Si el destino cuenta estrellas

Fragmento

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Capítulo 1. Siete segundos en el fin del mundo

¿Qué pasa con los te quiero que no se dicen? Supongo que se pierden, que se olvidan. Y, con el paso de los años, regresan en un recuerdo. Aquella vez en el aeropuerto, en vuestra despedida, cuando tenías una declaración de amor en la punta de la lengua, los ojos vidriosos y el corazón revolucionado. Quizá después de la evocación te preguntes: ¿qué habría pasado si lo hubiera dicho? ¿Cómo y hasta qué punto habrían cambiado las cosas?

Porque esas dos palabras tienen un poder innegable. ¿No es eso lo que nos han hecho creer? ¿Que el amor es el motor del mundo? ¿Que nos arrastra por caminos que, sin su impulso, no recorreríamos?

Desde hace una semana no dejo de pensar en todos los caminos no transitados por culpa de mi silencio: ¿Dónde estaría ahora? ¿Qué habría sido de mi vida si se lo hubiera dicho, al menos, en una de las tantas ocasiones en las que estuve a punto?

Y me sumerjo en los recuerdos. La primera vez que lo pensé, la noche que nos conocimos. Ese amor a primera vista, propio de dos veinteañeros que se dejan llevar por la fuerza de las ilusiones y que se creen inmortales.

O, en aquella ocasión, cuando nos bañamos en el Mediterráneo, bajo una enorme luna que fue testigo de todo el deseo que irradiaba nuestra piel. O, años después, la última noche que pasamos juntos después de aquella discusión.

Ni siquiera en cada una de las ocasiones en que mi cuerpo y el suyo fueron uno me atreví a decirle lo que sentía.

Tengo demasiados te quiero acumulados. Había pensado que los olvidaría. Que, el paso del tiempo y, sobre todo, la distancia, los sometería a un hechizo de olvido. Después de todo, nuestras vidas han discurrido en paralelo últimamente. La mía, con mi pequeño negocio de organización de bodas; la suya, como jugador de rugby en el fin del mundo.

Y, sin embargo, el peso de lo que no le dije ha caído de repente sobre mí, por culpa de una llamada de teléfono de mi mejor amiga Sara, que vive en el mismo lugar que él.

Ahora estoy en un avión. Casi treinta y cuatro horas de vuelo haciendo escala en Singapur para llegar a Christchurch (o Ōtautahi, como la llaman en maorí).

«He aparcado mi vida porque Sara y yo somos como hermanas, porque hemos estado juntas casi en todos los momentos malos desde que éramos niñas», me digo aun a sabiendas de que me engaño a mí misma.

La mentira no va a dejar de serlo aunque la enmascare de verdades. Porque solo hay una razón para que haya cometido tal locura.

—Señoras y señores, les informamos de que vamos a tomar tierra. La temperatura en este día de julio es de trece grados. Les agradecemos que hayan decidido viajar con Air New Zealand.

Otro continente, otro océano, otra estación. A todo eso me enfrento cuando desciendo del avión.

Pronto localizo a Sara. Está tan delgada como siempre, guapa como una estrella de cine clásico, con su cabello rubio liso, la cara de muñeca con rasgos tan suaves que nunca adivinan la edad real que tiene, los ojos del color del cielo en un día despejado, la sonrisa amplia que nunca miente.

Nos abrazamos y damos saltos, girando a la vez. Nuestras risas vuelan y nos envuelven como remolinos de felicidad.

—¡De verdad has venido! ¡Cuando me has llamado desde Madrid creía que bromeabas! ¡No me lo esperaba! Pero… te he echado de menos —me dice, y me doy cuenta de que tiene lágrimas en los ojos. Yo también estoy emocionada, pero me cuesta tanto llorar que, de las dos, siempre me han considerado la fría, la poco sentimental.

—Yo también te he echado de menos —le digo guiñándole el ojo.

—Creo que esta isla no está preparada para tu llegada —bromea ella, pero la noto un poco nerviosa.

Me echo a reír y ella se cuelga de mi brazo.

—¿Qué equipaje has traído?

Le señalo la mochila que llevo en la espalda.

—¿Solo eso? —pregunta abriendo mucho los ojos.

—¿De verdad te sorprende?

—No, lo cierto es que no —dice, riéndose—. ¡Mi pelirroja loca! ¿Cuántas veces has cambiado de hogar en los últimos seis años?

—Doce veces. Llevo doce mudanzas. Por eso he aprendido que las cosas materiales no van conmigo. Todo lo que se puede comprar se puede reemplazar.

Sara no me entiende, pero me dedica una sonrisa. Sé que ella tiene gran apego a sus vestidos, a sus libros, a sus zapatos. Porque hay una historia escondida en cada objeto.

