Romi Ron, la última y nos vamos, corazón (Ebrias de amor 2)

Fragmento

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Prólogo

Hola, me llamo Romi y me desmadro con el ron. A mis treinta y seis años, soy lo que podría llamarse una tía rara mujer poco común, pero cuando el destilado de la caña de azúcar se apodera de mi cuerpo cada jueves por la noche, la cosa se agrava. A veces, incluso me pregunto si hay algún vídeo mío circulando por internet en el que aparezca bailando descalza en un bar, con pelos de trastornada y la zarpa agarrada con firmeza alrededor de la copa para que el camarero que merodea por la zona no se lleve el sorbito final. Por suerte, me consuelo al pensar que el resto de las chicas del JB tendrían casi el mismo aspecto que yo, aunque con los zapatos puestos y ropa menos hortera.

En realidad, descubrí lo divertido que era beber ron hace solo unos meses (siempre he sido más de cañitas), en una de esas primeras reuniones liberadoras con Anisa, Tere, Vero y Chus pero, como reza el dicho, nunca es tarde si la picha es buena (en fin, creo que he mezclado conceptos, pero ya me entendéis…). Para cuando Elena, nuestra brillante (y cuerda) incorporación, se unió, ya era oficialmente conocida en el JB como «Romi Ron». Eso sí, nunca lo tomo a palo seco. La única vez que lo intenté bajó por mi garganta como lava hirviente del Krakatoa para fundirme el esófago. Daiquiris, piñas coladas, ron cola… Todos han conseguido que me dé la risa floja en esos jueves borrosos que no cambiaría por nada del mundo, y el mojito, sin duda, se ha convertido en mi forma favorita de hidratación. Por salud, claro. No hay que olvidar la importancia de reponer líquidos a menudo.

Supongo que me gusta esa bebida por el sabor dulce que me deja en los labios después del regusto amargo que todavía siento por culpa de mi exnovio. Alfredo y yo nos conocimos hace quince años en la universidad, mientras los dos estudiábamos Económicas, aunque empezamos a salir juntos tres años después. Nuestra primera cita ya debería haberme dado pistas de que nuestra relación estaba abocada al fracaso más estrepitoso. Yo, cuchilla en mano, me depilé las ingles (y más allá) con sonrisa picarona antes de salir de casa. Él me llevó por sorpresa a un spa con una piscina que simulaba el mar Muerto. Cuando mi entrepierna rasurada entró en contacto con litros y litros de agua salada, la que se quedó muerta en el sitio fue una servidora. No sé si os hacéis una idea de lo que escuece eso, fue como si me quemaran con un soplete, y no precisamente el de Alfredo. Después del drama de caminar como si me acabara de bajar de un caballo durante un par de días, los dos seguimos adelante con el noviazgo. En ese momento, yo, hija única, aún vivía con mis padres en un pisito cerca de Atocha, y Alfredo con los suyos, y veíamos muy lejano eso de independizarse. Cuando nos graduamos, empecé a trabajar en una consultoría, y mi ex como administrativo en una gran multinacional, pero yo sentía que estaba perdiendo mis idas de olla mi esencia, así que lo dejé todo, hice un curso superior de maquillaje y caracterización y conseguí convertir mi obsesión por los cosméticos en mi profesión. Me hice autónoma y ya tengo un buen número de clientas que me llaman para sus cosillas. Me desplazo hasta sus casas con una maleta llena de trastos y una sonrisa enorme (porque además de cabezota perseverante, tengo don de gentes) y todas acabamos satisfechas. Ellas, con sus nuevos estilismos, y yo, por hacer lo que de verdad me gusta.

Alfredo nunca me dio su opinión al respecto de ese cambio tan radical, ni para bien ni para mal. Es un cacho de carne con ojos.

Yo intentaba hacer que reaccionara, que se implicara más en lo nuestro, pero era como darse de cabezazos contra la pared. Mis padres se jubilaron, vendieron su casa y se fueron a vivir a un pueblo en la sierra de Guadarrama y, en lugar de mudarme con él, me fui con mi tía Frido y mi prima Samantha al piso que tienen en la zona de Acacias para tener compañía. La excusa de Alfredo era que no quería que se rompiera la magia cuando nos escuchásemos roncar y hacer nuestras maniobras de emergencia en el cuarto de baño. No me di cuenta de que el tiempo volaba, de que cumplí los treinta y los dejé muy atrás, y todo seguía igual en el plano sentimental.

