Capítulo 1
Era la víspera de Nochevieja y no era buena fecha para subirse en un avión.
Todavía no entendía cómo se había dejado convencer para viajar en esos días. Tenía que cerrar el año en Bon Appétit y, aunque había revisado todos los balances, puesto al día toda la contabilidad y verificado todos los pedidos la última semana, realizando un esfuerzo casi titánico, a Roma no la seducía del todo la idea de irse de viaje y delegar en otros su trabajo.
Apoyada en una de las columnas que había en la primera planta del aeropuerto de Valencia, en la zona de lo que un día fue la antigua cafetería desde donde podías ver aterrizar y despegar los aviones a través de sus enormes cristaleras hoy repletas de polvo y suciedad, Roma dejó volar por un momento sus pensamientos hasta su niñez, hasta el momento exacto en el que su hermano, su madre y ella se tomaban un chocolate caliente mientras esperaban que aterrizase el avión en el que su padre volvía de uno de sus innumerables viajes. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde entonces!
Echó un rápido vistazo al reloj de su muñeca y comprobó que todavía quedaban diez minutos para acudir a la puerta donde había quedado con Candela y Enzo. Roma se colocó con impaciencia un mechón de su pajizo cabello tras la oreja. Había llegado quince minutos antes de la hora acordada, no le gustaba ir con el tiempo justo. Sacó el móvil del bolso y actualizó su agenda con las reuniones que tenía concertadas para la siguiente semana. La empresa se encontraba en un buen momento. Después de muchas negociaciones con el representante de Bruce Jones, el cantante escocés que había conocido en el crucero que realizó con sus amigas, había conseguido exportar a Reino Unido algunos de los productos gourmet y delicatessen de Bon Appétit.
Llamó al encargado del almacén para que le confirmase unos datos. No fue buena idea. La incompetencia de algunas personas le resultaba difícil de creer. Después de explicarle de nuevo lo que necesitaba saber y, sin éxito en el resultado, dejó a un lado la amabilidad y empleó un tono un poco más acorde a su nivel de estrés en ese preciso momento. Lo dio por imposible y prefirió comprobarlo ella misma a la vuelta. Guardó su móvil, cogió su maleta y comenzó a caminar en dirección al área de salidas de la terminal donde había quedado con la pareja. Hacía casi un mes que no veía a su amiga; desde que se había ido a vivir a Biescas con su novio era cada vez más difícil coincidir, pero tanto ellas como Magda intentaban quedar, al menos, un fin de semana al mes. Llegó hasta la puerta arrastrando su maleta, volvió a mirar la hora en su reloj y esperó con paciencia hasta que aparecieron Candela y Enzo.
—¡Hola! —saludó Candela—. Lo sé, llegamos tarde, pero no te imaginas lo que nos ha costado aparcar por aquí.
—Hola. Vamos, que todavía nos quedaremos en tierra. —Enzo dio un fugaz beso a Roma en la mejilla y se dirigió hacia el arco de seguridad.
Cuando llegaron a la puerta de embarque, Roma, Candela y Enzo se dejaron caer exhaustos en unos asientos mientras esperaban a que las auxiliares de vuelo apareciesen para indicarles que ya podían subir al avión. Habían recorrido todo el camino desde el arco de seguridad hasta la puerta de embarque corriendo, por si no llegaban a tiempo.
—¡Qué pena que Magda no haya podido venir! —exclamó Candela.
—Sí, será extraño no celebrar Nochevieja con ella —respondió Roma—. Este año tiene que trabajar hasta tarde en un evento de Barcelona, pero seguro que encuentra la manera de pasárselo bien de todos modos.
—Eso no lo dudo. —Rio Candela.
—Chicas, será divertido —dijo Enzo—. Sé que os gustaría estar las tres juntas estos días, pero seguro que lo vamos a pasar estupendamente con Alec.
—Todavía no sé cómo me he dejado convencer —respondió Roma, cogiendo su móvil—. No tenéis ni idea de la cantidad de trabajo que me espera a la vuelta.
—Tú lo has dicho —replicó Candela—. A la vuelta, no en estos tres días que tenemos por delante. Intenta olvidarte de todo y desconecta.