«¿Te acuerdas de cuando me puse este vestido rojo y bailamos hasta las tantas en la playa?», «¿Recuerdas que compré este libro en aquel viaje a Escocia?», «¿Te acuerdas de que me dieron mi primer beso con aquella chaqueta vaquera?».

De hecho, cuando por las circunstancias tuvo que tomar un avión y viajar a Nueva Zelanda, no solo le dolió hacerlo de manera abrupta y con el corazón roto y el miedo en el cuerpo, sino tener que dejar las cosas que más amaba y que en el fondo, siempre le han otorgado seguridad en sí misma. Las que yo llevo años enviándole en paquetes que ella misma costea.

Por el contrario, yo solo llevo en la mochila algo de ropa limpia y mi tablet, donde tengo todo lo necesario para seguir trabajando aunque sea en el fin del mundo.

Abandonamos la terminal entre risas y cuando salimos, me sorprende la nieve. Los copos revolotean como en esas bolas de cristal que a mi madre le encantaban.

—¡Vaya! ¡Hacía años que no veía nevar! —exclamo. Cierro los ojos y alzo la cara al cielo. Siento la nieve rozar mi rostro e imagino que se está perdiendo en mi despeinada melena naranja.

—Ya sabía yo que te gustaría.

Su voz me congela. Sé que todo mi cuerpo se altera y se tensa. Él también ha acudido a este reencuentro. Cuando me giro en la dirección de la que ha venido su voz, el corazón ya me late demasiado rápido. Mis ojos le escanean con ansiedad. El pelo dorado peinado de manera impecable, pero con nieve entre los mechones. El rostro masculino con esas facciones marcadas que le dan un aspecto rudo, como de cowboy, una barba arreglada, la boca curvada en media sonrisa, y los ojos que se empequeñecen al reír y se rodean de unas arrugas que siempre me han resultado de lo más sexy.

Quiero contestarle algo ingenioso, algo divertido. Meterme con él, pero no puedo. Ni siquiera soy capaz de moverme. Solo cuando él avanza hasta mí y me abraza, mi cuerpo reacciona.

Porque ese es el poder que él siempre ha tenido sobre mí. Logan, con sus manos, sus miradas, sus palabras, hace que toda yo sea una reacción en cadena.

Cuando sus brazos me toman por la cintura y me alzan, yo rodeo sus hombros con los míos y me aferro a él, hundiendo mi cara junto a su cuello. A pesar de que su ropa está fría, con pequeños copos engarzados en el tejido, puedo sentir el calor que irradia su cuerpo y su aroma, que transporta mi memoria a la última vez que estuvimos abrazados, también en un aeropuerto.

Cuando mis pies tocan de nuevo el suelo, me atrevo a alzar la cara hacia él.

Logan me está evaluando. Mi pelo naranja, lleno de caracoles indomables y rastas, mis pecas, mis ojos verdes, el piercing de mi nariz que no estaba la última vez que nos vimos.

Me doy cuenta de cada instante en que su mirada se desliza por mi rostro hasta posarse en mis labios entreabiertos.

Siete segundos se detiene en mi boca.

Justo como aquella última vez. Ahora, años después, estos siete segundos en el fin del mundo me recuerdan la razón real que me ha traído hasta aquí.

Las palabras que nunca dije. Los caminos que no tomé al hacerlo. Los condicionales, los qué habría pasado si…

Los te quiero que se quedaron en mi garganta y que ahora pesan y me ahogan.

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Capítulo 2. Primer te quiero que no dije

Todo comenzó aquel verano de 2010, en el que cumplí los veinte. Estaba en segundo curso de la universidad, pero para ganar un dinero que me ayudara, los fines de semana y las vacaciones trabajaba como camarera en un selecto restaurante de un club social de una urbanización.

Era casi medianoche y estaba secando las copas porque mi turno acababa. Tenía ganas de terminar, porque sabía que Sara me esperaba en nuestro pub de música favorito. Estaba tan animada que tarareaba Bohemian Rhapsody en voz baja.

—Gran canción y una bonita voz— escuché detrás de mí en inglés. Me giré con tal rapidez que los mechones de mi pelo cruzaron mi cara. Los aparté de un soplido antes de fijarme en él. Tenía una sonrisa cautelosa, porque mi reacción había sido brusca, llena de recelo.

Cuando estás detrás de una barra desarrollas una coraza de ingenio y respuestas rápidas.

Después de su sonrisa me fijé en sus ojos. Eran increíblemente azules. Me imaginé que teníamos más o menos la misma edad y eso hizo que las murallas que acababa de levantar bajaran un poco.

—Gran canción, sí. Insuperable. La voz es mejorable, pero gracias por el cumplido.

Mis palabras fueron una tregua y él asintió aceptándola.

—¿Eres nuevo por aquí? —Aquel club era exclusivo y se pagaba una pasta para pertenecer a él.