El declive se produjo hace dos años, cuando Alfredo llegó a la conclusión de que también se merecía trabajar en lo que le apasionaba y dejó una empresa de renombre para pasar a ser buzo recogedor de pelotas de golf. Cambió las cuatro paredes de su oficina por los lagos de los campos de golf, y ahora viaja por toda España en busca de las escurridizas esferas. En aquel momento me di cuenta de dos cosas: la primera fue que, o insistía a Alfredo para que se comprometiera conmigo de verdad (asentarse, formar un hogar, tener hijos…) o sería la eterna adolescente dándose besos a escondidas con su novio en casa de los padres, pero con sesenta años en vez de dieciséis; y la segunda, que el neopreno no se le ajustaba en el paquete. Las dos eran muy desalentadoras.

A partir de entonces, me esforcé mucho en avanzar en nuestra relación (y en no toquetear de forma compulsiva las bolsas de tela que se le hacían en la bragueta con cualquier pantalón que se pusiera), pero...

Dentro de un mes y medio, día arriba, día abajo, se cumplirá un año desde que Alfredo lo estropeó todo. Al igual que en nuestra primera cita, mis expectativas eran demasiado altas para un día de Halloween que tuvo escenas peores que una película de terror. Los hechos se sucedieron de la siguiente manera: escapada romántica en moto. Los dos solos por primera vez en semanas y semanas. Hotel reservado por Alfredo en Villapene, provincia de Lugo (cuyo nombre prometía, ¿para qué nos vamos a engañar?). Yo, disfrazada de unicornio de la cabeza a los pies casi desde que hicimos el check-in a mediodía (¡Imaginaos! Morbo en estado puro), a la espera de una propuesta de matrimonio o de que me arrancase el cuerno con lujuria y lo hiciésemos por primera vez sin preservativo y él... él con el puñetero traje de neopreno otra vez como disfraz, contando las horas para irse al día siguiente al campo de golf de Villapene, donde le pagarían un extra por ser festivo. Entonces, pasé de ser un unicornio con las hormonas revolucionadas a un unicornio desquiciado y con sed de sangre, medio afónica de los gritos que pegué, que se cortaron en seco cuando Alfredo me dijo que nos deberíamos tomar un descanso porque le estaba presionando mucho. La relación se acabó en ese instante para mí. En realidad, no hay mucho que pensar ni espacio que dejar después de doce años juntos. Lo siguiente que recuerdo es que estaba sola encima de la moto de mi exnovio, de vuelta a Madrid en plena madrugada, con mis crines de colores agitándose allí donde sobresalían debajo del casco y que, al llegar al desvío de Vallecas, giré el manillar con determinación en el último segundo, dispuesta a aparcar en cualquier lado y dejar en manos del karma si se merecía que le robasen la Yamaha.

Sí que se lo mereció, porque la moto nunca más volvió a aparecer. O quizá fue el Johny, el ex de Tere, y no el karma el que se la llevó...

Bueno, lo importante es que el equilibrio del universo existe, y esa noche de Halloween mi decisión me llevó a perder un novio y ganar cuatro amigas, bueno, cinco, que Lena se uniría después. Cinco mujeres excepcionales con las que compartir cualquier cosa que se nos pase por nuestras inexplicables fascinantes cabezas.

Aquel fue el primer jueves borroso del JB; de él conservo un recuerdo muy claro. Las enormes sonrisas de Vero, Anisi, Tere y Chus, y a mí misma, después de varios chupitos de vodka Ming, con dos grados menos que el aguarrás, gritando en medio de un parque en una especie de catarsis emocional de elegancia sin par: «¡Voy más pedo que las pelotas de Alfredo!».

Ya cuento los días para el próximo jueves. ¿Quién no?

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Capítulo 1

—Mierda, lo he vuelto a hacer.

Era la tercera vez en quince minutos que me restregaba los ojos con los nudillos, sin acordarme de que todavía iba maquillada como una puerta. Me debió de entrar algo de máscara de pestañas en la córnea, porque empecé a lagrimear mientras juraba en arameo.

