Una regla que romper (Infames)

Fragmento

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Capítulo 1

Brighthelmston. Noviembre de 1799

—Gracias por encontrarla.

El carruaje se puso en movimiento con un ligero impulso mientras los hombres que viajaban en la cabina se ponían al día de sus asuntos.

—Tú también habrías dado con ella si no hubieras estado tan… ofuscado —respondió el otro quitando importancia a su labor con un gesto desdeñoso de la mano enguantada.

Samuel Gardner era uno de los agentes más jóvenes en servicio. Era muy alto, atlético. Tenía uno de esos rostros que enloquecían a las señoritas de cualquier edad y clase social: cabello rubio oscuro, ojos azules, nariz patricia, mentón suave… Las facciones de un ángel en el alma de un hijo de Belcebú. Para contrarrestar el efecto de su apostura, había desarrollado una ausencia total de escrúpulos y de empatía que lo habían convertido en un activo muy valioso para el Gobierno inglés. Adolecía además de lealtades, por lo que era muy fácil comprar su favor. Tan solo había una persona a la que se pudiese considerar que respetaba. Solo con él se le podía ver bromear o tratar asuntos personales. Samuel Gardner solo profesaba amistad por Jason Blackstone, el agente secreto encargado de reclutarlo cuando apenas tenía diecisiete años para que formara parte de una nueva división de la inteligencia inglesa a cargo del Ministerio de Exteriores. Pampilo se había convertido en el proyecto más ambicioso de sus vidas, una verdadera cruzada contra el enemigo de la que solo ellos dos eran verdaderamente conscientes.

Jason rememoraba con frecuencia aquella tempestuosa noche en que encontró a Gardner en un burdel —en el cual, al parecer, se había criado— donde una semana antes había asesinado a sangre fría a dos hombres que habían intentado propasarse con «las chicas». El muchacho era, en aquel entonces, apenas un conjunto de músculos inyectados de testosterona y un cerebro lleno de ira e irreverencia. Sin embargo, tenía fuertes valores de pertenencia e indudables pretensiones de prosperidad que lo habían convertido de inmediato en uno de sus mejores agentes y en la piedra angular de Pampilo.

Había reclutado a muchos hombres a lo largo de su trayectoria dentro de las redes secretas de la inteligencia británica, pero solo había llegado a confiar su vida al que tenía sentado enfrente. En él había depositado toda la confianza de un padre en un hijo. De él dependería, a la postre, que el proyecto de su vida llegase a triunfar o a fracasar. No iba a tener más remedio que dejarlo en sus manos.

Echó a un lado esos pensamientos y se centró de nuevo en el motivo de su visita.

—¿Dónde se aloja? —preguntó con impostada calma.

La realidad era que Jason Blackstone se encontraba alterado y nervioso desde que recibió la comunicación de Samuel Gardner, una semana atrás, en Londres. Le había llevado todo ese tiempo poner en orden sus asuntos, hablar con su familia y tapar sus huellas. Si los acontecimientos se desarrollaban según sus planes, no podría volver a pisar suelo inglés.

—En un hotel muy modesto. Se registró como Paige Buckley.

—¿Cómo diste con ella?

—La delataron los helados. —Jason esbozó una sonrisa ante el recordatorio de una de las debilidades de Madeleine Blackstone—. Bueno, eso y las conversaciones que teníamos sobre el mar. Todo el que trabaja en este inframundo tiene un plan de escape y estaba claro que ella pensaba retirarse en un lugar como este. Fue una coincidencia que se me ocurriera buscarla aquí.

Jason ni siquiera había pensado en esas cuestiones. Cuando descubrió que su esposa lo había abandonado, tardó varios días en comprender que esa desaparición estaba relacionada con la misión que estaba desarrollando en aquel entonces. Asumir que ella no era la joven inocente y protegida que había fingido ser, sino una agente de la República Francesa enviada para vigilar todos sus movimientos, fue un duro golpe que desestabilizó por completo su cordura. Tuvieron que pasar varios días más para que volviera a centrarse y a recuperar el dominio sobre sí mismo; eran muy fuertes su ira y su decepción. Pensó entonces que habría vuelto a Francia, donde el gobierno republicano le habría dado cobijo, y actuó en consecuencia.

Sin embargo, aquel presentimiento le hizo perder semanas enteras en las que trató de localizar a los contactos de su mujer en Londres, solo para descubrir que ellos también la andaban buscando. Aquello, al menos, lo ayudó a descubrir los auténticos motivos por los que ella había huido.

«Maldita fuera».

Desorientado y furioso como pocas veces se había sentido en su vida, creyó que su mundo se desbarataba, así que hizo lo único que pudo para mantener la lucidez: recurrió a Gardner. Él tenía un don especial para encontrar, de forma indistinta, a personas u objetos. Y, por añadidura, era el único en quien confiaba para llevar a cabo una misión que precisaba de la más absoluta discreción.

Gracias a sus últimas acciones, Madeleine se había convertido en un blanco para ambos bandos, pues había roto la principal regla que un agente infiltrado no debe romper, por no hablar de que era considerada por la buena sociedad como un notorio escándalo andante. En Londres la apodaban «la infame esposa», y para nadie era un secreto el modo en que había abandonado a su marido, aunque sí los motivos.

«Brighthelmston».

Ella jamás había hablado de aquel lugar. Aunque un buen jugador nunca desvelaba sus cartas, ¿verdad? Y si algo había aprendido de su mujer era que poseía una gran capacidad de adaptación y una notable inteligencia a la hora de ocultar sus cualidades.

—Recuerda que no he sido el único que ha seguido el rastro de Madeleine hasta aquí —comentó su amigo al tiempo que sacaba una pitillera de su bolsillo superior. La abrió con cuidado, observó sus reservas y después volvió a cerrarla—. Tenéis a esos franchutes republicanos pisándoos los talones.

