Romi Ron, la última y nos vamos, corazón (Ebrias de amor 2)

Isabel Jenner

Fragmento

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Prólogo

Hola, me llamo Romi y me desmadro con el ron. A mis treinta y seis años, soy lo que podría llamarse una tía rara mujer poco común, pero cuando el destilado de la caña de azúcar se apodera de mi cuerpo cada jueves por la noche, la cosa se agrava. A veces, incluso me pregunto si hay algún vídeo mío circulando por internet en el que aparezca bailando descalza en un bar, con pelos de trastornada y la zarpa agarrada con firmeza alrededor de la copa para que el camarero que merodea por la zona no se lleve el sorbito final. Por suerte, me consuelo al pensar que el resto de las chicas del JB tendrían casi el mismo aspecto que yo, aunque con los zapatos puestos y ropa menos hortera.

En realidad, descubrí lo divertido que era beber ron hace solo unos meses (siempre he sido más de cañitas), en una de esas primeras reuniones liberadoras con Anisa, Tere, Vero y Chus pero, como reza el dicho, nunca es tarde si la picha es buena (en fin, creo que he mezclado conceptos, pero ya me entendéis…). Para cuando Elena, nuestra brillante (y cuerda) incorporación, se unió, ya era oficialmente conocida en el JB como «Romi Ron». Eso sí, nunca lo tomo a palo seco. La única vez que lo intenté bajó por mi garganta como lava hirviente del Krakatoa para fundirme el esófago. Daiquiris, piñas coladas, ron cola… Todos han conseguido que me dé la risa floja en esos jueves borrosos que no cambiaría por nada del mundo, y el mojito, sin duda, se ha convertido en mi forma favorita de hidratación. Por salud, claro. No hay que olvidar la importancia de reponer líquidos a menudo.

Supongo que me gusta esa bebida por el sabor dulce que me deja en los labios después del regusto amargo que todavía siento por culpa de mi exnovio. Alfredo y yo nos conocimos hace quince años en la universidad, mientras los dos estudiábamos Económicas, aunque empezamos a salir juntos tres años después. Nuestra primera cita ya debería haberme dado pistas de que nuestra relación estaba abocada al fracaso más estrepitoso. Yo, cuchilla en mano, me depilé las ingles (y más allá) con sonrisa picarona antes de salir de casa. Él me llevó por sorpresa a un spa con una piscina que simulaba el mar Muerto. Cuando mi entrepierna rasurada entró en contacto con litros y litros de agua salada, la que se quedó muerta en el sitio fue una servidora. No sé si os hacéis una idea de lo que escuece eso, fue como si me quemaran con un soplete, y no precisamente el de Alfredo. Después del drama de caminar como si me acabara de bajar de un caballo durante un par de días, los dos seguimos adelante con el noviazgo. En ese momento, yo, hija única, aún vivía con mis padres en un pisito cerca de Atocha, y Alfredo con los suyos, y veíamos muy lejano eso de independizarse. Cuando nos graduamos, empecé a trabajar en una consultoría, y mi ex como administrativo en una gran multinacional, pero yo sentía que estaba perdiendo mis idas de olla mi esencia, así que lo dejé todo, hice un curso superior de maquillaje y caracterización y conseguí convertir mi obsesión por los cosméticos en mi profesión. Me hice autónoma y ya tengo un buen número de clientas que me llaman para sus cosillas. Me desplazo hasta sus casas con una maleta llena de trastos y una sonrisa enorme (porque además de cabezota perseverante, tengo don de gentes) y todas acabamos satisfechas. Ellas, con sus nuevos estilismos, y yo, por hacer lo que de verdad me gusta.

Alfredo nunca me dio su opinión al respecto de ese cambio tan radical, ni para bien ni para mal. Es un cacho de carne con ojos.

Yo intentaba hacer que reaccionara, que se implicara más en lo nuestro, pero era como darse de cabezazos contra la pared. Mis padres se jubilaron, vendieron su casa y se fueron a vivir a un pueblo en la sierra de Guadarrama y, en lugar de mudarme con él, me fui con mi tía Frido y mi prima Samantha al piso que tienen en la zona de Acacias para tener compañía. La excusa de Alfredo era que no quería que se rompiera la magia cuando nos escuchásemos roncar y hacer nuestras maniobras de emergencia en el cuarto de baño. No me di cuenta de que el tiempo volaba, de que cumplí los treinta y los dejé muy atrás, y todo seguía igual en el plano sentimental.

El declive se produjo hace dos años, cuando Alfredo llegó a la conclusión de que también se merecía trabajar en lo que le apasionaba y dejó una empresa de renombre para pasar a ser buzo recogedor de pelotas de golf. Cambió las cuatro paredes de su oficina por los lagos de los campos de golf, y ahora viaja por toda España en busca de las escurridizas esferas. En aquel momento me di cuenta de dos cosas: la primera fue que, o insistía a Alfredo para que se comprometiera conmigo de verdad (asentarse, formar un hogar, tener hijos…) o sería la eterna adolescente dándose besos a escondidas con su novio en casa de los padres, pero con sesenta años en vez de dieciséis; y la segunda, que el neopreno no se le ajustaba en el paquete. Las dos eran muy desalentadoras.

A partir de entonces, me esforcé mucho en avanzar en nuestra relación (y en no toquetear de forma compulsiva las bolsas de tela que se le hacían en la bragueta con cualquier pantalón que se pusiera), pero...

Dentro de un mes y medio, día arriba, día abajo, se cumplirá un año desde que Alfredo lo estropeó todo. Al igual que en nuestra primera cita, mis expectativas eran demasiado altas para un día de Halloween que tuvo escenas peores que una película de terror. Los hechos se sucedieron de la siguiente manera: escapada romántica en moto. Los dos solos por primera vez en semanas y semanas. Hotel reservado por Alfredo en Villapene, provincia de Lugo (cuyo nombre prometía, ¿para qué nos vamos a engañar?). Yo, disfrazada de unicornio de la cabeza a los pies casi desde que hicimos el check-in a mediodía (¡Imaginaos! Morbo en estado puro), a la espera de una propuesta de matrimonio o de que me arrancase el cuerno con lujuria y lo hiciésemos por primera vez sin preservativo y él... él con el puñetero traje de neopreno otra vez como disfraz, contando las horas para irse al día siguiente al campo de golf de Villapene, donde le pagarían un extra por ser festivo. Entonces, pasé de ser un unicornio con las hormonas revolucionadas a un unicornio desquiciado y con sed de sangre, medio afónica de los gritos que pegué, que se cortaron en seco cuando Alfredo me dijo que nos deberíamos tomar un descanso porque le estaba presionando mucho. La relación se acabó en ese instante para mí. En realidad, no hay mucho que pensar ni espacio que dejar después de doce años juntos. Lo siguiente que recuerdo es que estaba sola encima de la moto de mi exnovio, de vuelta a Madrid en plena madrugada, con mis crines de colores agitándose allí donde sobresalían debajo del casco y que, al llegar al desvío de Vallecas, giré el manillar con determinación en el último segundo, dispuesta a aparcar en cualquier lado y dejar en manos del karma si se merecía que le robasen la Yamaha.

Sí que se lo mereció, porque la moto nunca más volvió a aparecer. O quizá fue el Johny, el ex de Tere, y no el karma el que se la llevó...

Bueno, lo importante es que el equilibrio del universo existe, y esa noche de Halloween mi decisión me llevó a perder un novio y ganar cuatro amigas, bueno, cinco, que Lena se uniría después. Cinco mujeres excepcionales con las que compartir cualquier cosa que se nos pase por nuestras inexplicables fascinant

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