—Sí —respondió—. Mi padre, Ewan Huisman, es socio y he venido a pasar el verano con él.

Conocía a su padre. Lo había servido en más de una ocasión. Siempre tomaba lo mismo: sangría española, de la que se declaraba enamorado.

—¿Vienes de muy lejos? —le pregunté, mientras seguía secando copas.

—De Nueva Zelanda.

—Ya decía yo que tu acento era muy raro. Yo soy Eleonora. —Le tendí la mano. Cuando él me la estrechó, el calor que desprendía envió un estremecimiento a mi piel, que se erizó—. Pero todos me llaman Nora.

—Yo soy Logan —me respondió manteniéndome la mirada.

Mentiría si dijera que no me fijé en lo guapo que era, con los rasgos equilibrados y la boca bonita, aunque se notaba que había tomado demasiado el sol y la piel estaba enrojecida en las mejillas y en la punta de la nariz.

—Encantada, Logan.

—Lo mismo digo.

¿Sabéis esos momentos que siempre se recuerdan? Pues ese primer contacto fue uno de esos, porque nos quedamos un buen rato con las manos juntas mientras nos manteníamos la mirada.

Fui yo la que me aparté y bajé los ojos. Cogí la última copa y me puse a secarla, mientras trataba de que nada en mí denotara lo mucho que me había afectado ese roce que habíamos alargado.

Sabía que él seguía mirándome, sorprendido y lleno de curiosidad.

—Tu padre y sus amigos están en el salón. ¿Por qué no estás con ellos?

—Porque me doblan la edad y sus conversaciones me aburren —confesó él, divertido—. Vaya verano me espera… No conozco a nadie más y no sé bajar al pueblo.

Y entonces, no sé muy bien por qué, le dije:

—Yo acabo en diez minutos. Si quieres, puedes venirte conmigo a tomar una copa. Tenemos un pub en el que ponen canciones de Freddie Mercury… Luego te prometo que te acercaré a tu casa.

—De acuerdo ―aceptó él con una sonrisa.

Unos quince minutos después, salí del club social al jardín frontal. Logan me esperaba con las manos en los bolsillos. Yo me había cambiado de ropa y me había soltado el pelo. Me acerqué con lentitud a él, porque de repente me sentía nerviosa y un poco insegura. Tomé aire y dije:

―¿Preparado?

Cuando vi la sonrisa radiante que me dedicaba, todos mis miedos iniciales desaparecieron.

Por aquel entonces yo tenía un pequeño Peugeot 205 blanco con el que me movía de un lado a otro. Cuando subimos, me di cuenta de que el espacio se volvía íntimo, pero no incómodo. Fue la primera vez que percibí su aroma y que también vi como su sonrisa temblaba un poco por timidez.

Lo primero que hice fue poner música. Un poco de rock and roll para relajar el ambiente. Un nexo en común entre dos extraños que habían colisionado de forma casual.

—Me encanta esta canción —dijo al reconocer los acordes de Eye of the Tiger, de Survivor.

Nos sumergimos en el silencio mientras disfrutábamos de la canción. El pueblo quedaba a un kilómetro y medio de la urbanización, casi el tiempo que duró la melodía.

Cuando estacioné el coche frente al pub, Logan se sorprendió. La gente estaba fuera, charlando y riendo con cubatas en la mano.

—¿Te gusta?

—Tiene buena pinta.

—Pues verás por dentro.

Sabía que el lugar le conquistaría. Y no me equivoqué. Entró con los ojos muy abiertos porque el pub causaba ese efecto en los que entraban por primera vez. Sobre todo, si eran unos apasionados de la música.

En las paredes no cabía ni un cuadro más porque había decenas colgados. Pósteres de grupos, de carátulas de discos, fotografías firmadas por estrellas del rock. Y guitarras por todos los lados. Incluso colgando del techo.

Vi a Sara, que estaba al final del todo, de la mano de un chico. Yo lo conocía de vista. Se llamaba Asier y llevaban tonteando un tiempo. Parecía que por fin la cosa había cuajado.

—¡Nora! —exclamó al verme. Se acercó a mí y nos fundimos en un abrazo. Por su mirada brillante y la sonrisa que no podía disimular imaginé que por fin había roto el hielo con aquel chico.

—Veo que la noche va bien —le dije.

—¡Genial! ¿Y qué tal la tuya?

—Acabo de salir del curro y he conocido a alguien al que le gusta Freddie Mercury.

Sara me miró con cara interrogativa.

Logan se había quedado a unos metros, mirándolo todo con sorpresa y curiosidad, así que le toqué discretamente el brazo para llamar su atención. Me dedicó una sonrisa cálida y tan atractiva que por primera vez en mi vida sentí un cosquilleo en el estómago.