Ese mismo miércoles por la mañana había recibido las muestras de nuevos productos con los que tentar a mis clientas, y había usado todos los potingues sin ningún otro criterio más que el de ir aplicándomelos según salían de la caja perfectamente embalada. Sombras azul eléctrico, rosa fosforito y naranja chillón acabaron mezcladas sobre el párpado derecho. Verde panzaburro, rojo cereza y gris perla en el izquierdo. Y, por encima, una raya negra de un metro de grosor. El colorete también variaba de ocre a rosado en cada uno de mis redondeados mofletes, y tenía los labios hinchados de tanto poner y quitar colores sobre ellos. El último labial que había probado era un nuevo tono berenjena cálido, así que mi cara debía de ser lo más parecido a un retrato de Picasso si el hombre hubiera conocido a Cyndi Lauper. Peor todavía, ahora que me había corrido todo el eyeliner de tanto frotar. Pero me daba igual. Primero, porque estaba tras los inexpugnables muros de la casa de mi tía mi casa. Segundo, porque la camiseta a rayas y la falda de cinturilla elástica con estampado de flores hacían juego con ese desbarajuste cromático. Y tercero, y no menos importante, estaba demasiado concentrada en mi nuevo proyecto como para que me importara.

Siempre había sido una persona con grandes inquietudes e imaginación. Muchas veces me cosía mi propia ropa, había aprendido a hacer ranas con papiroflexia e, incluso, había hecho mis pinitos en la alfarería. Mi tía Frido tenía expuesto en el salón un jarrón que le regalé hace unos años como si fuera un trofeo (aunque era lo más parecido a un moñigo de mulo que uno se pueda imaginar porque, además de carismática, conozco mis límites). Pero este último trabajo me producía una auténtica sensación de orgullo.

Estaba componiendo un contrarreguetón. Y lo estaba bordando.

La idea me golpeó como una centella el jueves pasado, mientras a las chicas del JB y a mí no nos quedaba más remedio que bailar al son de una de esas canciones de dudoso gusto sobre mujeres con la boca grande y que no dejan de provocar. Mi mente no había parado de crear desde entonces.

Me aparté un mechón castaño que se había escapado del moño flojo que me había hecho en lo alto de la cabeza. Después, repasé las palabras que había garabateado con un boli de unicornios sonrientes sobre un cuaderno con tapas de unicornios de purpurina.

Cuando escucho «mira cómo perrea»

el tímpano se me estropea.

¿Te gustaría que te dijera:

Qué bien te queda ese pantalón,

te marca t’ol paquetón?

Pues no te tires el pisto,

porque ya te la he visto.

Visto-isto.

Es micro.

Con esa nalga...

Fruncí el ceño y mordisqueé la tapa del boli, frustrada, antes de coger el móvil y desbloquear la pantalla. Pulsé sobre el simbolito del WhatsApp y luego sobre la conversación del JB.

Yo: ¿Qué rima con nalga? Solo me sale alga y llevo un buen rato dándole vueltas.

Las respuestas llegaron enseguida sin que tuviera que explicar nada más, y no me encontré con ningún emoticono sorprendido que me mirase de vuelta con sus ojos saltones. Cuánto quería a mis chicas.

CHUS: ¿No puedes poner pompis? ¿O pandero?

TERE: Pon cacha del culo, Romi Ron, no te compliques.

Y: En el 90% de las canciones dicen nalga. No es que yo la use en mi día a día, pero tengo que meterla como sea.

ANISI: Ayyy, ¡cuántos hombres se sentirían identificados con esa última parte! Bueno, todos, da igual por dónde la metan.

LENA: Necesitas algo con gancho.

VERO: Pues nalga rima con… ¿cabalga?

T: ¡Mira la Vero! Cómo se te nota en el cerebro que has cuidado niños.

Y: Cabalga puede dar taaanto juego.

Busqué un caballo al galope y un corazón y le di a «enviar».

Todavía tenía una sonrisa en los labios cuando la tía Frido entró en mi habitación como un vendaval. Tenía sesenta y siete años, dos menos que mi madre, pero una energía capaz de tumbar a alguien tres veces más joven que ella. También tenía sus ventoleras momentos místicos, y por eso la gente decía que yo parecía más su hija que mi prima Samantha, quien se había ido a vivir a Londres hacía un año.

