Un largo camino hacia ti

Luciana V. Suárez

Fragmento

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Los chicos del Donegal

Todo estaba llegando a su fin en la vida de Emmeline, o por lo menos una etapa: la de ir a una escuela y la de vivir en el pueblo en el que había residido durante toda su existencia, o sea, diecisiete años. No siempre había estado en sus planes marcharse de allí, más que nada por el aspecto económico, pero había trabajado duro y, finalmente, había conseguido una beca en una universidad que para muchos no sería una primera opción, pero para ella sería el lugar que le permitiría ser libre; libre de las ataduras que la tenían retenida a ese pueblo. Si bien le gustaba la vida en Capewood, a veces se sentía aprisionada, tal vez porque por mucho tiempo creyó que nunca podría largarse de ahí y, al imaginarse eso, una oleada de emociones se desataba en su interior y terminaba sintiéndose miserable.

Esa noche había una fiesta en su instituto, no una de graduación —esa había ocurrido hacía una semana—, sino más bien una de despedida a la que nadie iría vestido de etiqueta; todo lo que harían sería bailar, beber y luego irían a bañarse en el lago hasta el amanecer. A Emmeline le atraía la idea, en parte porque sería la última vez que estaría con sus compañeros, pero, por el mismo motivo, no le apetecía ir, pues los conocía poco o nada.

Tal vez la razón fuera que nunca había sido una muchacha sociable y, además, desde que en el verano anterior había comenzado a salir con uno de los chicos del Donegal (el colegio residencial que estaba a las afueras) se había convertido en persona non grata por ello. Al parecer los de su clase habían tomado tal relación como si fuera de su incumbencia, y no les había agradado para nada, aun cuando apenas tuvieran en cuenta su existencia, pero a ella no le importaba; ya bastantes problemas tenía en su vida como para dejarse influenciar por las habladurías de la gente, en especial de personas que no le interesaban en absoluto y a las que después de esa noche no volvería a ver.

Así que iría a una fiesta de graduación, pero no sería de su instituto, sino del Donegal, el colegio al que iba su novio, pronto a convertirse en exnovio; como cada uno tomaría un rumbo por separado, no tenía sentido que siguieran juntos.

Se puso un vestido rojo pasión que había comprado con los ahorros de todo el año del empleo de niñera; también trabajaba en una pastelería para juntar todo el dinero que pudiera y largarse de allí. Observó su imagen en el espejo y le costó reconocerse. El vestido era ceñido al cuerpo en la parte de arriba, con un escote no muy discreto, corto abajo y suelto, pero además sus labios estaban pintados de rojo, como el tono del vestido, y ella jamás se había puesto algo tan atrevido; si apenas había ido a fiestas y, cuando lo hacía, nunca se vestía así. Se vio tan sexy que le dio un poco de pudor y, de repente, hasta consideró cambiar de atuendo, pero ya era demasiado tarde, aparte de que se lo había comprado con un propósito en mente.

Tomó su bolso y bajó a la planta inferior de la casa para aguardar a que su amiga Heather fuera a recogerla. Su madre estaba sentada en el sofá, viendo un reality show; en cuanto oyó los tacones bajar por los peldaños, se volvió y se quedó mirándola.

—Vaya, Em, ¿de dónde sacaste ese vestidito? —le preguntó mientras bebía cerveza de una lata, haciendo un ruido que Emmeline lo encontraba molesto.

—Lo compré —le respondió en tono de obviedad. Nunca le había pedido prestado nada a nadie, ni siquiera a su madre, y eso que se lo había ofrecido en varias ocasiones alegando que “ambas tenían la misma talla”.

—Hummm, pues ese noviecito tuyo querrá lanzarse encima de ti en cuanto te vea —dijo de forma risueña, que a Emmeline la hizo sentirse incómoda—, ¿o ya lo hizo?

Emmeline sintió que las mejillas comenzaban a arderle, y que probablemente habían adoptado el color de su vestido. Odiaba cuando su madre se ponía de ese modo, aunque, a esas alturas, debía saber que esa actitud era natural en ella; esa era una de las tantas razones por las que Emmeline jamás había llevado a Tanner, su novio, a su casa.