—No puedo desconectar —se lamentó Roma revisando la bandeja de entrada de su correo—. Ya me gustaría.
—Tenemos un mensaje de Magda en el chat del grupo —anunció Candela.
Magda: Que tengáis buen vuelo, chicas. Os voy a echar de menos, es nuestra primera Nochevieja separadas. Nos vemos a la vuelta y me contáis todo. Pasadlo genial.
Roma contestó a su amiga deseándole un feliz Año Nuevo y sonrió apenada. Consideraba a Candela y a Magda como hermanas, e iba a echar mucho de menos a la última esos días. A veces discutían, porque las dos tenían carácter fuerte y maneras diferentes de ver la realidad, pero Magda era una de las personas más importantes de su vida, y esa sería la primera Nochevieja que pasarían separadas desde que se conocían.
Las madres de las tres compartían una íntima amistad y todos los años se turnaban para celebrar la Nochevieja en alguna de sus casas. Sin duda era una fecha especial para ellas. Durante su niñez, sus familias preparaban una copiosa cena para todos y luego bailaban y reían hasta después de las campanadas. Mientras sus padres cocinaban, ellas ensayaban una pequeña obra de teatro improvisada, para amenizar la velada hasta que diesen las campanadas. Años más tarde comenzaron a celebrar la Nochevieja por su cuenta. Aunque en ocasiones se juntaban con otros amigos, ellas tres nunca fallaban a su cita del 31 de diciembre.
Roma no podía dejar de sentir remordimientos por irse de viaje en lugar de quedarse a adelantar trabajo, pero Candela había insistido mucho para que celebrase esa Nochevieja con ellos. Sabía que Magda tenía que trabajar ese año, y ella habría acabado por darle la bienvenida al nuevo año en la empresa, rodeada de albaranes y facturas si se quedaba en Valencia, de modo que Candela la convenció para que le acompañase. A Roma no le hacía mucha ilusión perder tres días celebrando Año Nuevo, pero una llamada inesperada la dejó sin argumentos. Después de intentar declinar la invitación varias veces, poniendo como excusa principal el trabajo, no le quedó otro remedio que aceptar la invitación que recibió por teléfono.
—Necesito un café —anunció Roma, levantándose—. Vuelvo en un momento.
—¿No puedes tomártelo en el avión? —preguntó Candela.
—Lo que te dan ahí dentro no es café —repuso Roma—, es agua filtrada con algo de un color semejante al café.
—Date prisa, no creo que tarden en abrir la puerta.
Roma se dirigió a una de las cafeterías cercanas al sitio de embarque y pidió un café solo con un hielo. No necesitaba más, solo algo de cafeína que le permitiese espabilarse un poco durante algunas horas más para mantenerse despierta, aprovechar las horas de vuelo para terminar la planificación de enero y enviarla por correo electrónico.
Se miró de reojo en uno de los espejos de la cafetería, mientras tomaba de un trago el café, y vio el reflejo de la Roma que se había acostumbrado a ver en los últimos años, con ojeras que no se disimulaban ni con la mejor marca de maquillaje y el pelo recogido en una coleta para no perder tiempo retocándoselo a lo largo del día. Comenzaba a sentirse cansada, tanto como el reflejo que le devolvía el espejo de una Roma a la que faltaban muchas horas de sueño.
Volvió hasta la puerta de embarque donde la esperaban Enzo y Candela. Estaba decidida a intentar descansar esos días y pasárselo bien, así que Roma le mostró el billete a la auxiliar de vuelo que acababa de abrir la puerta y caminó junto a su amiga hacia el interior del avión. Como Magda solía decir: «Tu vida y tu trabajo seguirán esperándote tal y como los dejaste», pero lo que Roma no podía saber era que su amiga no podía estar más equivocada.
***
Alec tomó la segunda salida de la rotonda y continuó por Eastfield Road hasta el aeropuerto de Edimburgo.