Además, no solo coincidíamos en el carácter, sino también en el físico. Bajitas y con extra de curvas, aunque ella se había teñido el pelo corto de morado y yo todavía estaba debatiendo si debía probar alguna de las pelucas que me compré en un arrebato por AliExpress.

Ah, y que las dos estábamos solteras… Pero mi tía mantenía placenteras relaciones esporádicas y yo comía chocolate. Bueno, tampoco es que el sexo con Alfredo hubiera sido para tirar cohetes los doce años anteriores, y un praliné relleno de trufa nunca me iba a fallar.

—Tenemos que irnos. Ya mismo —dijo mi tía, con la voz un poco temblorosa.

No pude evitar fruncir la nariz para olisquear el aire, por si había algún fuego.

—¿Qué ha pasado?

Tía Frido levantó la mano y agitó su teléfono móvil delante de mi cara.

Intenté contener un suspiro, porque sabía lo que se avecinaba. Mi tía estaba decidida a convertirse en influencer, y estaba segura de que me iba a raptar para otra de sus sesiones de mil trescientas fotos para Instagram en las que se mordía el interior de los carrillos para que los pómulos parecieran más afilados.

—Romina, acabo de encontrarte el trabajo de tu vida. Te lo explico todo por el camino, pero hay que salir pitando a Callao.

Cuando me llamaba así, es que la cosa era muy seria. Mi tía sentía verdadera aversión hacia los nombres acabados en «ina» gracias a una absurda tradición familiar (mi madre se llamaba Abelina y ella misma, Fridolina) y había roto la maldición con mi prima al llamarla Samantha. Si había pronunciado «Romina», lo mejor era correr hacia la parroquia de Chus, pero ella bloqueaba la única salida.

—Callao. Entendido —accedí sin mucha resistencia. En realidad, me iba la marcha y tenía curiosidad por saber lo que se traía entre manos.

Tía Frido se dio por satisfecha y se dio media vuelta con garbo.

—¡Ah! —añadió, cuando ya tenía medio cuerpo fuera del cuarto—. Y coge una hoja con tu currículum.

—¡Vale, pero solo si me ayudas a juntar nalga y cabalga en una frase pegadiza! —grité yo de vuelta, antes de ponerme en movimiento.

Ni siquiera me molesté en buscar una chaqueta, porque todavía hacía calor a mediados de septiembre, y diez minutos después, estábamos montadas en la línea cinco. El metro estaba hasta arriba a pesar de ser un día entre semana y las ocho de la tarde, y no habíamos podido sentarnos, así que las dos nos íbamos balanceando con los traqueteos del vagón y una mano agarrada a la barra como bailarinas patizambas de pole dance.

—¿Y dices que la ha atropellado un autobús?

Ya sabía yo que el tema iba a tener miga.

—Nada más salir por las puertas de Barajas —asintió la tía Frido—, cuando cruzaba por el paso de cebra hacia el aparcamiento.

—Jodo con los de la EMT. Dirán que contaminan menos, pero te liquidan con más eficacia.

—Que no la ha diñado, hija. Está publicando todo en sus stories de Instagram, por eso me he enterado de que se busca cubrir su puesto con mucha urgencia. Aunque tiene no sé cuántos huesos rotos.

—Vaya faena. Pero ¿qué tiene que ver una estilista turca conmigo?

Metí tripa y me pegué a la barra como un percebe para que los viajeros que se subían y se bajaban en La Latina no me llevaran con ellos de llavero.

—Pues que trabaja para Kerem Sunay.

Mi tía me miró fijamente, a la espera de mi reacción.

Yo la miré fijamente de vuelta.

—Y ha venido con Kerem a Madrid.

Mi tía parpadeó y arqueó las cejas hasta el nacimiento del pelo.

Yo parpadeé y arqueé las cejas hasta la coronilla.

—Y el amigo Kerem... ¿es otro ligue tuyo? —indagué, descolocada. Los amoríos de mi tía también eran exóticos, y a lo mejor tenía enchufe.

La tía Frido hizo una pedorreta muy esclarecedora.

—¡Ya me gustaría a mí que me diera un buen meneo!

—¡Toma, y a mí! —Se oyó la voz de una espontánea a mi derecha. No me dio tiempo a girar el cuello para ver a la efusiva mujer, porque mi tía siguió hablando.