—¿Y papá? —inquirió, cambiando de tema para evitar contestarle, no porque tuviera que admitir que con Tanner no habían ido más allá de la segunda base, más bien no quería hablar de eso con ella.

—Debe estar en la taberna con los muchachos, o tal vez con una mujer, quién sabe —repuso de manera relajada que Emmeline se quedó mirándola incrédula. Que ella supiera, su padre nunca había engañado a su madre; de hecho, sus demostraciones sentimentales rayaban las normas de las relaciones maritales. No les importaba estar besuqueándose en cualquier rincón de la casa mientras se toqueteaban como si fueran adolescentes hormonales, y los sonidos que provenían de la habitación de ellos no eran nada disimulados que, en muchas noches, Emmeline debía dormirse con los auriculares puestos.

—¿Te engaña? —indagó, sintiéndose algo incómoda por la pregunta.

—No, no creo que se atreva a hacerlo, pero me refería a un flirteo inocente, como los que tengo yo con Henry, el lechero, o con Paul, el fontanero —le contestó sin más, como si le estuviera contando cualquier cosa trivial—. No hay forma de que consiga afuera lo que le doy aquí.

Emmeline no supo qué responder a eso, solo pensó en escabullirse de allí lo más pronto posible.

—Bueno, me voy; Heather llegará en un momento.

Y salió disparada antes de que su madre le dijera alguna otra cosa que no quisiera oír. A esas alturas, Emmeline debía estar acostumbrada a que esa era la personalidad de ella, así como la de su padre; ambos parecían haber sido creados con el mismo molde. Pero, por alguna absurda razón, esperaba que eso fuera a cambiar, que por una vez pudiera tener una conversación normal con ellos, que le preguntaran cómo andaban las cosas en la escuela, cómo le iba en el trabajo, qué tal su relación con Tanner, qué pensaba estudiar en la universidad... pero sabía que era algo que no sucedería; sus padres no cambiarían, siempre serían desinteresados con ella.

Heather arribó en su Audi a las ocho en punto y, tras que Emmeline se adentrara, se quedó mirándola con curiosidad.

—Vaya, ahora entiendo a qué te referías con que no sabías si era para ti —le dijo su amiga—. No me malinterpretes, te queda hermoso, pero no es del todo tu estilo, aun así, para una noche como esta, está bien.

—Sí, bueno, no sé si vuelva a usarlo, pero, por esta vez, estará bien —musitó Emmeline mientras acomodaba su larga cabellera hacia adelante, cubriendo el escote con ella.

—Por Dios, Emme, relájate y disfruta de verte sexy por una vez en la vida —le espetó su amiga. Si bien no se sentía del todo incómoda en ese vestido, debía admitir que era extraño no llevar una camiseta larga y un jean, y sus típicas deportivas en lugar de tacones.

El auto de Heather subió la pendiente que llevaba a la calle principal y, cuando salió, dio vuelta hacia la derecha para dirigirse hacia el Donegal.

El colegio Donegal, como era residencial, estaba situado a las afueras del pueblo, en realidad estaba ubicado más cerca de Bellingham, la ciudad contigua, que de Capewood; aun así, alrededor, no había ningún edificio.

Mientras iban por la carretera, Emmeline miró a las aguas del río Nooksack que corría por el lado izquierdo. La luna, que estaba en lo alto, proyectaba su brillo en él, produciendo una capa resplandeciente semejante a una alfombra hecha de diamantes. Emmeline mantuvo la mirada en él; ese río cruzaba por frente a su casa, por lo que había crecido contemplándolo y, por alguna razón, siempre la había hecho sentirse mejor.

Cuando el imponente edificio de granito de estilo gótico comenzó a hacerse visible, una hilera de autos apareció flanqueando la zona de aparcamiento; de repente, los nervios se apoderaron de Emmeline; era la primera vez que iba a una fiesta allí, y fue consciente de que entraría en un mundo completamente diferente al suyo.

A ese colegio, como era de esperar, asistían los hijos de las familias más influyentes de Capewood, Bellingham y otras zonas circundantes de Washington y, si bien Emmeline llevaba tiempo saliendo con uno de ellos y hasta había acudido a algunas fiestas en casas de sus amigos, esto era distinto.

