Portia. Nada es lo que parece (Las Dankworth 2)

Sabrina Mercado

Fragmento

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Capítulo 1

Bajó del tren en la estación Oxford con el corazón comprimido. Era la primera vez que Portia Dankworth estaba fuera de casa por tiempo indefinido.

A sus diecinueve años se enfrentaba al mundo, sola. Respiró hondo el aire helado y caminó con firmeza por el andén.

Un brazo largo dentro de un sobretodo negro la saludaba a lo lejos; era el señor Vaughan. Apenas lo recordaba del funeral de su padre. Había estado ensimismada durante todo el día y poca atención había prestado a las personas que se acercaban a darle el pésame. La muerte de William Dankworth la había destrozado. Él era su estandarte, el espejo en quien mirarse y al que acudía buscando consejo. Sin duda la habría apoyado de conocer a tiempo su verdadera vocación, esa que practicaba cuando nadie la veía y que su hermana Miranda descubrió de manera fortuita pocos meses atrás. Los ojos se le empañaron y trató de disimular su turbación cuando Cadell Vaughan se le acercó sonriente.

―Querida Portia, ¡bienvenida! Mi esposa se disculpa por no haberme acompañado a recibirte, se recupera de un resfriado y este clima no le hubiera sentado bien.

―Buenas tardes, señor Vaughan. No se preocupe, es por completo razonable.

―Nos espera con un rico chocolate y estará feliz de recibir noticias de tu madre.

Caminaron hacia la calle. A pocos metros se hallaba el cochero, que tomó el equipaje de Portia y los condujo hacia la berlina. Colocó el bulto en el maletero exterior, les abrió la puerta del vehículo y dio el aviso de que en pocos minutos estarían en la casa.

Los Vaughan eran una familia acomodada de origen galés. Cadell se desempeñaba como profesor en la universidad y había sido un gran amigo de William desde la época de estudiantes. La vida los había llevado por caminos diferentes, eligiendo el primero el mundo académico en contraposición al padre de Portia, que optó por ejercer la profesión de médico y una actividad tranquila en el campo.

La conversación entre el hombre y la joven surgió espontánea dentro del coche.

―Elin y yo estamos muy felices de recibirte en casa.

―Y yo muy honrada de que me acepten ―afirmó Portia con actitud optimista.

―La casa nos ha quedado grande desde que Thomas y Charles se fueron. Además, a mi esposa le gustará tener compañía femenina. Sé que en sus fueros íntimos siempre quiso tener una hija ―le confesó él.

Portia se sonrojó y bajó la vista.

―No te apenes, no tiene nada de malo desear una niña en la casa. Y la comprendo. Ya me ha insinuado que te mimará. Está empecinada con que las comidas corran por nuestra cuenta y no queremos contradecir los deseos de Elin, ¿verdad? ―Le guiñó un ojo y continuó―: A veces puede volverse muy terca.

―Se lo agradezco señor Vaughan.

―Por favor, dime Cadell. Ahora que compartirás tiempo con nosotros deberemos suprimir algunas formalidades. Como verás, yo ya lo he hecho.

―Por supuesto. Respecto al pago de la renta del cuarto, yo…

―No debes preocuparte por eso ―la interrumpió―. El cobro por la habitación que ocuparás es una mera formalidad para acatar las reglas sociales, pues no estaría bien visto que alojáramos a una joven que no es de la familia así, sin más. No es que necesitemos el dinero.

―Lo sé, pero deseo cumplir con esa responsabilidad. Por eso quería decirle que podré abonarles después de que reciba mi primera paga en la biblioteca.

―Desde ya, querida. Ni siquiera tienes que hacerlo tan pronto. Hazlo cuando sientas que tus finanzas se han acomodado.

―Muchas gracias, señor Vaug…, quiero decir, Cadell.

El hombre sonrió y dio una palmada gentil en la mano de Portia.

***

La señora Vaughan la recibió con los brazos abiertos, abrazándola con sincero afecto. Era una hermosa mujer, bien constituida, de unos cincuenta años de edad. Su cabello castaño mostraba algunos mechones grisáceos que llevaba con elegancia. Las pequeñas líneas de su rostro se acentuaban al reír, pero la gentileza de sus gestos la embellecían aún más y sus ojos grises brillaban al hablar. Componía un interesante contraste con su esposo, longilíneo, de poco cabello, barba casi blanca y ojos azules escondidos tras sus gafas. Aunque tenían algo en común: ambos destilaban sobria elegancia.

Antes de enseñarle su habitación, Elin le hizo un pequeño recorrido por la casa, mostrándole cada rincón y asegurándole que podría disponer de los espacios tanto como deseara. Ningún cuarto le estaba vedado.

Portia quedó impresionada con la biblioteca de los Vaughan y ya había decidido que allí pasaría sus ratos libres. En su casa de Stratford poseían una nutrida biblioteca, pues su padre había sido un aficionado a la lectura y ella había aprovechado al máximo esa inclinación; no obstante, la del señor Vaughan era fastuosa. Tres de las cuatro paredes del estudio estaban cubiertas de ejemplares y vaya uno a saber qué tesoros ocultos hallaría entre ellos. Si bien trabajaría en la Biblioteca Bodleiana y allí encontraría los más exquisitos libros, no estaba segura de que si por ser empleada se le daría derecho a sacarlos en préstamo. En cambio, en esa casa, los tendría todos a su disposición.

El cuarto de Portia era pequeño pero acogedor. La señora Vaughan se había esmerado para que fuera de su gusto. El bello cubrecama de raso verde claro era mucho más de lo que podía pedir. Un coqueto mueble hacía las veces de escritorio y tocador, con un espejo ovalado y un florero que adivinaba, había colocado Elin especialmente para llenarlo de flores cuando iniciara la primavera. La lámpara de la habitación era mucho más grande que la propia de su casa materna y podría colocarla tanto en la mesa de noche como en el secreter. Sin duda, su anfitriona había averiguado la afición a los libros que poseía y le había procurado un bienestar para una vista trasnochada de lecturas.

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Capítulo 2

El primer día en casa de los Vaughan se levantó temprano. Era su único día libre antes de presentarse en la biblioteca de la Universidad de Oxford para su nuevo empleo. Decidió agasajar al matrimonio horneando las galletitas que solía cocinar para sus hermanas. Por suerte, la cocinera tenía los ingredientes adecuados y la ayudó a seleccionar los utensilios. Se sintió bien recibida por la mujer cuando esta le comentó que ese era un hermoso gesto para con los señores.

En una hora, las delicias estaban listas. La sorpresa de Cadell y Elin fue grande. Se sintieron muy honrados con aquella actitud. Le expresaron que sin duda había sido una gran decisión que estuviera en la casa y que harían lo imposible para que se encontrara a gusto.

Luego del desayuno compartido, resolvió salir a recorrer las calles de la ciudad que la acogía. Estaba feliz de que el trabajo que le consiguiera su madre fuera en Oxford y no en la bulliciosa Londres, donde trabajaba su hermana mayor. Se sentía más a gusto en una sociedad donde estudiantes y profesores pululaban por doquier y el mundo académico lo

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