Si el destino cuenta estrellas

Natalia Sánchez Diana

Fragmento

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Capítulo 1. Siete segundos en el fin del mundo

¿Qué pasa con los te quiero que no se dicen? Supongo que se pierden, que se olvidan. Y, con el paso de los años, regresan en un recuerdo. Aquella vez en el aeropuerto, en vuestra despedida, cuando tenías una declaración de amor en la punta de la lengua, los ojos vidriosos y el corazón revolucionado. Quizá después de la evocación te preguntes: ¿qué habría pasado si lo hubiera dicho? ¿Cómo y hasta qué punto habrían cambiado las cosas?

Porque esas dos palabras tienen un poder innegable. ¿No es eso lo que nos han hecho creer? ¿Que el amor es el motor del mundo? ¿Que nos arrastra por caminos que, sin su impulso, no recorreríamos?

Desde hace una semana no dejo de pensar en todos los caminos no transitados por culpa de mi silencio: ¿Dónde estaría ahora? ¿Qué habría sido de mi vida si se lo hubiera dicho, al menos, en una de las tantas ocasiones en las que estuve a punto?

Y me sumerjo en los recuerdos. La primera vez que lo pensé, la noche que nos conocimos. Ese amor a primera vista, propio de dos veinteañeros que se dejan llevar por la fuerza de las ilusiones y que se creen inmortales.

O, en aquella ocasión, cuando nos bañamos en el Mediterráneo, bajo una enorme luna que fue testigo de todo el deseo que irradiaba nuestra piel. O, años después, la última noche que pasamos juntos después de aquella discusión.

Ni siquiera en cada una de las ocasiones en que mi cuerpo y el suyo fueron uno me atreví a decirle lo que sentía.

Tengo demasiados te quiero acumulados. Había pensado que los olvidaría. Que, el paso del tiempo y, sobre todo, la distancia, los sometería a un hechizo de olvido. Después de todo, nuestras vidas han discurrido en paralelo últimamente. La mía, con mi pequeño negocio de organización de bodas; la suya, como jugador de rugby en el fin del mundo.

Y, sin embargo, el peso de lo que no le dije ha caído de repente sobre mí, por culpa de una llamada de teléfono de mi mejor amiga Sara, que vive en el mismo lugar que él.

Ahora estoy en un avión. Casi treinta y cuatro horas de vuelo haciendo escala en Singapur para llegar a Christchurch (o Ōtautahi, como la llaman en maorí).

«He aparcado mi vida porque Sara y yo somos como hermanas, porque hemos estado juntas casi en todos los momentos malos desde que éramos niñas», me digo aun a sabiendas de que me engaño a mí misma.

La mentira no va a dejar de serlo aunque la enmascare de verdades. Porque solo hay una razón para que haya cometido tal locura.

—Señoras y señores, les informamos de que vamos a tomar tierra. La temperatura en este día de julio es de trece grados. Les agradecemos que hayan decidido viajar con Air New Zealand.

Otro continente, otro océano, otra estación. A todo eso me enfrento cuando desciendo del avión.

Pronto localizo a Sara. Está tan delgada como siempre, guapa como una estrella de cine clásico, con su cabello rubio liso, la cara de muñeca con rasgos tan suaves que nunca adivinan la edad real que tiene, los ojos del color del cielo en un día despejado, la sonrisa amplia que nunca miente.

Nos abrazamos y damos saltos, girando a la vez. Nuestras risas vuelan y nos envuelven como remolinos de felicidad.

—¡De verdad has venido! ¡Cuando me has llamado desde Madrid creía que bromeabas! ¡No me lo esperaba! Pero… te he echado de menos —me dice, y me doy cuenta de que tiene lágrimas en los ojos. Yo también estoy emocionada, pero me cuesta tanto llorar que, de las dos, siempre me han considerado la fría, la poco sentimental.

—Yo también te he echado de menos —le digo guiñándole el ojo.

