Miranda. Retrato de amor (Las Dankworth 3)

Erica Vera

Fragmento

miranda_retrato_de_amor-4

Capítulo 1

El viaje fue largo; demasiado largo. Tan largo que leyó La tempestad, el libro de William Shakespeare que su padre le había legado, varias veces antes de llegar a Londres. En el camino, tuvo tiempo de pensar por qué ese libro y no otro. Entre sus páginas se reencontró con el origen y el porqué de su nombre, aunque poco entendió de la relación con ella y su propia historia. Quizás se debiese a su carácter o a lo que, su padre creía, le tocaría atravesar en su vida. Según él: tempestades, tormentas... y una dedicatoria que auguraba esperanza con la salida del sol. Y, como si sus palabras se materializaran, ¡llovía!

Miranda, siempre fiel a sus sentidos, lo tomó como una premonición. Conexiones y dudas se amontonaban en su pecho, pero… desafortunadamente, permanecerían sin aclarar. William Dankworth no podría explicarle jamás por qué había decidido nombrarla de esa forma. Debía haber más que las inclemencias de la vida, pero… ¿qué? Todo apuntaba a que debía ser ella misma quien descubriera el misterio.

Acarició la tapa con cariño cuando el cochero le dejó saber que se acercaban a la dirección que le habían dado. El señor McLaren, vecino de la familia y quien se ofreció a acompañarla, abrió la puerta y la ayudó a bajar.

—Gracias. Es usted, muy amable. —Le sonrió con gracia al pasar por su lado.

—No hay por qué, señorita Dankworth. Espero que su estadía en Londres sea maravillosa. Mi mayor deseo es que nos visite pronto. La vamos a extrañar. Lo sabe.

—Y yo a usted. Y a Becky. Y, sobre todo, a la pequeña Sophie. No lo comente con nadie, pero… acabo de llegar y ya quiero regresar. —Hizo una mueca rara que el hombre no alcanzó a descifrar pero que acompañó con una sonrisa.

—Su secreto está a salvo conmigo —respondió divertido—. Y, si llega a cruzarse con su hermana, le envía mis saludos. Dígale que Stratford extraña sus manjares. ¡Y a ella, por supuesto!

—Seguramente la veré pronto. ¡O, al menos, eso espero! Quédese tranquilo que le haré llegar su cariño. ¡Se va a poner muy feliz de saber que usted aún la recuerda! —le dijo con extremada dulzura mientras el hombre depositaba su equipaje en la acera.

Giró la cabeza hacia ambos lados y observó las calles transitadas de una ciudad que crecía vertiginosamente de la noche a la mañana. Había escuchado de los cambios y la evolución de Londres, pero oírlo era una cosa, vivirlo, otra. Había estado de visita el año anterior para el casamiento de su hermana Beatrice, pero poco había visto. Se la había pasado encerrada en el invernadero de los Havilland junto a su cuñado, improvisando letras para las melodías que él mismo componía.

Pestañeaba con rapidez intentando verlo todo. Las mujeres entraban y salían de los negocios, los hombres conversaban en las esquinas y los niños correteaban de aquí para allá. «Adiós a la paz y al silencio», pensó para sí misma. El señor McLaren le había dicho que, según las indicaciones que le habían dado, se hospedaría en un lugar bonito de la ciudad. Hasta le había mencionado el vecindario, pero a ella le costaba retener información cuando sus ojos y sus oídos estaban puestos en aquello que la rodeaba. Y en esa apreciación estaba cuando…

—¡Miranda! ¡Miranda! ¡Eres tú!

Una voz chillona se oyó a su espalda y giró sobre sus pies para observar a la mujer que salía a recibirla. Era tal y como la habían descrito. Petisa, pero con porte de señora con clase, mucha clase, y con una sonrisa amplia que invitaba a devolvérsela. Llevaba un vestido de satén color morado con detalles en negro tan bonito que Miranda no pudo evitar impresionarse ante tanto estilo. El cabello grisáceo recogido en un perfecto rodete le daba un toque más sofisticado. ¡Hermosa!

