mansión y lo comprobé al ver por el rabillo del ojo que me lanzaba una rápida mirada amistosa antes de retornar a sus labores. Llevaba un lienzo doblado sobre una bandejita de plata y supuse que era la servilleta que lady Blackwell insistía en que se le entregara junto con su aperitivo y que nadie que no fuera ella podía tocar con las manos desnudas. Una de las muchas manías que tenía esa anciana por quien, curiosamente, había llegado a sentir cierta malsana admiración. Era posible, incluso, que fuera a extrañarla una vez que consiguiera marcharme.

Sin decir una palabra, ya que la familia nunca recibía con mucho entusiasmo lo que consideraban intromisiones de la servidumbre si estos se atrevían a abrir la boca en tanto ellos mantenían sus conversaciones, dispuse todo para servir las bebidas según tenía por costumbre. Salvo por la señora Hetfield, quien gustaba de probar algo distinto cada noche, los demás tenían hábitos tan arraigados, y yo llevaba tanto tiempo sumergida en ellos, que serví lo que sabía que cada uno iba a desear beber sin necesidad de preguntar. La señora Hetfield me diría lo que deseaba una vez que empezara a servir a los demás.

Cuando llegué ante él para ofrecerle la copa de jerez que el mayordomo se había encargado de decantar pocas horas antes, me miró un segundo antes de tomarla, no sin antes rozar mis dedos en una caricia tan suave y efímera como el toque de una mariposa. La sorpresa del gesto me provocó un ligero sobresalto que estuvo a punto de hacerse demasiado evidente para conseguir ocultarlo a tiempo, en especial, cuando advertí que él mantenía la mirada fija en mi rostro. Tuve que hacer un gran esfuerzo para poner mis pies en movimiento y continuar con mis labores, pero pude sentir su mirada puesta sobre mí durante los siguientes minutos, en tanto me ocupaba de atender las indicaciones detalladas de la señora Hetfield acerca de qué nueva combinación de bebidas deseaba para su aperitivo de esa noche.

El tiempo pasado en la mansión me había enseñado a moverme con discreción y a jamás hacer un ruido que pudiera perturbar a las personas a las que servía; fue una de las primeras cosas en las que el ama de llaves, la señora Cobbington, puso especial empeño que aprendiera. Ella decía que una buena doncella debía de poder convertirse casi en un ser invisible. La pobre mujer no podía imaginar que eso era precisamente lo que yo más deseaba: que nadie advirtiera mi presencia y que, de hacerlo, no l

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