Había tantos autos que a Heather le costó encontrar en donde estacionar. Tras descender del coche, las dos se encaminaron hacia la entrada con pasos nerviosos; si bien Heather era la más sociable de las dos, Emmeline sabía que incluso a ella la intimidaba un poco ese ambiente. Cuando llegaron a la puerta se quedaron expectantes, sin saber qué hacer; dos profesores les pedían nombres y una identificación a los que iban llegando. Si bien la fiesta era para los graduados de ese colegio, los alumnos podían invitar a quienes quisieran, siempre y cuando fueran adolescentes.

Entrar al Donegal fue para ambas como ingresar en el país de las maravillas. Desde niñas habían sentido curiosidad sobre cómo sería ese colegio por dentro; era solo una escuela de varones, por lo que, llegada a la adolescencia, se preguntaban si todos serían apuestos. Como el río Nooksack corría por el frente a la casa de Emmeline, siempre los veían remar en bote como parte de su formación deportiva, o correr en conjunto por los alrededores. En su escuela había muchachos apuestos, pero los chicos del Donegal representaban una especie de fascinación en todas las chicas de Capewood y, probablemente, en las demás ciudades colindantes; desde lejos todos se veían atléticos, guapos y distinguidos.

Las dos se adentraron en un salón inmenso, con pisos de linóleo blanco y negro y paredes color crema cubiertas por telas de seda; del techo pendían varias bolas de espejos y había mesas con bebidas a los costados. Ya habían muchos bailando en la pista; todos los muchachos llevaban esmoquin y la mayoría de las muchachas estaban engalanadas en vestidos tan elegantes que, por un momento, Emmeline pensó que debió de haberse comprado uno de esos vestidos largos llenos de brillos en vez del que tenía puesto.

—Esto es más sofisticado de lo que esperaba —comentó Heather mirando alrededor. Emmeline la observó bien, pues en el auto no había podido hacerlo: su vestido violeta era demasiado ajustado y ceñido en la cintura pero, a diferencia de ella, a Heather no le daba pudor mostrar demasiado las piernas, o su figura en general.

—Sí, lo sé —convino echando un vistazo, sin saber en dónde fijar su mirada.

—¿Y en dónde está Tanner?

—Oh, se suponía que debía enviarle un mensaje al llegar. —Se percató Emmeline, sacando su móvil del bolso.

Tanner apareció casi al instante, luciendo un traje sin saco y sosteniendo una copa en su mano izquierda. Era un muchacho alto, debía rondar el metro ochenta, delgado pero fornido, de tez clara, con el cabello negro cortado al ras. Ensanchó una sonrisa enorme en cuanto vio a Emmeline, aunque él siempre estaba sonriendo, y tenía unos labios grandes que hacía que su sonrisa se viera de oreja a oreja; una vez Heather le había dicho que le recordaba al gato de Cheshire.

—Hey, Emme, viniste —la saludó de manera efusiva, como siempre lo hacía, dándole un beso en cada mejilla. Heather le había preguntado en una ocasión por qué no se saludaban con un beso en los labios, en vista de su condición de novios, pero Emmeline le había dicho que se sentían más a gusto de ese modo, que guardaban ese tipo de demostraciones para cuando estuvieran solos.

—Claro que vendría —repuso ella y, entonces, él la miró de cuerpo entero y parpadeó un momento.

—Guau, estás... guau —fue todo lo que pudo articular, todavía con la mirada maravillada.

—Gracias —musitó Emmeline, sintiéndose algo incómoda de repente, como si hubiese hecho algo indebido.

—Hola a ti también, Tanner —le dijo Heather en tono irónico; él la miró y esbozó otra sonrisa.

—Heather, hola, estás guapísima, ambas lo están —comentó sonriendo.

—¿Y en dónde está tu tribu? —le preguntó Heather por sus amigos.

—Allá, cerca del escenario; tomemos algunas bebidas y vayamos a donde están.

