Mientras siga nevando

Iris Romero Bermejo

Fragmento

mientras_siga_nevando-4

Capítulo 2

—No sé si es una buena idea que vayamos esta noche —comento mientras me abrocho el cinturón de seguridad.

—Tonterías —suelta Olivia. Gira la llave y enciende el motor—. Todos los inviernos igual, que si ola de frío, que si nevadas…

Sonrío de medio lado y compruebo en el espejo retrovisor mi aspecto. He estado esperando un buen rato en Atocha y juro que la cara se me ha quedado congelada.

—Yo solo digo que podríamos ir mañana a primera hora —sugiero mientras hago muecas para que se me despierten las mejillas—. Preparo la cena, nos encerramos en casa y vemos películas en el sofá. Puedes invitar a Alejandro si quieres.

Mete primera y salimos. Hace varios adelantamientos bruscos, que me despegan el trasero del asiento y enciende la radio.

—¿Qué te pasa? —pregunto cuando pega un frenazo que hace que me tenga que sujetar al salpicadero.

—Alejandro y yo lo hemos dejado.

Me tapo la boca y dejo escapar un suspiro. Mi querida amiga, con lo bien que se los veía juntos…

—Olivia, lo siento mucho. ¿Qué ha pasado?

Mueve una mano como queriendo quitarle importancia.

—Me la estaba pegando con una compañera de trabajo.

Apago la radio y me incorporo. No puede ser. Alejandro es un encanto y adora a la loca de mi amiga.

—¿Te ha estado engañando? ¿Cómo lo sabes?

—Le he pillado varias conversaciones subiditas de tono en su móvil. Es como todos, Nora. No hay un chico decente en el mundo. Tienes suerte de no comprobarlo por ti misma.

Se da cuenta de lo que acaba de decir y aprieta los labios con fuerza. Me concentro en las vistas de la periferia, en los horrorosos bloques de pisos en la lejanía y cierro los ojos.

Pasamos más de una hora en el más absoluto silencio, cada una sumida en sus propios pensamientos mientras la radio nos taladra el cerebro con canciones pegadizas.

—Nora, perdóname —susurra al tiempo que coge uno de los desvíos que nos llevarán a un pueblo casi deshabitado de Asturias—. Estoy mal, pero eso no justifica que lo pague contigo. Mañana es mi cumpleaños y te agradezco muchísimo que quieras celebrarlo conmigo. No sé qué haría sin ti.

—Me molesta que ataques donde más duele —empiezo a decir. Pero veo sus ojitos de cordero degollado y me ablando. Sé que no lo dice para herirme, que lo único que quiere es que conozca a alguien y deje de estar sola.

—Te pido perdón por lo que he dicho, pero sabes que deberías superarlo y seguir adelante. Y también deberías comprarte algo de ropa de un color que no sea el negro. En serio, Nora, tu armario debe ser deprimente.

—Me gusta el negro, ¿qué pasa?

—Pues que parece que vas de luto —dice con un movimiento de manos tan exagerado que suelta el volante durante unos instantes—. Como sigas pareciendo la niña esa rara de la familia Addams, no habrá chico que se atreva a tocarte. Y, créeme, cuando te toquen, pedirás más.

Por un segundo despega la vista de la carretera y nos miramos a los ojos sin pestañear, pero esta vez soy yo la primera que retira la mirada.

—Eso es imposible —contesto harta de tener la misma conversación mil veces.

—Deberías empezar a salir con chicos sin contarles tu pequeño secretito —comenta con ligereza, como quien opina sobre el tiempo una mañana cualquiera, como si fuera algo que yo pudiera controlar.

—No puedo, ya lo sabes.

—Te tienes que dar un homenaje de vez en cuando, Nora, que la vida son dos días.

Le pellizco el brazo por encima del jersey para que se calle de una maldita vez, aunque sé que eso es pedir demasiado para mi mejor amiga.

—¡Nora!

—Te lo has merecido.

—¿Has sentido algo? —me pregunta muy seria—. ¡Nora! ¡Que me contestes! ¿Has sentido algo?

—Que no, pesada. No te vas a morir en las próximas horas; no te preocupes. Además, por encima de la tela es más difícil, ya lo sabes.

—No me vengas con gilipolleces. Lo sentirías, aunque estuviera enfundada en neopreno. Y, por favor, si alguna vez sientes algo al tocarme, dímelo.

Me callo que jamás se lo diría. ¿Cómo le dices a tu mejor amiga que va a morir? Por suerte, no es el caso.

—Dios santo, cada vez que me tocas se me acelera el corazón —dice con una mano en el pecho—. No sé qué vamos a hacer cuando seamos ancianas. Te voy a llevar conmigo a todos lados como si fueras mi llavero. Aunque, por otro lado, no sé si quiero saber el día de mi muerte.

—Deja de pensar en eso, por lo que más quieras… —le suplico con los ojos en blanco.

Comienza a oscurecer. La carretera se empieza a ver algo difuminada por los copos de nieve que se van posando sobre la luna del coche y, aunque Olivia ha encendido las luces de los faros, apenas soy capaz de distinguir la línea blanca que separa nuestro carril del de al lado.

—Está empezando a nevar.

—No te preocupes. Llegaremos sanas y salvas —me asegura, siempre tan optimista.

—Si tú lo dices… —comento con acritud.

—Tengo que echar gasolina. ¿Quieres que te compre algo? ——pregunta de repente. Coge un desvío con demasiada velocidad y el coche derrapa un segundo sobre la carretera.

—¡Ve más despacio! —le pido una vez más.

Apaga el motor y se quita el cinturón de seguridad en cuanto llegamos a una gasolinera muy pequeñita y con aspecto de estar a punto de ser abandonada. Mueve la cabeza en mi dirección y sus rizos pelirrojos bailan alrededor de su rostro.

—¿Quieres algo? —insiste.

—No, no me apetece nada.

Asiente y sale del coche. La veo alejarse despacio mientras se pone su abrigo rosa. Suspiro y apoyo la cabeza en la ventanilla. Con lo bien que estaría ahora mismo en mi sofá...

Regresa unos minutos después con la cara escondida en el abrigo y con todo el pelo cubierto de copos de nieve medio deshechos. Abre un momento la puerta para tirarme varias bolsas de patatas y una botella de Coca-Cola al regazo, y sale a echar gasolina. Y, en esos pocos minutos, me da tiempo a preguntarme por enésima vez desde que hemos salido: ¡¿qué narices hacemos con este temporal en el maldito coche!? Tengo que respirar con fuerza varias veces y obligarme a ser más positiva.

Unos instantes después, estamos de nuevo en la carretera.

—El hombre de la gasolinera me ha dicho que debería llevar puestas las cadenas, que va a nevar más —comenta tan tranquila, con la boca llena de patatas fritas.

—Es que no deberíamos ir con este temporal. Aún estamos a tiempo de dar media vuelta.

—¡Pero si ya vamos por la mitad del camino!

Otro rato más de silencio que tan solo se ve atenuado por su ruidoso masticar, que parece que está comiendo clavos.

—Nora…

—¿Qué? —Cuando se aburre suele ser de lo más pesada y pronto empezará a preguntarme si creo que voy a mutar o si alguna vez he tenido alguna premonición. Aún recuerdo una calurosa tarde de verano que no hacía más que intentar abrir su tercer ojo para poder contactar con los espíritus de la otra dimensión.

Parece que estamos entrando en la boca del lobo. Los parabrisas apenas despejan la nieve que nos tapa la visión y la loca de mi amiga no parece amilanarse ni un poco.

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