—A veces te pasas de desconectar del mundo, Romi. Menos mal que estoy yo aquí. Kerem Sunay es el actor turco de moda. El nuevo lover latin de esos, como los llamáis los jóvenes. Aparece en las televisiones, revistas, redes sociales y sueños húmedos de féminas de medio planeta.

—¡Oiga, y en sueños húmedos masculinos también!

Esa vez, el espontáneo fue un chico a nuestra izquierda.

¿Era yo o todo el vagón estaba pendiente de nuestra conversación?

Intenté centrarme en mi tía. Lo de que estaba obsesionada con series turcas ya lo sabía. Casi se encadenaba al sillón cuando empezaban y a mí me daba miedo que se le derritieran las retinas por no pestañear, pero me importaba tres pepinos el nombre del colega de Turquía repeinado que apareciera en la pantalla.

—Vamos a ver. —Me estaba esforzando por conectarlo todo—. El protagonista de la serie a la que eres adicta ha venido a Madrid para alguna chorrada. Su estilista personal casi la palma nada más aterrizar. Y yo…

—Kerem ha venido a rodar una película. Y tú… —La tía Frido bajó la voz a un susurro conspirador, porque nuestro público tenía el oído muy fino—. Tú te vas a convertir en su nueva estilista.

—¡Y una leche! ¡Ja, ja, ja!

No pude contenerme. Ni siquiera ante la aterradora visión de las fosas nasales de tía Frido dilatándose. Yo no tenía ese tipo de experiencia profesional, no sabría ni por dónde empezar. Y lo más seguro era que las personas que supuestamente me iban a entrevistar también se echaran unas risas conmigo.

Por suerte, me salvó la campanita de megafonía que anunciaba Callao.

Cuando las puertas se abrieron, fue como descorchar una botella de cuerpos sudorosos y ávidos de libertad. Me enganché al brazo de mi tía y nos dejamos llevar por la corriente hasta salir a la superficie, pero en la calle el panorama no era mucho mejor.

Una multitud de chicas al borde del parraque se agolpaba a las puertas de un conocido hotel de lujo en Gran Vía. Los neones y las farolas iluminaban la acera como si fuera pleno día.

—¡Qué barbaridad, cuánta gente! ¿Es que regalan algo o qué?

Había que reconocerlo. Sentía cierta debilidad por las frases de señora mayor.

—Están esperando a Kerem, que está a punto de salir —me aclaró tía Frido, tras echar una ojeada al móvil como si lo tuviera enchufado a la suite del colega—. Son sus fans: Las Totos Turcos.

—¿Se han llamado a sí mismas Las Totos Turcos? Yo habría buscado un nombre más sutil, como El Fandango de Estambul o La Chirimoya de Capadocia.

Mi tía resopló y me agarró de la mano.

—Son peligrosas, así que, menos tonterías y más hacernos hueco o no atravesaremos el muro.

Era como una estrategia militar. Mi tía había asumido la responsabilidad de un general con muy malas pulgas en el desembarco de Normandía, donde vencería o moriría luchando… Y yo me lo estaba pasando en grande.

—Dame el currículum, anda, que conociéndote seguro que lo doblas con forma de sapo y lo tiras al aire como si hubiera dado un salto.

—No es mala idea —repliqué mientras hurgaba en mi maxibolso del caos—. Seguro que así llamo la atención del turco.

Ella torció el gesto y me arrancó el papel con garras de águila en cuanto asomó por la cremallera. Yo le di varias veces con el dedo en el hombro.

—Será difícil atravesar las líneas enemigas, general Frido.

Apreté los labios para disimular un poco el pitorreo. Me la estaba jugando y, al final, mi tía me iba a arrear.

—Pues hinca bien los codos, hija, que para eso los tenemos afilados.

Casi no había terminado de hablar cuando empezó a abrir brecha con esa técnica aniquiladora hacia el hotel, en medio de quejidos de dolor y bufidos de cabreo. Yo me puse en la retaguardia y avanzamos a pasos lentos hasta que, de pronto, una especie de onda expansiva sacudió ese amasijo de extremidades.

Las totos empezaron a espachurrarnos, y yo me sentí como en la escena del triturador de basura de Star Wars, pero sin Harrison Ford para sujetarme.

