Capítulo 1
Sus pasos resonaban por el empedrado que bordeaba el lago artificial del campus. El viento era frío, y pequeñas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre su rostro, lo que lo obligó avivar el paso. Un golpe de viento le alborotó el pelo rubio, algo largo, y se lo puso detrás de las orejas con un gesto mecánico. A pocos metros de distancia vio el edificio al que se dirigía, y una sonrisa iluminó su rostro a pesar de la hora temprana de un sábado.
Cuando cruzó la puerta, suspiró aliviado y se secó las deportivas en el felpudo antes de entrar al gran hall que tenía ante él. Lo embargó esa sensación de plenitud que se tiene cuando vuelves a casa tras un largo tiempo fuera, cuando te quedas dormido en el sofá viendo una peli o cuando te sientas frente a una chimenea encendida: la sensación de estar en tu hogar, allí a donde perteneces. Sonrió una vez más y se limpió las gafas que, con la lluvia, estaban salpicadas de pequeñas gotas.
Se dirigió hacia el interior del edificio, la gran biblioteca interfacultativa de la Universidad de Cantabria, la única que estaba abierta los fines de semana, y su favorita desde que había comenzado la carrera hacía más de diez años. Bueno, para ser justos, comenzó la carrera y la terminó, luego empezó otra y también la terminó; después vino el máster y ahora estaba con el doctorado. Si por Guillermo, fuera no volvería a su casa por las noches y se quedaría a dormir allí.
Entró con una sonrisa radiante a la sala de estudio, que se le congeló en cuanto lanzó un rápido vistazo a la derecha. Su mesa estaba ocupada por otro estudiante. Su. Mesa. Por otro estudiante. No se veía en Cantabria un atrevimiento hostil de esas proporciones desde que los antiguos romanos arrinconaron a las tribus celtas en las montañas hasta su casi extinción. Guillermo se sentía ultrajado, herido, agraviado, humillado y un buen montón de sinónimos más, que para eso era licenciado en Hispánicas, y las letras eran su mundo.
Una rápida mirada de auxilio en dirección a Juana, la bibliotecaria, bastó para que esta saliera de detrás de su mostrador y se dirigiera al intruso que, con premeditación y alevosía, había okupado unas mesas que no eran suyas. Un rápido intercambio de palabras, unas sonrisas corteses y un gesto que no admitía réplica convencieron al joven de que ese sitio no era para él y se marchó a continuar su estudio en otra mesa. Guillermo suspiró agradecido, y notó cómo había estado aguantando la respiración durante toda la conversación de Juana con el usurpador desconocido. Luego le llevaría un café para agradecérselo; la bibliotecaria era algo así como su ángel de la guarda tras esas paredes, y aunque él fuera firmemente ateo, sabía que es inteligente llevarse a bien con las personas que cuidan de uno.
Cuando ella volvió tras su mostrador, él puso rumbo a su sitio favorito en el mundo. Esa mesa —en verdad eran cuatro juntas formando un cuadrado, aunque él las usaba todas para sí y solía pensar en estas como en una sola— estaba en la posición perfecta. Al lado de la ventana, para poder contemplar el campus en los momentos de meditación, pegada a un radiador para las tardes de invierno, y cerca, pero sin estar debajo, de uno de los aparatos de aire acondicionado. Era el santo grial de las mesas de estudio, y llevaba siendo suya el último decenio.
En ese tiempo había perfeccionado su técnica para que nadie más se sentara a su alrededor y lo interrumpiera preguntándole la hora o lo distrajera dando golpecitos con el boli en la mesa. El truco estaba en que pareciera que las mesas las usaban personas distintas entre sí. Sacó sus libros de consulta y los puso a su lado, junto a un estuche rosa con dibujos de gatitos con purpurina. Luego sacó los apuntes que había tomado y los ubicó en la mesa en frente de la que él ocuparía y dejó convenientemente a la vista un paquete de tabaco y un jersey en el respaldo de la silla. Las novelas que estaba leyendo en ese momento, pues siempre lleva dos o tres a la vez, y que le servían de distracción cuando llegaba a un punto muerto, en la mesa en diagonal con su propia chaqueta en el respaldo de la silla. Y, por último, él se sentó junto a la ventana con el portátil abierto y la sensación de que el mundo giraba tal y como debía hacerlo.
