El diario de Leonor (Un romance en la colonia 3)

Arlene Sabaris

Fragmento

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Capítulo 1

Cuba, febrero de 1790

En la montaña, el viento de la madrugada remece los árboles y se lleva el quejido de un hombre a mitad del valle.

—Es la única mujer a la que mi corazón amará, Kundi... mi alma está abierta, y nada podrá cerrar esta herida terrible jamás... ¡habla con tus dioses, que me dejen verla solo una vez! ¡Guadalupeeeee!

—Su merced... el sereno le hará daño, mejor será que entre.

—¡Moriré! ¡No me importa si eso es lo que hace falta para volver a verla!

—No quiere usted eso. Mañana, cuando el aguardiente ya no corra en su sangre, pensará usted mejor sus asuntos.

—¡Guadalupeeeeee!

—Su merced, los muertos no responden. No cuando uno quisiera. Muchas mujeres tiene usted, ¿por qué se empeña en la única que ya se fue de este mundo?

—Kundi, no podré amar a nadie jamás. Estoy destinado a ser el guardián de su amor, nadie hay igual a ella, ni antes del mar ni después de este.

—Las hay vivas, su merced, las mujeres vivas son más fáciles de amar... por lo menos corresponderán a su amor.

En la hacienda, la discusión se prolongó hasta que, después de llorar, Alejandro Ramírez se dejó caer derrotado sobre la hamaca colgada en la galería frontal de la casa grande. Ahí se durmió y despertó al día siguiente, sin recordar los eventos de la noche, y con el palpitar que dejaba el licor en su cabeza como única evidencia.

Era la misma escena que se repetía cada año, durante algunas noches y siempre en febrero. Aun cuando ya ocho años habían transcurrido, en las primeras noches de invierno se empeñaba en ir solo a su casa de la montaña, bebía aguardiente para entrar en calor, soñaba despierto con Guadalupe del Rosario y gritaba su nombre mirando a lo infinito de la noche, tan fuerte que en ocasiones los esclavos llegaron a pensar que su espíritu le respondía en el titilar de las estrellas. Su fiel lacayo personal, un negro congolés que lo conocía desde que era apenas un niño, era el único que lo convencía de entrar a la casa después de insistir por lo menos durante una hora.

Con la piel canela de su madre y los ojos azabache de su padre, gustaba de pasar sus días en el monte a caballo supervisando sus tierras o echado en una hamaca, mientras alguna esclava le masajeaba con aceite los pies. Pasaba de los treintaiún años. Con el dinero y poder de tres generaciones en sus manos y más mujeres que amores dispuestas a sus pies, Alejandro Ramírez creía ser feliz.

Por la mañana, el paisaje verde de la campiña lo esperaba como siempre, ajeno a las lágrimas de la madrugada. La naturaleza no juzgaba sus indiscreciones, los animales no cuestionaban su soltería ni retaban sus decisiones, allí era libre, inmune a la sociedad cruel que se doblegaba por dinero, pero seguía relegando a un segundo lugar a aquellos comunes, incapaces como él de conseguir un certificado de pureza de raza. Eso no lo detuvo nunca, no era algo en lo que soliera pensar, ni siquiera lo quería. Los altos grados militares no le interesaban, y sus hatos eran más que suficientes para guardarle un espacio en las más selectas reuniones. Era todo lo que necesitaba y ya de todo aquello disponía.

El jarrón de barro con leche fresca fue lo único que tocó del desayuno. Se lo habían preparado afuera, debajo del árbol de caoba donde solía sentarse a contemplar, por horas, su propiedad. Abrió la correspondencia y encontró la carta del vizconde Antonio de Salinas, un listado de pedidos curiosos para sus hijas y su mujer. Lo había ayudado meses antes a preparar el viaje, y uno de sus propios escoltas había partido en el mismo barco que regresaría con ellas en abril. Todo era planificado con anticipación exagerada, un viaje a España podía tomar cuatro meses si todo salía bien, pero el de retorno al Caribe llevaba mucho menos de la mitad.

En unas semanas partiría él mismo a Santo Domingo a entregar los encargos y aprovecharía para visitar a su hermana en el convento. Leía los pedidos del vizconde, ya habían transcurrido algunos años desde su primer encuentro con él en Santo Domingo; y a pesar de que el vizconde escribía con comisiones cada cierto tiempo, estaba acostumbrado a sus misivas cortas y concisas. Ese correo era distinto. Los pedidos venían acompañados de un extenso párrafo elogiando a cada una de sus hijas.

Lucía, de carácter sereno y devota de la iglesia, amorosa sin contemplaciones y la de los ojos verde olivo más hermosos vistos jamás, idénticos a los de mi mujer. Para ella, un rosario de cuentas púrpura, en oro puro, y un crucifijo, también en oro, para adornar su cuello. Una biblia de las más grandes que encuentre, especialmente para ella, y un bolso para su catecismo, que pueda llevar a todas partes. Para su melliza, Leonor, mi apasionada hija de dorada cabellera y ojos de felino desafiante, oh, mi querida Leonor, ama los bailes. No puedo más que complacerla con el más hermoso de los vestidos, le ruego encontrar telas de brocados finos y damasco poco común, ella detesta parecerse al resto de las muchachas, se queja todo el tiempo de ello en sus cartas. Necesito guardar papel, tinta y plumas suficientes para que escriba, de otro modo la ausencia de bailes en Santo Domingo la pondrá de un humor terrible. Es lo que dice su madre, pero me temo que ellas dos son más parecidas de lo que se atreven a confesar. Para mi primogénita, Sofía, la tela blanca más fina que pueda encontrar, los encajes más delicados y los hilos de oro más caros, su vestido de novia debe ser adecuado a su belleza incomparable, debe hacer justicia a su carácter obediente y a la dulzura de su temperamento. ¡Su boda con el marqués tendrá que ser el evento más importante del año! Debe usted también preparar sus más finas ropas para acompañarnos en esta fiesta.

Alejandro Ramírez leía con impaciencia las líneas, como si se tratara de una orden más. «Cada padre tiene siempre las hijas más hermosas, ¡ah!, no conocieron nunca a mi Guadalupe», se quejó. El hacendado no sospechaba, al pronunciar aquellas palabras, las tantas veces que volvería a leer esa carta unos meses después. El destino ya estaba escrito, y por segunda vez en su vida, no podría controlar las líneas que habían sido escritas para él.

Santo Domingo, parte este de la isla Hispaniola, abril de 1790

El importante hacendado y comerciante, en ese viaje, había traído los encargos que le hiciera el vizconde meses antes. Uno de los cuñados del señor Ramírez había amasado su fortuna en el embarcadero de Majimelena, era dueño de navíos que viajaban recorriendo los puertos del Caribe y América del Sur hasta Sevilla y Cádiz. Solo en esos transportes confiaba el vizconde para enviar sus asuntos a España y sabía que su amigo haría lo imposible por ofrecer la mayor comodidad a su mujer y a sus hijas en su traslado a Santo Domingo. Era una cuestión de días para que ya estuvieran sanas y salvas reunidas con él. Conversaban con soltura en el gabinete del vizconde, a plena tarde en la casa Salinas, justo en el centro de la ciudad de Santo Domingo, muy cerca de la calle Las Damas, y a solo unos pasos de la calle Imperial, allí donde vivían las personas más importantes de la sociedad colonial española.

—Conocerá al resto de mi familia, así como he conocido yo a la suya. Estará usted en la ciudad para el aniversario de la señora del gobernador, ¿no es

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