Fueron hacia la mesa de refrescos y cogieron una copa de ponche que, al parecer, era la única bebida permitida allí; después se encaminaron hacia donde estaban los amigos de Tanner. Emmeline sabía que eran solo tres, pero parecían haberse triplicado. Estaban algo dispersos; dos se encontraban apoyados en unos muros, otros hablando, y otros dos, sentados en unos escalones, pero aun así se notaba que estaban en grupo. En cuanto vieron a Tanner acercarse, levantaron la mirada de forma curiosa y sus ojos se desorbitaron un poco al ver a Emmeline, o a Heather, o a ambas.

—Supongo que recuerdan a Emmeline —les dijo Tanner en general, señalando a Emmeline, que estaba a su lado; algunos asintieron, probablemente los tres amigos de él, los demás solo se quedaron mirándola, incluso hubo uno que quedó con la boca abierta. Emmeline los saludó con una expresión sonriente, aunque estaba tan nerviosa que, de repente, le hubiera gustado no llevar un vestido tan llamativo, o no estar en presencia de tantos varones; a pesar de que siempre había sentido curiosidad y fascinación por los chicos del Donegal, en esos momentos se sentía expuesta ante ellos—. Y ella es su amiga Heather. —Esta fue más expresiva y les brindó un “hola” acompañado de un gesto con la mano. Un par le devolvieron el saludo y los demás siguieron con la misma expresión pasmada—. Discúlpenlos, es que por aquí no estamos acostumbrados a ver muchas chicas —se excusó Tanner medio en susurros y ambas rieron; uno de ellos invitó a bailar a Heather y ella aceptó, así que Emmeline se quedó con Tanner y sus compañeros. Se sentía un poco más nerviosa que antes, por lo que bebió un sorbo del ponche, deseando en secreto que fuera alcohol. No es que sintiera debilidad por el alcohol, pocas veces lo había probado en algunas fiestas y, más allá de la cerveza, no le gustaba mucho, pero deseaba ingerirlo para sentirse un poco más desinhibida.

—¿Quieres bailar? —le preguntó Tanner y lo consideró por un momento, pero le dijo:

—Tal vez después.

Sin saber qué hacer, solo les lanzó una mirada a los amigos de Tanner; todos eran apuestos, ni uno de ellos le parecía feo, además de que eran muchachos altos y fuertes. Tanner le había dicho una vez que, de acuerdo a la política del colegio, estaban obligados a involucrarse por lo menos en tres deportes diferentes, y los resultados destacaban en el exterior.

Sus ojos se detuvieron en un muchacho que estaba apoyado contra un muro, bebiendo de su copa; se fijó en su mirada: estaba escaneando el salón, pero no parecía contemplarlo realmente, sino estar sumido en alguna especie de recuerdo, o en sus propios pensamientos; sabía identificar ese tipo de cosas en las personas, tal vez porque ella también era así. A veces, cuando se encontraba en un lugar atestado de gente, sin siquiera intentarlo, su mente se abstraía por un momento y se alejaba de la multitud y del entorno frenético que la rodeaba. Quizás se debía al hecho de que era hija única, y de que su casa estaba situada casi a las afueras del pueblo, por lo que desde niña se sentaba contra un árbol, enfrente del río, a leer o a dibujar, o solo a contemplar el agua serpentear, o el cielo cambiar de color, las aves volar y al sol desplazarse de un ángulo a otro; por lo tanto, no le era demasiado difícil aislarse mentalmente de la sociedad.

Mantuvo su mirada en la del muchacho hasta que él posó sus ojos en ella y, entonces, Emmeline desvió la vista de inmediato. Tuvo suerte de que Vinny, uno de los amigos de Tanner, se acercara a hablarle, así que pudo concentrarse en ello y sentirse un poco más relajada.

Un rato después, aceptó la invitación de Tanner de bailar; se desplazaron a la pista y comenzaron a moverse.

—¿Estás divirtiéndote? —inquirió Tanner, alzando la voz por encima de la música.

—Sí —le respondió, aunque no era del todo cierto—. ¿Qué harán más tarde?

—De seguro terminaremos en el lago, nadando o bebiendo a las orillas —le contestó, aunque ya se lo había contado. Emmeline trató de concentrarse en el baile, en el sonido de la música y en el momento, pero le costó hacerlo; se sentía nerviosa al saber lo que le aguardaba con respecto a Tanner esa noche.