Capítulo 2
Lenguaje, cultura y política en John Stuart Mill, de «Dos cartas sobre la medida del valor» a «Tres ensayos sobre religión» en la sociedad del siglo XIX.
Le fascinaba el tema de su tesis, su tutor le había dado un regalo de Navidad adelantado cuando se lo anunció. No solo se metería de lleno en el razonamiento filosófico de uno de sus autores favoritos, sino que además podrá verlo desde el punto de vista lingüístico, político y social. Salivaba ante la idea como un perrito de Pavlov al que han hecho sonar la campana. De momento estaba en la fase de documentación, su etapa favorita, pues significaba leer toneladas de libros, contrastar información y crear el esquema de lo que después sería su tesis.
La lluvia había arreciado y ya golpeaba los cristales de la biblioteca con fuerza, creando el tempo de una melodía que nadie había sido todavía capaz de entender. Su móvil vibró y estuvo tentado de ignorar la llamada, pero vio que era Ricardo y, soltando un bufido (por lo bajo, que estamos en una biblioteca), salió al pasillo para responder.
—Dime —contestó con tono seco.
—Hermanito, ¿por dónde andas?
—Es sábado —indicó pensando que la respuesta lógica era obvia para cualquiera, pero luego se decidió a añadir—: estoy en la facultad.
—Ya, eso me temía... Mira, te invito a comer en Olivia.
—No puedo, estoy muy liado, los plazos, la investigación, ya sabes.
—No, no tengo ni idea, lo que sí sé es que tienes que comer de todas formas y que hace tiempo que no hablamos. Hay un par de temas que quería discutir contigo, sobre la cadena y sobre papá.
Guillermo dio un ligero respingó al escuchar la alusión a su padre, no hacía mucho que se había enterado de que este tenía una relación con una mujer prácticamente de su misma edad. Angustias, Amparo... Algo así era, tampoco le prestó demasiada atención, pues le tocó jugarse la vida con unos traficantes de piedras preciosas para salvar a una de las hijas de la novia de su padre. Una sonrisa le subió a los labios recordando aquellos momentos en los que se comportó como un auténtico héroe, aunque su hermano se encargó de sacarlo de su fantasía y de devolverlo a la realidad.
—¿Sigues ahí?
—Sí, sí, perdona... ¿Qué decías?
—Te estaba invitando a comer, y tú estabas a punto de decir que sí, ¿te acuerdas?
—Claro, claro, por supuesto. Dime a qué hora y allí estaré.
—A las dos, no llegues tarde.
—Tranquilo.
Colgó el teléfono y volvió a su santuario, pero después de la conversación con su hermano, le costaba concentrarse. Su padre le había pedido que no les dijera nada ni a Ricardo ni a Eduardo, sus hermanos mayores, y él estaba dispuesto a cumplir su promesa, pero sabía que pocas veces Ricardo se daba por vencido sin haber conseguido lo que deseaba.
Miró el reloj calculando el tiempo que le quedaba antes de la cita con su hermano. Trazó, mentalmente, varios itinerarios posibles desde la biblioteca hasta Olivia, revisó la web del ayuntamiento por si había obras y al final se dio por vencido, no sería capaz de concentrarse en su tesis. Así que cogió una de las novelas que había dejado de manera conveniente en una de las mesas y se puso con esta. La escritura de Juan Gómez-Jurado lo envolvió completamente, y en pocos minutos ya había desconectado de la realidad para sumergirse en el mundo de Antonia y Jon.
A pesar de que llegó al restaurante con puntualidad británica, su hermano mayor ya se encontraba allí esperándolo. Iba vestido con un traje a medida de tres piezas en color azul marino que resaltaba su tez bronceada. El pelo moreno y la sonrisa de galán de telenovelas hacían de su hermano un hombre francamente atractivo, que había sido elegido varios años seguidos como uno de los solteros cántabros más interesantes. Varias féminas de la sala no podían ocultar las miradas que le lanzaban de hito en hito, tratando de ser sutiles sin conseguirlo. Ricardo parecía no darse cuenta, estaba demasiado acostumbrado a ejercer ese efecto en el sexo contrario.
