Los recuerdos de Olvido

Fàtima Beltran Curto

Fragmento

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Regreso de madrugada a Barcelona, tal y como ella ha venido a mí durante estos casi veinte años que llevo sin pisarla.

No hay nadie esperándome en el aeropuerto de El Prat, pero sé que, a pocos kilómetros, me aguarda toda una ciudad de recuerdos. Mi equipaje es escaso, apenas una maleta, pero no he venido para quedarme, tan solo para cumplir una promesa.

Con el andar tembloroso, me dirijo hacia una de las numerosas puertas de salida y, antes de cruzarla, tengo tiempo de ver mi propia imagen reflejada en el cristal. Parezco una elegante mujer montada en unos imposibles tacones, con su traje chaqueta en crudo y su bolsito Marc Jacobs. El tiempo me ha sentado bien: me ha dado seguridad, patas de gallo y arrugas en el alma.

Salgo al exterior y el inconfundible y gélido aire de Barcelona se apresura a darme su abrazo de bienvenida. Me siento en casa, en la casa de mis recuerdos. ¿Cómo olvidarla? Tomo el primero de los taxis que hay dispuestos en una interminable hilera y tengo la sensación de que él también me ha estado esperando durante todos estos años. El conductor me busca con la mirada a través del espejo retrovisor.

—¿Para dónde la llevo?

—Al hotel Majestic, por favor.

Acto seguido, como si mis palabras fuesen el único conjuro que pudiera surtir efecto, el coche se va desgajando de aquella hilera —de abejorros metálicos— negra y amarilla que encabezaba para trazar con sus ruedas los últimos kilómetros de mi retorno.

En la radio se oye a Serrat cantando en catalán; después de tanto olvido, qué bien me vuelve a sonar esa lengua.

Mis ojos van acariciando el paisaje industrial que nos acompaña, están hambrientos por ver otra vez todas esas calles, mudos centinelas de mi primera juventud.

—Perdone, ¿podríamos antes pasar por vía Laietana?

—No hay problema —me responde el taxista, sin dejar de mirar al frente, mientras observo sus ojos a través del espejo retrovisor.

—Hace mucho que no vengo por aquí, ¿sabe? La verdad es que me muero por ver cómo está todo aquello.

Vamos entrando por el puerto, ladeando el mar, y percibo cómo la ciudad se va abriendo, lenta pero decidida, a nuestro paso. Atrás van quedando las afueras, como prólogo fugazmente escrito. El Mediterráneo, a mi derecha y, a la izquierda, un pedazo entero de mi vida.

Desde su iluminada atalaya, ya distingo a Colón en la desembocadura de las Ramblas, a ese Colón embustero que nunca señaló al Nuevo Mundo sino a Génova.

Tras un pequeño giro, comenzamos a ascender por vía Laietana, por donde mis ojos van rastreando pedazos de ayer entre aceras y mudos portales. Siento como si el corazón me diese un vuelco dentro del pecho; todo sigue estando igual.

El vidrio de la ventanilla me sirve de filtro y me obliga a recordar que han pasado ya casi dos décadas y que yo ya no soy la Teresa que pateó ese mismo camino hace tantos años. Busco mi cara en el cristal para reconocerme algo más vieja, más refinada, con más dinero, pero con menos sueños. Ahora soy la Teresa que va en taxi, ahora soy la Teresa que tiene habitación reservada en el Majestic y no la niña que vivía en una austera pensión de la Barceloneta. Tal vez, en el fondo, la única diferencia entre las dos Teresas sea que a la primera le picaba el alma y a la de ahora tan solo le escuece.

De vía Laietana a paseo de Gracia, atravesando la plaza Urquinaona por la ronda de San Pedro. Y justo allí, en el epicentro del paseo de Gracia, como un coloso estudiadamente iluminado, mi hotel: un majestuoso edificio de siete plantas con marquesinas de hierro forjado estilo neoclásico.

El taxi aparca justo enfrente y, tras pagar y dejar una generosa propina, desciendo de él con mi maleta. Me resulta triste volver a una ciudad en la que trabé tantas amistades y tener que hospedarme como si fuese una turista, pero tampoco he avisado a nadie, necesito dosificar las emociones.

Suenan las cuatro de la mañana cuando mi mano golpea el timbre de recepción. Acto seguido, tras el mostrador, aparece un relamido caballero con bigote y corbata que me sonríe.

—Buenas noches, ¿tenía usted habitación reservada?

—Sí, buenas noches, a nombre de Teresa Martín.

El hombre busca mi nombre en una enorme y suntuosa agenda con cubiertas de piel y letras doradas con el nombre del hotel grabadas en su tapa delantera, detalle que me extraña por el hecho de que todavía utilicen este aparatoso sistema en lugar de tenerlo informatizado.

—Sí, señora, aquí está. Esta es su habitación. —Me extiende una de esas tarjetas magnéticas a modo de llave con las que tan malacostumbro a manejarme—. Es la 415, en la cuarta planta. Si me deja aquí su maleta, en breve se la subirán.

—Muchas gracias.

El relamido caballero me acompaña hasta el ascensor y aprovecha el corto paseo hasta él para recitarme horarios y servicios. Sus palabras resultan casi mecánicas y rebotan una tras otra contra mis oídos; estoy demasiado cansada como para escucharlo o prestarle la más remota atención.

Todo lo que pica madura; todo lo que escuece cura.

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Los hermanos en Travessera

El barrio de Gracia, en los ochenta, era el verdadero corazón de la ciudad. En él latían las más dispares existencias que cohabitaban a golpe de sístole y diástole, las unas con las otras, en una laberíntica barriada de toda la vida, sembrada de plazas y callejuelas que se enredan y enmarañan a su alrededor trazando el planisferio de las raíces de la ciudad.

El pisito de los hermanos Andrés y Olvido parecía el centro neurálgico de todo aquel microcosmos urbano, ya que por él iban desfilando infinidad de singulares personajes y personajillos dignos de una novela de Valle-Inclán o, por la época, más bien de una irreverente película de Almodóvar.

Andrés y Olvido no llevaban aún ni un año en la península. Eran canarios y sus padres habían decidido mandarlos a estudiar fuera de la isla para así, tal vez, perderlos algo de vista. Lo primero que hicieron, al llegar a Barcelona, fue dejar sus respectivas carreras (él, Derecho; ella, Historia) para lanzarse a vivir la dolce vita con el dinero que les llegaba vía caja postal, desde el archipiélago.

Su apartamento, entre Travessera y Joanic, era un verdadero encanto y desprendía un extraño aroma, mezcla de vainilla, salitre y limón.

No pasaban apuros económicos; el ser hijos de un potentado empresario de la construcción les daba suficiente cancha para todos sus excesos, que no eran pocos. Cada noche era una fiesta donde jamás faltaban bebidas, drogas y mujeres; y cada mañana, un despertador en paro. La vida comenzaba siempre a las dos de la tarde, como muy temprano, y se desarrollaba bajo el bostezo del orden.

Ambos hermanos compartían numerosas aficiones y, entre ellas, el gusto por las mujeres. Olvido era cinco años menor que Andrés, y tal vez su lesbianismo no era más que el simple producto de la admiración que sentía hacia l

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