—Creo que, dado el caso, incluso podrían sernos de ayuda.

—¿Y cómo? Si puede saberse —preguntó el joven con una ceja enarcada.

Jason no estaba muy dispuesto a hablar del tema. No todavía. Si sus mejores perspectivas se cumplían, necesitaría la ayuda de Gardner para llevar a cabo su plan, pero todavía tenían que ocurrir muchas cosas para que pudiera librarse de sus enemigos.

—Te lo comunicaré apenas sepa con certeza que puede funcionar lo que tengo en mente. De hecho, precisaré de tus servicios si alguien del Servicio Secreto, ya sea británico o francés, nos localiza.

—De acuerdo —asintió el joven sin el más mínimo género de duda—. Tendré los ojos muy abiertos y te mantendré informado de todo.

Cuando el carruaje se detuvo, Jason Blackstone, nieto del duque de Ausberg y reclutador de espías, echó una última mirada a su compañero, que escondía una expresión de cautela.

—No olvides cuál fue el motivo que la hizo huir —le advirtió con tono calmo.

Con una ceja enarcada y visible ironía en el gesto adusto de su boca, Jason sostuvo una mirada acerada sobre su pupilo.

—¿Estás mendigando piedad para mi esposa?

El señor Gardner, a quien en pocas ocasiones se veía sonreír, esbozó una mueca arrogante al tiempo que limpiaba una pelusa de su carísimo pantalón de gamuza.

—Me he limitado a señalar que ella tuvo un motivo noble para irse.

—Se fue porque estaba a punto de descubrir que el maldito agente francés al que llevábamos meses buscando dormía en mi cama —constató con creciente impaciencia—. Aún me cuesta creer que ella estuviera escuchando todas mis conversaciones, con lo bien que se le daba fingir aburrimiento cuando mencionaba alguna reunión con Grenville.

—¿No sientes cierta… admiración por ella? Fue muy perspicaz al deducir la identidad de Pichegru —apuntó con cierto aire de simpatía—. Si hubiera logrado pasar esa información a su superior, habríamos tenido serias dificultades.

Jason tuvo que contener una sonrisa. Madeleine no solo había logrado adivinar que el Gobierno inglés había conseguido sobornar a un general de brigada francés para que se opusiera a los intereses de la República, sino que había logrado descifrar su nombre en clave y llegar a la conclusión de que el conspirador era ni más ni menos que Jean Charles Pichegru, comandante en jefe del ejército del Rin.

—Le concedes más crédito del que merece —refutó con impostado desdén, pues lo cierto era que sentía un absurdo orgullo hacia el trabajo de su mujer—. Y se te olvida que podría haber puesto nuestras cabezas en una bandeja si se hubiera sabido que la filtración procedía de mi entorno más inmediato.

—Pero eso no llegó a pasar. Por suerte, conseguimos interceptar la carta y las acciones de Madeleine no tuvieron consecuencias. Se podría decir que, a la postre, no hizo ningún daño.

Eso no era del todo cierto. Cada una de las mentiras y traiciones de Madeleine Blackstone habían cavado un foso muy hondo en el corazón y en el orgullo de Jason.

—¿Estás seguro de eso? —inquirió con voz templada—. Me engañó, me utilizó y después me abandonó.

—Lo hizo para salvarte —insistió Samuel con un matiz desafiante en sus profundos ojos azules—. Prefirió abandonarlo todo antes que cumplir las órdenes de Fleures.

Durante aquellos días en que creía que Madeleine habría huido a Francia, logró averiguar que ella no llegó nunca a desvelar la identidad del conspirador francés a su superior, el conocido revolucionario Jean Baptiste Fleures, pero sí le hizo partícipe de que su tapadera corría peligro de ser descubierta. Las órdenes habían sido claras y concisas: Jason debía ser eliminado.

—¿Debo estarle agradecido por no haberme asfixiado mientras dormía?

—Otra mujer tal vez lo hubiera hecho. Tuviste suerte de que su lealtad hacia ti tuviera más peso que sus principios republicanos.

—Lealtad —farfulló Jason con sarcasmo—. Si me hubiera sido leal me habría contado lo que estaba ocurriendo, no me habría expuesto mandando esa carta y no se habría largado sin dar la más mínima explicación —añadió, dejando salir parte de la frustración que tan bien había mantenido a raya durante los últimos meses.

—Jason…

—¿Seguirás abogando por el diablo? —lo interrumpió, irritado.

—Me cae bien tu esposa. —Su interlocutor se encogió de hombros con aire disoluto—. No me gustaría ver cardenales en su lindo rostro.

—¿Es eso lo que crees que he venido a hacer? —siseó entre dientes.

—Ni de lejos. Pero también sé que por debajo de la aparente serenidad del Halcón —mencionó su nombre en clave con intención— siempre hay una corriente de furia a punto de entrar en erupción.

Samuel lo había visto pelear en algunas raras ocasiones, y era muy consciente de que, a pesar de que su paciencia y fatuidad eran legendarias, había momentos en los que Jason era muy capaz de dejarse llevar por la violencia. Lógicamente, su esposa no le despertaba ninguna de esas emociones.

—Di lo que tengas que decir.

Samuel se desperezó con la más absoluta tranquilidad y dejó caer una mano con desgana sobre su abdomen. Sus sagaces ojos azules se detuvieron para obsequiarle lo que podría haberse considerado un desafío.

—Ya lo he dicho —recordó con una mueca jactanciosa—. Recuerda los motivos por los que tuvo que huir de Londres.

—Los tengo muy presentes —manifestó Jason, malhumorado, antes de bajarse de la cabina.

—Nos hospedamos en el Brighton Old Ship —le di

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