Cuando vio a Guillermo, se levantó de la mesa que tenía reservada junto al ventanal para darle un abrazo. Su hermano era fuerte, musculoso, con espaldas anchas que contrastaban con el físico delgado de Guillermo. Eran prácticamente de la misma altura, pero Guillermo era rubio, con el pelo largo y sus sempiternas gafas de pasta. Al lado de Ricardo parecía más un alumno de instituto que alguien que dentro de poco cumpliría los treinta.
—No hay manera de que te vistas como Dios manda, ¿no? —preguntó con una sonrisa cuando se sentaron a la mesa.
—Dios no dice nada en cuanto a vestimenta en los mandamientos. Aunque sí que lo dice en Levítico, en Éxodo y creo que en Ezequiel, aunque no recuerdo bien. Espera que lo busco y te lo digo. —Rebuscó el móvil en el bolsillo de los pantalones y comenzó a trastear con este.
—¡Era una broma! Contigo hay que ir siempre con pies de plomo.
Guillermo entonces sonrió, con esa sonrisa que tenía reservada para momentos especiales y que iluminaba cualquier estancia con ella.
—Lo sé, era yo quien te estaba tomando el pelo —respondió al tiempo que le guiñaba un ojo—. Pero me has pillado en la biblioteca y no iba a cambiarme solo para venir a comer contigo.
—Tampoco te hubieras cambiado si te hubiera pillado en casa. Creo que en tu armario no debe haber nada más que vaqueros, sudaderas y deportivas.
—Eso es verdad, aunque creo que tengo alguna camisa que me regalasteis Eduardo y tú por Navidad.
La camarera fue a tomarles nota y no pudo disimular que estaba más interesada en Ricardo que en los platos que estaban pidiendo los comensales. A Guillermo apenas le dedicó una mirada de pasada y una sonrisa obligada. Siempre había sido experto en pasar desapercibido, a pesar de que si se lo hubiera propuesto, habría podido tener a la mujer que quisiera. Era alto, con la misma mandíbula cuadrada y varonil de su padre y sus hermanos. Aunque él había heredado el pelo rubio y fino de su madre, así como sus ojos azules y los labios carnosos, que ya se mordisqueaba por la impaciencia. Su hermano fue consciente del gesto y decidió no alargar más la espera.
—Estoy preocupado por papá, creo que está dando muestras de demencia senil.
Guillermo se atragantó con el agua de su copa y le salió por la nariz. Tras toser varias veces y que se le saltaran las lágrimas por el esfuerzo, se serenó.
—¿Cómo dices?
—Sí, últimamente está actuando muy extraño, lo llamo y no responde o me dice que ha estado en la cadena; y cuando pregunto, nadie lo ha visto. Le digo de quedar para comer y me da plantón. No es normal su actitud, me parece que se le está yendo la cabeza.
—A lo mejor está pendiente de otras cosas —dijo Guille mirando por la ventana para evitar encontrarse con los iris negros de su hermano y sus pupilas interrogatorias.
—¿Como qué? La cadena ha sido siempre su vida y ahora parece perdido. El otro día, hasta lo pillé canturreando por un pasillo. ¡Papá! ¿Te lo puedes creer?
—Yo qué sé, Ricardo, a lo mejor es feliz. Se va a jubilar dentro de poco y ya no tiene tantas responsabilidades. Es posible que solo esté disfrutando del tiempo que le queda, sin comerse demasiado la cabeza.
—No lo creo, aquí está pasando algo y me voy a enterar, como que me llamo Ricardo Ríos.
«Eso me temo», susurró para sí mientras la camarera les traía sus platos.
—¿Qué tal las cosas por la cadena?
—Si vinieras a alguna de las reuniones, no tendrías que preguntar.
Touché. Guillermo era accionista, como todos los hermanos Ríos, de Mar Cantábrico Televisión —por sus siglas, MCT—, la principal cadena de la región. Había comenzado como un proyecto de su padre al que todo el mundo tachó de loco, y ahora, sin embargo, era el orgullo de todos los cántabros. Habían intentado ser una cadena que los representara, que tratara con respeto sus costumbres, y que acercara a toda España la idiosincrasia propia de un pueblo que disfrutaba de la modernidad, sin perder de vista sus raíces celtas.