¿Era eso lo que se sentía? ¿Lo que Sara me había contado una y otra vez? Por aquel entonces, había salido con un par de chicos, pero había roto las relaciones porque acababa aburrida. Sara decía que era porque nadie me había hecho sentir nada parecido al amor. También pensaba que el amor estaba sobrevalorado. Que nos lo habían vendido demasiado bien pero que, en realidad, solo eran cuentos de hadas.

Sara se limitaba a negar con la cabeza sonriente, armándose de paciencia. Y luego me decía: «Ya te llegará. Empieza con un cosquilleo en el estómago y luego ya es imparable. ¡Te habrás enamorado!».

—Quería presentarte a alguien —le dije, cuando me recuperé de aquel cosquilleo extraño.

Logan asintió y sin que su sonrisa desapareciera ni un solo instante, le tendió la mano a mi amiga.

—Esta es Sara —le dije en inglés—. El padre de Logan es socio del club donde trabajo. Hemos hablado y le he invitado a tomar una copa y a escuchar buena música.

—¿En serio? —Sara me miraba con picardía—. ¡Pues has elegido un lugar genial! Seguro que lo pasáis muy bien. —Me guiñó el ojo, con escaso disimulo—. Asier y yo nos hemos tomado algo y ahora nos vamos a la playa. —Se inclinó hacia mí y susurró—: ¡Ya me contarás!

Cuando se marcharon, volvimos a quedarnos solos. Tomamos asiento en una esquina de la barra, tan cerca que nuestros muslos se rozaban sin que pudiéramos evitarlo. Para mi sorpresa, me di cuenta de que él se sonrojaba con el roce. Me pareció muy mono. Era guapo, mucho. De hecho, había captado la atención y las miradas de casi todas las mujeres que había en el local, así que me imaginé que era alguien acostumbrado al contacto femenino. Y, sin embargo, actuaba con timidez y estaba muy cortado. Pedimos dos cervezas, ambas sin alcohol, y durante unos instantes, no hablamos.

Hasta que sonó la primera canción de Queen de la noche.

We will rock you.

—¿Ves? —le dije dándole un leve codazo—. Yo siempre cumplo mis promesas.

Él meneó la cabeza, sonriente, y entonces nos miramos. Hubo un momento en el que el resto del mundo desapareció. Incluso los acordes y la poderosa voz de nuestro cantante favorito se desvanecieron como por arte de magia, porque yo solo veía sus ojos azules, tan hermosos, mirándome con esa intensidad que erizaba el vello de mis brazos y me llenaba de mariposas.

Esa fue la primera vez que pensé que, si existía algo como el amor, tenía que ser algo así. Esa comodidad con alguien, esa complicidad mágica, las promesas escondidas en la curva de la boca, la excitación con cada caricia…

Pero la noche acabó y no lo dije. A pesar de que nos quedamos charlando hasta que cerraron el local, nos desgañitamos cantando todos los temazos y luego, cuando lo llevé de regreso a la urbanización, permanecimos hasta el amanecer hablando y contándonos cosas de nuestras vidas.

Fue una noche perfecta. Por eso tal vez no quise estropearla con palabras que aún no conocía.

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Capítulo 3. Los superpoderes de Logan

Hacía una semana. Una semana desde que Sara me llamó llorando para pedirme perdón. Le pregunté por qué debía perdonarla y, entre lágrimas, me confesó que se había liado con Logan.

Lo cierto es que me quedé tan perpleja que reaccioné como siempre hago cuando algo me duele. Sonrío, bromeo. Escondo la tristeza debajo de chistes malos y de comentarios superficiales.

Una vez, en una discusión ―la única que hemos tenido― Logan me dijo que ese comportamiento formaba parte de una coraza exasperante.

«¿Es que nada te importa? ¿Es que todo te lo tomas a broma, Nora?», me dijo, pasándose la mano por el pelo, desesperado.

Le respondí con una tontería y entonces él me besó. Quería decirle que me dolía. Claro que lo hacía. Que me partía el alma. Pero no se lo dije. Ni siquiera después de la última noche que pasamos juntos.

Y ahora, seis años después, cuando mi mejor amiga me contó que se había liado con el amor de mi vida, me limité a responder con una broma.

Pero esa noche no pude conciliar el sueño, porque me di cuenta de que había desperdiciado los últimos años de mi vida. Tengo treinta años. Desde que Logan se cruzó en mi vida he comparado a todos los hombres con él.

Y ahora, él se ha liado con mi mejor amiga.

Siempre he sido una persona impulsiva, pero venirme a Nueva Zelanda de esta manera supera todo lo que he hecho hasta ahora.

No puedo evitar pensarlo en el recorrido desde el aeropuerto hasta el lugar donde voy a alojarme.

En la maldita casa de Logan.

Al parecer, en el piso que Sara comparte con dos compañeros de trabajo no se admiten visitas. Y claro, el hecho de que la he avisado de que venía

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