Estaba empezando a agobiarme bastante, con brazos que me rozaban la cara para intentar hacerse un selfi con el famoso Kerem y alaridos obscenos sobre darle al turco hasta en el pasaporte. Entonces, un grito se elevó sobre los demás.

—¡Kerem, mocetón, contrata a mi sobrinaaaa!

Lo había logrado. La general Frido había alcanzado su objetivo, y le estaba metiendo mi currículum casi en la boca al colega de Turquía. Pero no estaba repeinado como yo me había imaginado. Más bien era un león rampante. Una bestia parda de un metro noventa por lo menos, con melenaza suelta hasta los hombros y barba espesa. Era lo más masculino que había visto en mi vida, y me entraron ganas de ponerme a gritar obscenidades a mí también.

Por desgracia, no pude recrearme más en su perfil porque un nuevo empujón grupal hizo que me tambaleara y, al bajar la cabeza, vi la mano de una fan hacer un movimiento sospechoso.

—¡Oye, guapa, no le toques la nalga al colega!

Por un instante efímero pensé que igual tenía que tomarme con más calma lo del contrarreguetón, pero lo principal era que la muy caradura se estaba aprovechando del pobre hombre y no me daba la gana callarme. El muchacho se había quedado paralizado y se notaba que estaba pasando un mal rato. Normal, cuando alguien te manoseaba como si estuviera amansando pan.

La dedos largos se revolvió como una culebra y me enseñó los dientes.

—¡Pírate, Joker!

Joder, era verdad. Al salir con tantas prisas, no me había limpiado el maquillaje y debía de tener más churretones de rímel por la cara, pero esa rabanera con los botones a punto de reventar de la blusa no era la indicada para decirme nada. Por lo general, era una persona pacífica, pero se me cruzó el cable me alteré un poco.

—Por lo menos yo no soy una pervertida. ¡Marrana!

—¡Serás…!

Ya estaba temiendo los pelos que me iba a arrancar esa toto desatada que se abalanzaba hacia mí, cuando unas manos fuertes me agarraron de la cintura y me apartaron de su trayectoria mortal. Me encontré con la espalda pegada a un pechamen que debía de ser de mármol de Carrara, y un aliento cálido me hizo cosquillitas en el oído.

Estar apoyada en el colega era mejor que una tumbona de hidromasaje, pero mi tía rompió el momento de un plumazo.

—¡Romi, no la cagu... fastidies! —siseó en el último segundo. Luego enganchó los dedos a mi muñeca como una tenaza para girarme de cara al actor y sonrió tanto que pensé que se le iban a partir los labios—. Esta es mi sobrina. No te dejes engañar por sus fachas, cariño, porque es la mejor en lo suyo. Si le das el puesto de estilista, te va a dejar hecho un pincel. Además, es muy mañosa, cose, esculpe, recorta sin torcerse...

«¿Qué?». Por la descripción de mi tía, yo era más parecida a una máquina de bricolaje que a un ser vivo.

Y ella seguía dale que te pego con lo del trabajo, como si no hubieran estado a punto de darme una manguzada. Como si no estuviera viviendo una de las experiencias más surrealistas de mi existencia (y eso era mucho decir con mis antecedentes y los del JB). Por suerte, estaba convencida de que el turco no entendía ni papa de español, y que pronto pondríamos rumbo de vuelta a Acacias.

Mi universo de unicornios, glitter y arcoíris se fundió en negro cuando Kerem Sunay volvió sus ojos oscuros hacia mí, me dio un repaso de arriba abajo y, con perfecta dicción y un tono profundo como el de un viril guerrero otomano, dijo:

—Que venga seguridad.

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Capítulo 2

Por alguna razón que iba más allá del escalofriante maquillaje, Kerem Sunay era incapaz de apartar la mirada de la extraña chica que tenía delante. Ella también lo observaba con sus llamativos ojos azules con pizcas marrones muy abiertos, alarmada, mientras levantaba las manos e intentaba retroceder como si estuvieran en una redada antidroga, aunque las fans apiñadas a su alrededor se lo impedían.

—Somos inocentes. Bueno, yo soy inocente. A mi tía se la pueden llevar los de seguridad.