Había entrado a trabajar a las seis de la mañana y se sentía un poco cansado, a pesar de que había sido una mañana relativamente tranquila. Había dado el alta a un par de pacientes y realizado un rescate de emergencia en el munro de Ben Cruachan; por suerte, no hubo heridos de gravedad, solo un par de roturas de tibia y húmero. Algunos munro baggers[1] habían decidido escalar la montaña en la víspera de Hogmanay sin tener en cuenta las condiciones meteorológicas para ese día. Al salir del hospital, había pasado por casa para darse una ducha rápida y terminar de preparar todo para la llegada de sus invitados, luego cogió el coche y puso rumbo al aeropuerto para recoger a sus amigos.
Aparcó el pick-up en el estacionamiento del aeropuerto, se abrochó la chaqueta y se dirigió a la terminal de llegadas, apretando el paso para no mojarse con la lluvia. Miró el reloj; el avión ya había aterrizado, así que, si no fallaban sus cálculos, debían de estar recogiendo las maletas.
Intentó recordar la última vez que Enzo había viajado a Escocia, pero no consiguió situarse en el tiempo. Sabía que había sido en otoño, aunque no recordaba con exactitud cuántos años hacía; al menos, tres. Él había pasado los dos últimos en Huesca estudiando el máster en Medicina de Urgencia y Rescate en Montaña que le había permitido especializarse y comenzar a formar parte del equipo médico de rescate de Oban, y había pasado poco tiempo en Escocia, ya que el máster y las prácticas ocupaban casi todo su tiempo.
Miró hacia la puerta, por donde comenzaban a salir los primeros pasajeros, y un par de minutos más tarde vio a Enzo, a Candela y a Roma caminar hacia él. Cuando Enzo llegó a su lado, le dio un abrazo.
—¡Enzo! ¿Cómo ha ido el viaje? —preguntó Alec.
—Largo —respondió su amigo—. Hemos salido muy pronto de Biescas, y las horas de coche más las del avión ya van pesando.
—Te entiendo, tal vez puedas descansar un rato cuando lleguemos a Oban.
—No creo que pueda descansar mucho, estoy seguro de que habrás planificado cada hora de las que vamos a estar por aquí ¿verdad?
—¡Qué bien me conoces!
Eran amigos desde su niñez y, aunque vivían en países diferentes, a lo largo de los años, Enzo y él habían forjado una amistad que podía resistir todo tipo de contratiempos. Alec iba a Biescas todos los años a pasar las vacaciones en casa de sus abuelos maternos, allí fue donde conoció a Enzo y a Fabián, y donde vivieron innumerables aventuras los tres.
Se giró para saludar a Candela y a Roma. La última vez que las había visto había sido en casa de la pareja, unos meses más tarde del desafortunado accidente que sufrió Candela.
—Candela, Roma. Bienvenidas a Escocia —saludó Alec.
—¡Qué alegría volver a verte! —exclamó Candela, dándole un abrazo—. ¡Menudo cambio! ¿Te estás dejando la barba? Estás muy guapo con ese corte de pelo, pareces más rubio.
Alec miró a Enzo, apurado, y este se rio. A pesar de que la madre de Alec era española, él había nacido y crecido en Escocia, en un pequeño pueblo donde los lugareños no eran muy dados a las muestras de afecto en público.
—Hola, Alec —saludó Roma, poniéndose de puntillas para darle dos besos—. Gracias por venir a recogernos.
Alec se fijó en cómo ella había cambiado. Parecía cansada, más delgada, y el rubor que había teñido sus mejillas cuando la conoció ya no se reflejaba en su rostro.
—No podía ser de otro modo. ¿Os ayudo con las maletas?
—No te preocupes, no llevamos mucho equipaje —respondió Enzo.
—En ese caso, vamos al coche. Tenemos tiempo de hablar de camino a Oban.
Tan solo caían algunas gotas de lluvia, pero fueron suficientes, junto con los charcos que permanecían en el asfalto tras la tormenta de la noche anterior, para hacer resbalar a Roma. Enzo soltó la maleta y reaccionó justo a tiempo para sujetarla y evitar que cayese al suelo.
—¿Estás bien? —preguntó Alec preocupado.
—Sí —respondió Roma—. Gracias, Enzo.