—Creo que esta isla no está preparada para tu llegada —bromea ella, pero la noto un poco nerviosa.

Me echo a reír y ella se cuelga de mi brazo.

—¿Qué equipaje has traído?

Le señalo la mochila que llevo en la espalda.

—¿Solo eso? —pregunta abriendo mucho los ojos.

—¿De verdad te sorprende?

—No, lo cierto es que no —dice, riéndose—. ¡Mi pelirroja loca! ¿Cuántas veces has cambiado de hogar en los últimos seis años?

—Doce veces. Llevo doce mudanzas. Por eso he aprendido que las cosas materiales no van conmigo. Todo lo que se puede comprar se puede reemplazar.

Sara no me entiende, pero me dedica una sonrisa. Sé que ella tiene gran apego a sus vestidos, a sus libros, a sus zapatos. Porque hay una historia escondida en cada objeto.

«¿Te acuerdas de cuando me puse este vestido rojo y bailamos hasta las tantas en la playa?», «¿Recuerdas que compré este libro en aquel viaje a Escocia?», «¿Te acuerdas de que me dieron mi primer beso con aquella chaqueta vaquera?».

De hecho, cuando por las circunstancias tuvo que tomar un avión y viajar a Nueva Zelanda, no solo le dolió hacerlo de manera abrupta y con el corazón roto y el miedo en el cuerpo, sino tener que dejar las cosas que más amaba y que en el fondo, siempre le han otorgado seguridad en sí misma. Las que yo llevo años enviándole en paquetes que ella misma costea.

Por el contrario, yo solo llevo en la mochila algo de ropa limpia y mi tablet, donde tengo todo lo necesario para seguir trabajando aunque sea en el fin del mundo.

Abandonamos la terminal entre risas y cuando salimos, me sorprende la nieve. Los copos revolotean como en esas bolas de cristal que a mi madre le encantaban.

—¡Vaya! ¡Hacía años que no veía nevar! —exclamo. Cierro los ojos y alzo la cara al cielo. Siento la nieve rozar mi rostro e imagino que se está perdiendo en mi despeinada melena naranja.

—Ya sabía yo que te gustaría.

Su voz me congela. Sé que todo mi cuerpo se altera y se tensa. Él también ha acudido a este reencuentro. Cuando me giro en la dirección de la que ha venido su voz, el corazón ya me late demasiado rápido. Mis ojos le escanean con ansiedad. El pelo dorado peinado de manera impecable, pero con nieve entre los mechones. El rostro masculino con esas facciones marcadas que le dan un aspecto rudo, como de cowboy, una barba arreglada, la boca curvada en media sonrisa, y los ojos que se empequeñecen al reír y se rodean de unas arrugas que siempre me han resultado de lo más sexy.

Quiero contestarle algo ingenioso, algo divertido. Meterme con él, pero no puedo. Ni siquiera soy capaz de moverme. Solo cuando él avanza hasta mí y me abraza, mi cuerpo reacciona.

Porque ese es el poder que él siempre ha tenido sobre mí. Logan, con sus manos, sus miradas, sus palabras, hace que toda yo sea una reacción en cadena.

Cuando sus brazos me toman por la cintura y me alzan, yo rodeo sus hombros con los míos y me aferro a él, hundiendo mi cara junto a su cuello. A pesar de que su ropa está fría, con pequeños copos engarzados en el tejido, puedo sentir el calor que irradia su cuerpo y su aroma, que transporta mi memoria a la última vez que estuvimos abrazados, también en un aeropuerto.

Cuando mis pies tocan de nuevo el suelo, me atrevo a alzar la cara hacia él.

Logan me está evaluando. Mi pelo naranja, lleno de caracoles indomables y rastas, mis pecas, mis ojos verdes, el piercing de mi nariz que no estaba la última vez que nos vimos.

Me doy cuenta de cada instante en que su mirada se desliza por mi rostro hasta posarse en mis labios entr

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