Kerem apenas se enteró del grito indignado de la mujer de pelo morado que se había abierto paso hasta él como un huracán ni del empujoncito cariñoso con la cadera que le propinaba su sobrina. Tampoco del antinatural silencio que se había hecho entre sus seguidoras, expectantes por saber cómo acabaría todo antes de la llegada inminente de los vigilantes de seguridad del hotel. Estaba demasiado ocupado en constatar que la voz de la chica era de un singular tono grave, un poco ronco, que le hizo pensar en suaves caricias en la espalda nada más despertar en una cama revuelta.

Se sacudió mentalmente la sensación y abrió la boca para tratar de explicar que su intención había sido evitar que la situación se descontrolase. A sus treinta y cuatro años, más de diez como actor, sabía muy bien lo que hacer en casos como este, cuando la multitud estaba un poco exaltada. No quería que la integridad física de ninguna de sus totos se viera comprometida.

—Además —continuó ella antes de que pudiera decir nada—, mejor nos olvidamos de lo de la oferta de trabajo porque las aglomeraciones me agobian muchísimo y necesito salir de aquí ya mismo. Lo que me recuerda una cosa que quería probar... —La chica rebuscó en un descomunal bolso amarillo chillón con lo que parecían chapas de unicornios, y sacó un objeto esférico pintado con topos de colores en fondo blanco. Había que concederle el mérito de que encontrase algo a tanta velocidad en ese saco gigante. Una pestañita sobresalía de un lateral de esa especie de champiñón metálico, y llevó un dedo con la uña de un discreto tono lavanda hacia ella.

Ring. Ring. Riiiiiiing.

Kerem no podía dejar de mirar. Entre fascinado y horrorizado.

—Eso... ¿Eso es un timbre de bicicleta?

—Cooorrecto —Lo aplaudió ella, como si estuvieran en un concurso de preguntas y respuestas—. Tiene sentido, porque la gente se aparta si se piensa que les va a atropellar una bici, ¿no?

Kerem abrió y cerró la boca, sin emitir ningún sonido.

—Ingenioso, lo sé.

Él solo sacudió la cabeza. Lo cierto era que, por primera vez en sus treinta y cuatro años (y más de diez como actor), no sabía muy bien qué hacer.

—¡Romina, por Dios! —intervino de nuevo su tía.

—No me culpes por no haberlo utilizado antes para atravesar el muro de totos, no había caído en que lo tenía hasta ahora.

Se encogió de hombros hacia Kerem, como si buscara su apoyo, y él estuvo a punto de cerrar los ojos con fuerza y volverlos a abrir, para ver si la chica se trataba de algún tipo de alucinación provocada por el almidón de las patatas plasticosas que le habían dado en el vuelo desde Estambul.

Entonces lo vio, el resplandor travieso y satisfecho en su mirada por una broma llevada a cabo con éxito. La sonrisa pilla que intentaba ocultar detrás de esos preciosos labios de un raro tono berenjena. La tal Romina le estaba tomando el pelo.

Con un cosquilleo entre irritado e intrigado recorriéndole el pecho, Kerem se puso en movimiento para acercarse más a ella, aunque no sabía exactamente con qué fin. Ya había tenido un día de bastantes sobresaltos después de que a su estilista la pillara un autobús en el aeropuerto de Barajas. Pero los empleados del hotel lograron abrirse camino al mismo tiempo y esa voz ronca, enloquecedora en demasiados sentidos, resonó de nuevo en sus oídos.

—¡Chicas, los de seguridad han venido a por Kerem! ¡Ay, que nos lo quitan y nos quedamos sin selfi!

«¡La madre que la... !». Kerem no pudo completar el pensamiento, porque esa alborotadora rueda cromática viviente parecía haber desatado el mismísimo infierno entre sus fans al pensar que perderían su oportunidad de saludarlo y sacarse fotos con él. Justo lo que Romina pretendía, a juzgar por el guiño descarado que le dedicó. ¡Incluso formó un corazón con las manos juntando los pulgares y los índices antes de escabullirse con su tía en plena avalancha! La pobre señora la seguía con la cara completamente pálida, y Kerem la hubiera compadecido si él mismo no estuviera a punto de berrear de pura frustración.