Bailaron dos piezas más y, entonces, Emmeline le preguntó:

—¿Te parece bien si vamos a un lugar más privado a hablar?

Tanner alzó una ceja de manera burlona, quizás pensando que Emmeline sugería algo íntimo, pero, al ver su expresión seria, se percató de a qué se refería realmente y asintió. La condujo por un pasillo hacia una enorme puerta que daba lugar al patio; en cuanto vio la imagen, Emmeline quedó cautivada por ella: era un complejo extenso en el que había muchos árboles, rodeados de lucecitas amarillas, bancos y algunas esculturas. Caminaron un buen tramo hasta que se detuvieron enfrente de un estanque.

—Creo saber de qué se trata —repuso Tanner, tomando la iniciativa—. Es sobre el hecho de que en una semana ambos nos marcharemos.

—Sí, así es —concordó ella, sintiéndose aliviada de repente.

—Pues supongo que esta noche se termina todo —le dijo él y ella asintió. Habían hablado al respecto por meses, aunque su relación no podía catalogarse como seria; ninguno de los dos había ido a la casa del otro (en el caso de Emmeline estaba claro por qué), tampoco se habían dicho que se amaban (quizás no lo sentían realmente). Así que sabían que, una vez que se fueran a la universidad, todo terminaría. Ella se iría a Nueva York; y él, a California; estarían en dos extremos muy alejados como para intentarlo siquiera. Pero era probable que, si hubieran ido hacia el mismo estado, tampoco lo habrían intentado, por lo menos por parte de Emmeline, quien, desde el principio, tuvo presente que se trataba de algo efímero.

—Sí, así es —convino ella—. Solo quiero decirte que me gustó conocerte, y que te deseo lo mejor de ahora en más.

Tanner era su primer novio; había tenido su primer beso con él, y era un muchacho tan bueno que se sintió agradecida de haberlo conocido.

—Lo mismo digo, pero tengo que hacerte una pregunta: ¿te gustaría quedar en contacto? Por mi parte no hay problema; podemos ser amigos o simplemente mantener correspondencia, pero si no quieres lo entenderé.

—No, está bien, podemos escribirnos de vez en cuando para ponernos al tanto sobre nuestras vidas —le contestó. Cuando pensaba en la ruptura con él, le resultaba extraño el hecho de tener que borrarlo de su teléfono y de sus redes sociales.

—Genial —musitó él de forma animada, después se inclinó hacia ella y le dio un abrazo—. ¿Quieres que regresemos a la fiesta?

—Ve tú si quieres, yo me quedaré un rato aquí. —Si bien se había mentalizado para la ruptura, necesitaba un momento para procesarlo.

—De acuerdo.

Emmeline lo vio marcharse y, luego, deslizó la mirada hacia el agua del estanque; se quedó con la vista fija en ella, pensando en lo acontecido: había salido casi un año con Tanner, aunque era una relación de fines de semana, más que nada. Durante la semana él residía en ese colegio, y algunos fines de semana viajaba con el instituto, por lo que debían de ser contadas las ocasiones en que se habían visto, pero aun así él había sido bueno con ella, sabía escucharla y aconsejarla; lo extrañaría, sin embargo, debía admitir que como a un amigo. Cuando lo había conocido en el festival del pueblo en verano, no pensó que terminarían involucrándose de una manera romántica, pero al poco tiempo él le mostró sus intenciones y ella le correspondió y, si bien muchas veces se preguntaba si no habrían llegado lejos, no se arrepentía de lo que habían tenido y siempre lo recordaría con cariño.

Se quedó contemplando el agua, con la mente sumida en sus pensamientos, cuando le pareció oír unos pasos. Se volvió de inmediato y vio que una figura se encaminaba hacia allí; por el porte le pareció que era un muchacho y, cuanto más se acercaba, más reparaba en quién era. Su corazón comenzó a palpitar de forma acelerada y, por un momento, pensó que vendría en su dirección, pero siguió de largo hasta llegar cerca de un árbol que estaba a unos metros de ella, en donde se apoyó.