—De nada —dijo su amigo.
—Tal vez, esos zapatos de aguja no sean los más adecuados para este viaje —comentó Alec, poniendo los ojos en blanco y armándose de paciencia.
—No me he traído mucho más.
—¡Menos mal que calzamos la misma talla de zapatos! —intervino Candela—. Me he traído varios pares de zapatillas, puedes elegir el que más te guste.
—Gracias —dijo Roma.
Subieron al coche, y Alec esperó con paciencia a que Roma se secase los pies y se calzase unas zapatillas de deporte que Candela le había prestado, mientras intentaba imaginar por qué motivo no había elegido unos zapatos más apropiados sabiendo que en Escocia el tiempo cambiaba a cada rato. Cuando vio por el retrovisor que Roma estaba lista, puso el coche en marcha para dirigirse a Oban.
En el camino, Candela les contó que se sentía muy a gusto trabajando en el hotel y que, cuando no trabajaba allí, lo hacía en la empresa multiaventura de Enzo. Se había adaptado a la perfección a la vida en Biescas, e incluso había logrado conectar con Fuji, el perro de su novio.
Enzo era feliz. Había cumplido su sueño de tener su propia empresa multiaventura y estaba muy enamorado de Candela. ¿Quién le iba a decir a su amigo que encontraría al amor de su vida en un crucero de Bruce Jones?
Cuando Alec escuchó a Roma hablar, se dio cuenta de que parecía que toda su vida giraba en torno al trabajo. La oyó comentar que casi no tenía tiempo libre; lo cierto era que él tampoco, aunque siempre encontraba algún rato para salir con Megan y desconectar de sus largas jornadas en el hospital. Estaba convencido de que no podría llevar el ritmo frenético de Roma; precisamente, una de las cosas que más le gustaban de su trabajo era atender las emergencias imprevistas que surgían en la montaña. No, en realidad no se imaginaba siguiendo una jornada en la que cada minuto del día estuviese planificado, sabiendo lo que iba a suceder a continuación.
Preguntó por Fabián y Magda; las chicas le contaron cómo le iba todo a su amiga, mientras que Enzo le comentó que Fabián andaba muy ajetreado, realizando encargos en varios lugares de España.
Alec también los puso al día de su nuevo trabajo. Atender adecuadamente las urgencias médicas en un medio montañoso u hostil, sin material específico y gestionando el estrés y el esfuerzo en un rescate, no resultaba una tarea fácil, así que se sentía muy orgulloso de formar parte de un equipo de profesionales que, a pesar de ser bastantes jóvenes, estaban muy preparados y motivados para llevar a cabo su labor.
Sin darse cuenta, gracias a la animada conversación que mantenían, llegaron al desvío de Oban. El paisaje comenzó a cambiar, y, a través de las ventanillas, pudieron ver las pequeñas embarcaciones de pesca y recreo. Alec les explicó que Oban era un pueblo mayoritariamente pesquero, y uno de los principales exportadores de marisco de Escocia.
Pasaron por debajo del puente Connel; Candela bajó la ventanilla trasera para señalar un lugar que había despertado su curiosidad, pero la volvió a subir con rapidez al sobrevenirle un hedor que la disgustó.
—¿Qué es ese olor nauseabundo? —inquirió arrugando la nariz.
Alec sonrió divertido.
—Son algas que se acumulan en la orilla de la playa —respondió.
—¿Y siempre huele así? ¿Cómo lo soportas?
—Lo cierto es que creo que no lo noto. He crecido con ese olor como algo natural en mi entorno, así que no lo percibo como algo extraño, como te sucede a ti.
—Yo no podría soportarlo —añadió Roma.
—Te acostumbrarías —respondió Alec.
—Lo dudo mucho.
Alec giró a la izquierda en una bifurcación y aparcó el coche unos metros más adelante, junto a un pequeño muro de piedra.
—Hemos llegado.
—¿Esta es tu casa? —inquirió Candela, asombrada.
—Es la casa de mis padres, vivo con ellos.
—Parece preciosa —comentó Roma.
—Gracias.
—Venga, chicas, ya habrá tiempo para ver la casa más tarde —intervino Enzo.