—No pinto nada en esas reuniones, nada de lo que propongo os gusta —dijo sonando dolido.
—Querías hacer un programa sobre lectura en prime time.
—A la gente le gusta leer.
—Tu primera opción era la Ilíada.
—Es un clásico intemporal.
—¡Querías que se leyera en griego antiguo!
—Es que con las traducciones siempre se pierden matices y es mejor leerla en el idioma en el que fue escrita originariamente.
—¿Cuántos cántabros crees que entienden el griego antiguo de forma fluida, Guille?
—Le podríamos haber puesto subtítulos.
—O podrías haber empezado con El código Da Vinci, que es un libro que se ha leído todo el mundo.
Guillermo bufó y desvió la mirada, concentrándose de nuevo en su plato. No sería capaz de hacer entrar en razón a Ricardo, él tenía una visión muy sesgada de la realidad literaria. Él había aprendido alemán solo para poder leer a Goethe, su hermano no pasaba de las novelas del top diez de los más vendidos.
Ricardo, que tenía más mano izquierda y se desenvolvía de maravilla en situaciones de tensión, desvió la conversación a aguas más tranquilas. Hablaron de amigos que tenían en común, de su hermano Enrique y de las próximas vacaciones.
Al terminar la comida, se despidieron con otro abrazo, y Guillermo suspiró aliviado mientras se dirigía de nuevo a la biblioteca. Había conseguido capear el temporal y no contarle nada a su hermano, pero no sabía durante cuánto tiempo más seria capaz de guardarle el secreto a su padre.
Capítulo 3
No le gustaba demasiado el contacto con la gente, las demás personas le resultaban ruidosas y tenían tendencia a invadir su espacio personal y a acribillarlo con preguntas, por eso siempre que podía se refugiaba en sus libros. Incluso en las comidas familiares, siempre llevaba varios libros en su mochila bandolera para sacarlos en caso de necesidad. O de aburrimiento.
Sus hermanos eran tan diferentes a él que muchas veces se habían planteado la cuestión de si era adoptado. Pero cada vez que le evocaba el asunto a su madre, ella soltaba una carcajada y le pasaba la mano por el pelo en un gesto que llevaba haciendo desde que era pequeño. «Te pareces a mi rama de la familia», le repetía con dulzura cada vez que le asaltaban las dudas. «Eres cabezota, algo retraído, pero muy apasionado». Él levantaba una ceja, escéptico, pero nunca la contradecía; su madre había sido el mayor apoyo de su vida, por eso fue tan duro perderla.
Siempre se había sentido atraído por los libros, pero cuando ella perdió la batalla contra el cáncer, se olvidó de todo y se dedicó a estudiar aún con más ahínco. Era su válvula de escape, su forma de evadirse de esa noticia que había puesto su mundo patas arriba.
Tenía pocos amigos, de hecho, tenía muy pocos amigos, que había elegido en los tiempos de instituto —cuando las amistades se forjan en el fuego eterno de la adolescencia— y que aún conservaba. En cuanto a las mujeres, se había sentido atraído por algunas, pero no había tenido ninguna relación seria. Por más que lo intentara, no conseguía congeniar con ninguna, y no entendía todo el revuelo que sus amigos mostraban por el sexo contrario. Al final decidieron dejarlo en paz, confiando en que algún día Guillermo encontraría la puerta de entrada a los placeres de la vida en pareja por sí mismo.
Esa noche había quedado para cenar con Álvaro, el que había sido su mejor amigo durante los últimos quince años. Se conocieron en el instituto y en seguida se hicieron amigos. Álvaro había demostrado ser tan nulo en los deportes como él, aunque eso había cambiado con los años. Y el hecho de que los eligieran los últimos cuando se formaban los equipos para jugar al fútbol en el patio había marcado el inicio de su amistad. Seguían viéndose varias veces por semana, y estar con Álvaro era uno de los mayores placeres que se permitía en su muy bien organizada existencia.
Habían quedado en un sitio de tapas frente a la playa del Sardinero. Llegó temprano y eligió una mesa cerca de la puerta, le gustaban los primeros días de otoño, con el tiempo cambiante y el bosque mudando la piel. Le agradaba sentir el aire marino cuando algún cliente abría la puerta para acceder al local. Álvaro llegó puntual, esa era de las cosas que más le gustaban de él, que nunca llegaba tarde.