Rachel Eve Green era la mejor amiga de su madre. Juntas habían estudiado para convertirse en institutrices. Sin embargo, de las dos, solo Cordelia lo había logrado. Rachel eligió casarse y dedicarse a su marido, abandonándolo todo. Aunque su vida y su destino cambiaron cuando la alta costura ocupó sus días. Un secreto compartido entre susurros de salón contaba que, tras la temprana muerte de su esposo, el señor Tobías Green, la mujer se enamoró perdidamente de un reconocido modisto: John Redfern. Aquel amorío apasionado, sumado a su gran talento, moldearon su futuro como diseñadora. También se decía que el palacete donde vivía actualmente y donde estableció su famosísima casa de modas, se lo debía a él y a su fortuna.

—Señora Green, ¿verdad? —Sonrió con dulzura.

—Así es. —Se acercó y la envolvió en sus brazos como si se conocieran de toda la vida. Aun siendo aquella la segunda vez que se vieran—. Tienes los ojos de mi querida Cordelia.

—¡Oh, no! Beatrice es la más parecida. Un calco de mi madre. Cuando se encuentran las dos en la casa, no sabemos quién es quién —bromeó y soltó una risa pegajosa.

—Oh, sí. Lo sé. Pero cada una de ustedes tiene algo de mi amiga. ¿Eso es todo? —preguntó observando el baúl que acababan de bajar.

—Sí. No había mucho que traer —ironizó sabiendo que dentro había metido prácticamente toda su vida en Stratford.

—Bueno. Entremos, entremos…

Miranda se despidió del señor McLaren con un abrazo afectivo que duró más de lo que debería y que Rachel condenó con la mirada, sin embargo, nada dijo. Cuando el coche se perdió entre otros tantos, la mano que había mantenido alzada volvió al costado del cuerpo y se obligó a tomar aire para no llorar. Allí se alejaba la última persona que la conectaba con su hogar. Con su tan preciado Stratford.

Sola. De ahora en más, estaba completamente sola.

—Ven. Entremos, Miranda. ¡Tengo tanto que mostrarte!

—Sí. Vamos.

No se dejó amedrentar por la angustia y avanzó decidida. No más lágrimas. Era hora de ser fuerte. Muy fuerte.

La mansión de la señora Green era enorme y cumplía la tarea de hogar en la parte de arriba y de casa de modas en la de abajo. Miranda avanzó a lo largo de las habitaciones mientras la mujer le mostraba cada rincón de su mayor tesoro. Un salón amplio de largos cortinados donde, le explicó, se realizaban los encuentros y donde las modelos maniquíes exponían sus diseños exclusivos. Dos habitaciones más; una repleta de vestidos y sombreros, y otra, la más luminosa, con varias mesas y dos máquinas de coser. Como era domingo nadie se encontraba trabajando aquella tarde.

—Aquí es donde ocurre la magia —le dijo invitándola a entrar a un pequeño cuarto donde había dibujos colgados y apilados por todos lados. Hojas y cintas que, seguramente, utilizaba para medir las telas y a sus modelos. Retazos con diferentes texturas y colores la animaban a acercar la mano y acariciarlos.

—Se ha forjado un gran camino, señora Green —comentó sonriente ante la mirada orgullosa de la mujer.

—Dime Rachel, por favor. No ha sido fácil, querida. Nada fácil. Es muy difícil siendo una mujer sola, ¿sabes? Sin embargo, llevar al frente este negocio es de las mejores cosas que me han ocurrido en la vida. Y —la tomó del brazo y la guio hasta la escalera—, además, déjame decirte que conté con la ayuda de muchos amigos que me tendieron la mano cuando lo necesité. Porque el éxito no se debe a nosotros únicamente, no.

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