—Aprovechemos para entrar, ahora que no llueve. Os presentaré a mi familia —dijo Alec mientras abría el maletero.
Capítulo 2
Roma estaba asombrada. La casa de los padres de Alec era de ensueño. El muro exterior de piedra gris oscura no tenía mucha altura, pero rodeaba toda la propiedad, que parecía enorme. A pesar de ser invierno y estar anocheciendo, se podía apreciar la dedicación con la que cuidaban del jardín.
Arrastraron las maletas por el camino de grava que llevaba hasta la puerta de la casa. Lo que más llamó su atención, aparte del tamaño de la vivienda, fue que tenía cuatro chimeneas; además, las ventanas de madera blanca eran muy amplias y contrastaban con la fachada de piedra.
Alec restregó los zapatos en la alfombrilla que había delante de la gran puerta de madera y les cedió el paso a los demás.
—Podéis dejar ahí las maletas —les indicó, señalando un rincón del amplio recibidor mientras cerraba la puerta tras de sí y colgaba su chaqueta en la percha—. Permitid que cuelgue aquí vuestros abrigos.
—¡Enzo! —exclamó la madre de Alec, que salía en ese momento de la cocina—. ¡Qué alegría verte!
—¡Señora Adela! ¿Cómo está? —Enzo caminó con una sonrisa dirigiéndose hacia ella, mientras Roma observaba todo desde la puerta.
—Haciéndome vieja. A ti te veo estupendamente —dijo, abrazándolo—. ¿Quiénes son estas jovencitas? Alec, ¿dónde están tus modales?
—Perdona. Te presento a Candela y a Roma.
—Encantada. ¿Habéis tenido buen viaje?
—Hola. Sí, no ha habido problemas en el vuelo —respondió Candela.
—Sí, además hemos llegado muy rápido hasta aquí.
—Mujer, tres horas en coche no sé si yo diría que es rápido, pero entiendo que se os haya hecho corto el trayecto si estabais poniéndoos al día. Seguidme, acabo de preparar té.
La madre de Alec los guio hasta un salón de altas y grandes vigas de madera talladas a mano, en el que parecía que se hubiese detenido el tiempo, y los invitó a sentarse en los cómodos sofás de cuero, situados al lado de estanterías de madera repletas de libros antiguos y un gran ventanal que daba paso al jardín. La mujer les sirvió el té y entabló con ellos una animada conversación mientras se calentaban junto a la chimenea.
Roma escuchó abrirse la puerta de la entrada y, un momento más tarde, el que supuso que era el padre de Alec asomó por la puerta del salón.
—Buenas tardes.
—¿Te acuerdas de Enzo? —preguntó Alec.
—Por supuesto que me acuerdo de él. ¿Cómo estás, muchacho?
—Bien, gracias, señor.
—Do bheatha dhan duthaich!
—Mi padre os da la bienvenida. Roma, Candela, este es mi padre, Duncan.
Ambas saludaron y le dieron las gracias por acogerlas en su hogar.
—Os enseñaré la casa y vuestras habitaciones —dijo Alec.
Su madre parecía una señora muy activa y parlanchina; por el contrario, su padre daba la impresión de ser un hombre serio e imponente.
Enzo, Candela y Roma siguieron a Alec, que les mostró cada una de las estancias. Era una casa de campo típica escocesa. Les explicó que, en la antigüedad, había sido una granja y que, aunque había conservado la fachada de piedra y la estructura, sus padres la habían reformado, dotándola de todas las comodidades de las que disfrutaban en la actualidad y de una planta más.
Cuando llegaron a la entrada, Alec descolgó sus chaquetas de la percha y se las tendió. Enzo cogió su maleta y la de Candela y se dirigieron hacia el jardín.
—Pensaba que íbamos a quedarnos en tu casa —dijo Roma, confusa, mientras cogía su equipaje.
—Y así es, pero he pensado que tendríais más intimidad en la casa de invitados. Lamentablemente, solo caben dos personas, así que tú tendrás que dormir en la habitación de invitados de la planta de arriba, espero que no te importe.