Emmeline no supo qué hacer, si acercarse a él o no; el muchacho era amigo de Tanner y, aunque nunca los hubieran presentado, él sabía de su existencia. Sin embargo, cuando quiso moverse se dio cuenta de que no pudo hacerlo, no podía acercarse a él. En muchas ocasiones había fantaseado con la idea de hacerlo, quizás desde que era niña, y quería que fuera especial, pero ¿y si no lo era? ¿Si él no mostraba interés en ella? (¿Y por qué habría de hacerlo?).

Se quedó mirándolo, pensando en la primera vez que lo había visto, hacía ocho años, cuando con Heather decidieron salir a andar en bicicleta por el pueblo, antes de eso, su amiga lo tenía prohibido, no así Emmeline, a quien sus padres nunca le habían impedido nada, por lo que a menudo tendía a caminar por lugares por donde se suponía que no debía andar, o hacía cosas que se suponía que no debía hacer y, cuando veía que los demás niños como Heather tenían prohibiciones, se sentía diferente y deseaba tener a alguien que le pusiera limites e imposiciones, por lo que cada vez que Heather le contaba sobre algo que no tenía permitido hacer, ella se autoimponía eso.

Así que no fue hasta que cumplieron los nueve que a Heather le dieron permiso de andar en bicicleta, pero solo por lugares seguros y a la luz del día. Subieron por la parte alta del pueblo y de ahí fueron bajando. Cuando pasaron por la calle Cornish Road, que estaba en la parte alta, pararon un momento en la esquina, como el padre de Heather les había aconsejado, en vista de que a veces los autos se aparecían de la nada y sin hacer el menor ruido. Entonces, Emmeline miró a la casa que estaba en esa esquina; la había visto antes, aunque desde abajo, de donde sobresalía una cornisa, pero, al verla bien, le pareció muy bonita: estaba pintada de blanco con celeste, tenía dos plantas y una mecedora en la entrada, del lado derecho se veía una torre y le pareció que desde allí la vista del pueblo debía de ser magnífica. Estaba tan absorta en la imagen de esa casa, que no se percató de que había alguien sentado en la mecedora: era un niño como de su edad; tenía algo en las manos y tecleaba con sus dedos, por lo que Emmeline pensó que se trataba de un vídeo juego. No podía verlo de cerca, pero le parecía que era apuesto; todavía no tenía edad para pensar en tal cosa y, aun así, no pudo evitar sentirse de ese modo. Le preguntó a Heather si sabía quién vivía allí y esta le dijo, en tono de obviedad, que los Davenport. Emmeline había escuchado ese apellido en algún lado, pero no sabía quiénes eran o qué hacían. Mientras seguían andando en bicicleta, Heather le contó que eran una familia integrada por los padres y cuatro hermanos, que el patriarca era un médico prestigioso en un hospital de Bellingham y, además, se estaba presentando a las candidaturas de la alcaldía por el partido republicano, que la madre también era médica; probablemente, así se habían conocido. Emmeline le preguntó si alguno de sus hijos tendría su edad y Heather le dijo que el más chico, que se llamaba Grayson. Desde entonces, Emmeline insistía en pasar por ahí para verlo.

Un día, cuando andaban con Heather en la heladería de la calle principal, lo vio de cerca y le pareció aún más bonito que desde lejos: tenía el rostro redondeado, las pestañas alargadas, los pómulos pronunciados y los labios rosados, sus ojos eran avellanas y, lo que más le gustó a Emmeline, es que parecían brillar. Su cabello oscuro se amoldaba bien a su cara; le recordó a los dibujos de niños que veía en sus libros. A lo largo de los años, Emmeline pensaba a menudo en Grayson, en cómo sería vivir en su casa, qué tipo de cosas haría, qué le gustaría, qué no le gustaría, qué pensamientos rondarían en su cabeza.

Su fascinación por él no hizo más que crecer con el paso del tiempo; sabía que se llamaba Grayson Davenport, que asistía al colegio Donegal, que era un buen estudiante, un excelente atleta, que era bueno en todo lo que hacía, aunque esa información probablemente todos la sabían. Capewood era un pueblo de cinco mil habitantes, en donde mucho se conocía de sus residentes, en especial sobre la gente más importante, y la f

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