Se dieron un abrazo, y Álvaro se sentó en la silla libre en frente de Guillermo. El camarero les trajo directamente dos cañas de cerveza, pues eran habituales del local.
—Gracias, Paco —dijo Guille en cuanto les sirvieron.
—Oye, Álvaro, ¿vas a ir a pescar el fin de semana?
—No lo sé todavía, Merche se ha roto una pierna y lo más probable es que me quede con ella en el piso. Por lo menos los primeros días, hasta que se acostumbre a estar sentada en el sofá dejando que los demás le echen una mano.
—¡Qué mala pata! ¿Cómo ha sido?
—Se ha caído haciendo escalada.
—¿No iba con arnés?
—No, ya sabes que mi chica es una adicta a los deportes de riesgo, pero por lo visto también se pensó que era Spiderman y que era inmune a las caídas. No es muy grave, la fractura es limpia, pero va a estar escayolada varias semanas.
—Pobreta, dile que se mejore de mi parte, y ya iremos a pescar otro finde.
—Cuenta con ello.
Cuando Paco volvió tras el mostrador, los dos amigos se quedaron en silencio. Guille ya sabía lo de la pierna rota de Merche, fue el primero en enterarse, y sabía que la novia de Álvaro tenía que estar volviéndose loca sin poder salir al aire libre.
—¿Cómo lo lleva?
—Como una tigresa enjaulada —dijo con una sonrisa—. Ya sabes cómo es, si no tiene su ración de adrenalina es como si le faltara el aire. Lleva dos días sin poder moverse, y se le nota que le cuesta estar con el culo parado durante tanto tiempo.
—Dile que se venga a la biblioteca conmigo, yo soy un experto en estar horas sentado sin moverme.
Guillermo sonrió, pero la mirada de Álvaro se oscureció por un instante.
—Verás, hablando de la biblioteca... Hay algo que quería comentar contigo, pero no sé muy bien cómo abordarlo.
—Álvaro, me estás dando miedo, ¿estás enfermo? ¿A tus padres les pasa algo?
—No, no, de salud estamos todos bien. Bueno, todos menos Merche. El caso es que... Tú sabes que eres mi mejor amigo, que nos conocemos de toda la vida, y que te quiero como a un hermano.
Guille asintió en silencio y lo dejó seguir hablando.
—No te pediría esto si no tuviera otra opción, pero de verdad que lo he intentado con otras personas y todas me han dicho que no, así que tú eres mi última esperanza.
—Venga, Álvaro, dime qué necesitas, que ya sabes que cuentas conmigo para lo que haga falta y que yo haría lo que fuera por ti. ¿Necesitas un riñón? Porque tengo dos y uno lleva tu nombre, si soy compatible —dijo al tiempo que se levantaba la camiseta para mostrar el lateral de su pálida piel.
—No, no es un riñón, pero está bien que digas que harías cualquier cosa por mí, porque de verdad que estoy desesperado. Bueno, ahí va: necesito que te vengas quince días conmigo a Picos de Europa.
El tiempo se paró a su alrededor, fue consciente de que había una mosca golpeándose insistentemente contra la cristalera del local, que Paco hablaba de los resultados de la Champions y que su bebida se iba poniendo caliente por momentos. Volvió a la realidad y tuvo que mover varias veces la cabeza para salir del trance.
—¿Quieres que yo, Guillermo Ríos, me vaya a Picos de Europa contigo? ¿A qué? ¿Por qué? ¿De verdad que no puede ir nadie más?
—Guille, te juro que lo he intentado todo, he llamado incluso a varios primos segundos, pero todos trabajan. Resulta que Merche y yo nos habíamos cogido quince días en la montaña haciendo excursiones y distintas actividades deportivas, pero ahora ella no puede ir. He llamado a la empresa y no me devuelven el dinero y, sinceramente, me costó una pasta. Además de que necesito esas vacaciones lejos de la ciudad, y de Merche, que está insoportable con eso de no poder moverse.
—Si es por el dinero, yo te lo pago, no te preocupes por eso, se lo pido a mi padre y ya está, pero no me obligues a ir al monte.
Sus ojos se agrandaban tras el cristal de las gafas dándole un aspecto de perrito a