Él también sentía la necesidad de ir tras ella, igual que si siguiera la estela de un meteorito que sembraba el caos allí donde se estrellase. Sin embargo, no lo hizo. Se debía a sus seguidoras. Las seguidoras habituales, claro. Esas que le miraban con adoración o le decían cosas bonitas, incluso las que intentaban meterle mano. A lo que no estaba acostumbrado era a mujeres de inexplicable atractivo que se reían de él. Inspiró hondo y recordó con cariño la anécdota de una fan para calmarse. Había ocurrido esa misma mañana en el aeropuerto. La adorable abuelita se había aproximado con timidez y le había dado un regalo con cálidas palabras de bienvenida: «Toma, salchichón español. Es como el que te debe de colgar a ti, hijo mío». Eso sí que era un buen recibimiento.

Siempre se había encontrado muy a gusto en España. Había sentido una conexión especial con este país muchos años atrás, cuando vino como estudiante de intercambio a la Universidad de La Rioja durante un curso entero mientras estudiaba Derecho en Turquía. Por aquel entonces ya había comenzado sus pinitos en el mundo del modelaje y de la actuación y, sin saberlo realmente, todos sus pasos y decisiones (estudiar español, obsesionarse con la fabada, no ejercer la abogacía y enfocarse en su carrera como actor) le habían conducido a este momento: Firmar un importante contrato con una productora española. Y no iba a permitir que su llegada a Madrid se viera empañada por haber decepcionado a las personas que habían estado esperando en la calle para darle su cariño.

En menos de cinco minutos, los vigilantes de seguridad habían conseguido restablecer la calma en Gran Vía y Kerem se pasó la siguiente hora y media posando con su mejor sonrisa.

Cuando la zona quedó un poco más despejada, su mánager, Murat, se aproximó.

—¿Qué ha sido eso?

Kerem sabía que se refería a Romina. Llevaban demasiado tiempo trabajando juntos como para entenderse sin muchas explicaciones.

—Un asteroide impactando contra la Tierra —resopló, frotándose los ojos. Los flashes de los móviles le habían dejado medio ciego, como un conejo deslumbrado en la carretera.

Murat solo se encogió de hombros mientras ponían rumbo al hotel.

—Tengo malas noticias, Kerem —dijo en cambio—. Se ha adelantado el rodaje a pasado mañana. Tenemos que buscarte estilista cuanto antes.

Por muchos motivos, un noventa y nueve por ciento de los cuales tenían que ver con sus peculiaridades, Kerem siempre contaba con su propia estilista. Quedarse sin ella a causa del accidente le había supuesto un tremendo susto, pero no estaba preocupado más allá de que su compañera se repusiera perfectamente de sus lesiones. Pensaba que tendría casi una semana para sustituirla por alguien adecuado. Ahora el tiempo corría en su contra.

Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, donde había metido el papel que la tía de Romina casi le había embutido en la boca. Lo desplegó y fue leyendo conforme estiraba las arrugas. Enseguida supo muchas cosas sobre ella. Edad, estudios, cursos, experiencia profesional... Sus ojos no paraban de desviarse hacia la foto en la esquina superior derecha, y ese chispazo de curiosidad, irritación y atracción volvió a apoderarse de él.

Sabía que era una mala idea.

Una idea pésima.

Porque tenía la total certeza, aun sin conocerla, de que mezclarse con Romina Avellaneda sería como encender un mechero junto a un barril de fuegos artificiales. Sería espectáculo único, aunque peligroso, lleno de color, alboroto y fuego.

Echó una nueva ojeada a esa sonrisa provocadora y dulce a la vez. Parecía retarle y Kerem, al fin y al cabo, estaba hecho para el espectáculo.

«Vas a descubrir, Romina, que quien ríe el último, ríe mejor».

Levantó el folio hacia Murat.

—La quiero a ella.

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Capítulo 3

—No me lo explico, Romi. De verdad que no. ¿Cómo se te ha ocurrido agitar así a las masas?

Dejé el maxibolso del caos en una de las sillas que hacían juego con la mesa del salón y me volví hacia mi tía, que se había sentado en el sillón enfrente de la tele. En el trayecto en metro de vuelta a casa se le había pasado un poco el sofoco conmigo y ya solo estaba digiriendo el hecho de que todavía tuviera la capacidad de sorprenderla

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