El capricho de Henry (Bilogía Rebelde y real 1)

María José Avendaño

Fragmento

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Capítulo 1

Tenía que practicar inglés, ¿y qué mejor idea que meterme en un chat de ese mismo idioma? Prendí la notebook y, tras googlear varias direcciones que me llamaron la atención, puse manos a la obra.

Mi amiga Alejandra hacía rato que dormía, y las tres de la madrugada me sorprendieron insomne y bastante aburrida. Que me costara dormir no era novedad, me habían despedido del trabajo hacía menos de una semana. Estaba preocupada porque debía encontrar algo rentable para mantenerme, además de pagar el alquiler de mi casa.

Después de media hora, nadie del chat me pareció interesante y... ¡escribían tan rápido! Demasiado para mi nivel de inglés, por supuesto. Sin embargo, antes de cerrar la ventana del chat, un tal Harvey empezó a hablarme. Pensé en ignorarlo e ir a dormir, pero no sé por qué seguí sentada. En las primeras líneas le aclaré que no era británica ni norteamericana ni australiana ni nada similar, al menos para que no se riera de mi horrible ortografía y se burlara por mis constantes equivocaciones con los verbos. Contestó con un vago «OK» y me preguntó qué hacía de mi vida. Omitiendo la dolorosa verdad, le conté que había renunciado a mi trabajo y estaba intentando practicar inglés con alguien; esta vez consulté qué hora era en Gran Bretaña.

Harvey: Son las ocho.

Escribió de manera escueta.

Adriana: ¿Y ahora te vas a trabajar?

Tipeé rezando para que la frase estuviera bien escrita.

Harvey: De alguna manera, sí.

Adriana: ¿De dónde eres?

Pregunté y escribí más rápido. Al diablo con mi ortografía.

Harvey: Londres, ¿sabes dónde queda?

Adriana: Claro que la ubico, es la capital de Irlanda, ¿no?

Escribí con una sonrisita pérfida.

Harvey: Muy graciosa. Ahora tengo que irme, linda. Toma nota de mi Skype. Bye.

Y se desconectó.

¡Imbécil! ¿Acaso pensaba que iba a anotar su dirección de correo como una desesperada en busca del último hombre sobre la faz de la Tierra? Seguro era igual a Mr. Bean. Iba a cerrar la notebook de un manotazo, cuando cambié de opinión y decidí agregarlo a Skype. ¡Ja!

La siguiente vez que hablamos fue a los dos días. Volví a casa después del día de cita con mi ¿amante?, ¿amigo?, ¿peor es nada? No me considero buena para rotular, solo cabe destacar que no era mi novio ni estaba en sus planes cometer semejante barbaridad. El muchacho en cuestión me echó rápido de su casa, pero con todo el disimulo que pudo; y como entiendo de sutilezas simulé un repentino cansancio y me fui antes de mandarlo adonde se merecía. No era conveniente despreciar al sujeto porque no tenía un segundo amante para reemplazarlo, ¡ya era difícil encontrar uno! Por eso refuto la teoría que habla acerca de que el sexo y un vaso de agua no se le niegan a nadie. Al menos yo no estaba dispuesta a hacer la prueba. Mientras pensaba eso, puse un pie en el living de mi casa y vi a mi compañera de departamento con su novio cenando a la luz de las velas y me vino como anillo al dedo ver a dos enamorados, justo a mí que me iba taaaan bien en ese aspecto. La cruda verdad fue que aquella escena me cayó con la misma intensidad que una pedrada en medio de los dientes, pero los saludé con falsas demostraciones de alegría: «¿Cuánto tiempo de noviazgo cumplen? ¿Dos años, cinco meses, cuatro días y veintitrés minutos? ¡FE-LI-CI-TA-CIO-NES!». Antes de que el gusano de la envidia me perforara el estómago e hiciera que la bilis me saliera por las orejas, me retiré con toda la dignidad que pude.

Entré a mi habitación sin saber qué hacer, y empecé a dar vueltas como un león enjaulado; entonces observé con ansiedad a mi única tabla de salvación: notebook.

Ahí estaba él: Harvey, el hermano no reconocido de Mr. Bean con su onda de siempre esperándome desde el Skype. Al muchacho le gustaba pelear, y ahí estaba yo, con todo el resentimiento a flor de piel para darle batalla. Me sentía como Juana de Arco cuando se subió al caballo y partió al ataque del castillo enemigo.

Después de una hora, ya íbamos por la cuarta pelea, y en mi caso, por el tercer cigarrillo. Por eso cuando tipeó algo así como:

Harvey: Me caes bien, linda. Me haces reír.

Adriana: Me estás cargando, ¿no?

Harvey: No entiendo la cuestión del peso.

Claro, al inglesito no se le hacían entendibles mis expresiones nativas. ¿Qué pasó? Se enojó, por supuesto.

Adriana: Perdón, pensé que te burlabas de mí.

Tipeé esperando el desastre.

Harvey: ¿Quién se burla? ¡Estás usando en inglés palabras que no tienen sentido!

Adriana: Harvey, no quise decir eso.

Harvey: Lo tuyo es un estilo «tomemos como idiota a este, total no se da cuenta», ¿no?

Mi mal carácter hizo erupción como un volcán de Hawaii y nos pusimos a batallar de nuevo, pero esta vez de una manera agresiva. Después de una disputa, una taza de café y dos cigarrillos más de mi parte, pasaron volando otros tres o cuatro cuartos de hora. ¿Quién dijo que las agujas del reloj se aceleran cuando una la pasa fantástico?

Harvey: Hahahahaha.

Adriana: Y ahora de qué te reís?

Harvey: Me río porque somos dos ridículos.

Adriana: Me acusaste de algo que no hice.

Harvey: No te queda esa faceta de doncella sufrida. Me gustas más cuando te muestras hot, peleadora.

Adriana: Qué atrevido!

Harvey: Necesitas a alguien que te dome... alguien como yo, por ejemplo.

Adriana: Por favor, no me tomes el pelo.

Harvey: Si me vieras... estoy riéndome como un demente. Eres un diamante en bruto, querida.

No sabía si creer o no en lo que decía, pero peleando con él había olvidado durante ese rato de charla la fatal noche con mi «peor es nada» y la cena romántica de mi amiga con su novio, e hizo que logre pasar por alto mi decadente soledad a nivel pareja y mi reciente desempleo, que pendía sobre mi cabeza como una espada de Damocles.

Harvey: Orgullosa, siempre quieres tener la última palabra. Eso también me agrada.

Adriana: Y vos no querés ser menos.

Harvey: Eso ni lo dudes, siempre gano yo.

Sus palabras me arrancaron una carcajada.

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Capítulo 2

Las semanas fueron pasando y no recuerdo con exactitud cuántos currículum había mandado por mail ni a cuántas entrevistas me presenté; aunque ninguna valió la pena. Me acuerdo de que en una oportunidad conseguí trabajo tan rápido que llegué a desconfiar de mi propia buena suerte: era demasiado bueno para ser verdad, ¿y qué pudo haber pasado? Lo defino en dos palabras: desastroso, lamentable. Mi tarea fue la de ofrecer seguros por teléfono, algo fatal para alguien como yo que no tiene paciencia ni para vender un caramelo de anís, pero al menos hice el intento. Aguanté dos días y medio incluyendo la capacitación, y también la fecha de mi debut como teleoperadora.

Después de tres horas de insultos donde se referían a mí y a

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