—¿Tenéis casa de invitados? —preguntó Candela sorprendida.
Alec la miró, confundido, mientras caminaba por el jardín.
—Es ahí —dijo, y señaló con la cabeza una casa de piedra de un solo piso.
Alec empujó la pesada puerta de madera y entró en la casa.
—¿Estaba abierta? —preguntó Candela.
—Aquí no solemos cerrar las puertas con llave, no es un pueblo muy grande y nos conocemos todos.
—¡Eso es muy peligroso! —exclamó Roma.
—Depende de lo que consideres peligroso.
—Pero tiene cerradura, eso significa que hay una llave.
—Sí, tiene cerradura y esta de aquí es la llave de la puerta —dijo Alec, señalando una llave antigua de hierro que colgaba de un clavo en la jamba de la puerta—. Podéis utilizarla cuando queráis.
Alec les enseñó la casa de invitados. Había una sola habitación, un gran baño y una cocina, separada del salón por una barra americana de madera de roble.
—Sé que no es muy espaciosa, pero creo que aquí estaréis más tranquilos que en la casa principal —se disculpó.
—¿Bromeas? —preguntó Enzo—. Es perfecta. Solo vamos a estar tres días, así que no necesitamos nada más.
—En cualquier caso, si necesitáis algo, solo tenéis que decirlo.
Roma miró por la ventana y vio una cabecita que asomaba al otro lado del cristal.
—¡Alec! —oyó gritar, mientras veía dar saltitos a una niña pequeña al otro lado de la ventana.
Alec le hizo un gesto con la mano para que entrase en la casa y se dirigió a la entrada.
—¡Tío Alec! ¡Ya has vuelto! —gritó la pequeña, colgándose del cuello de su tío.
Alec abrazó a su sobrina antes de deslizar sus manos por los delgados brazos para dejarla en el suelo.
—Roma, Candela, esta es Mai, mi sobrina. Enzo, creo que ya os conocéis.
Mai se giró hacia ellos, los miró atentamente y se abalanzó sobre Enzo para darle un abrazo.
—¡Cómo has crecido, pequeñaja! —exclamó Enzo, levantándola y dando vueltas sobre sí mismo con ella en brazos.
—No soy una pequeinaja —respondió molesta.
—Sí que lo eres, si no, sabrías pronunciar bien esa palabra.
—Estoy aprendiendo español, mi abuela y el tío me están enseñando —repuso molesta, y luego se giró hacia ellas.
—Hola —saludó Candela—. Soy Candela.
—¿Por qué se llama como una especia de las que utiliza la abuela? —preguntó a Enzo en lo que ella debió de pensar que era un susurro.
—Ja, ja, ja. —Rio Enzo a carcajadas—. Can-de-la, se llama Candela, con «n».
Candela sonrió. Roma captó un movimiento en la puerta y vio que Alec se giraba a mirar hacia allí a la vez que ella.
—¿Mai? —Una mujer, más o menos de su edad, asomó la cabeza por el dintel de la puerta.
—Está aquí —respondió Alec.
—Hola —saludó la mujer, entrando en la casa—. Soy Kirstine, la hermana de Alec. ¡Mai! Te he buscado por toda la casa.
—Estaba con el tío Alec. Y con Enzo —respondió, señalando a Enzo.
—¡Enzo! ¿Cómo estás? Me alegro de verte.
—Hola, Kirstine. Bien, gracias.
—Estas son Roma y Candela —las presentó Alec.
—Hola, encantada. Venga, Mai, vamos para casa, que la abuela nos está esperando para preparar la cena.
—¡No quiero! Quiero quedarme con el tío y sus amigos.
—En realidad —dijo Alec, cogiéndola de la mano— iba a dejar a Enzo y a Candela para que se instalen con tranquilidad, y a enseñarle a Roma su habitación. ¿Quieres acompañarnos?
—¡Sí! ¿Vas a dormir en mi habitación? —preguntó Mai, dirigiéndose a ella.
—No lo sé —respondió Roma—. Donde me diga tu tío.
Mai se giró hacia él y su madre.
—¿Puede dormir conmigo?
—La verdad, había pensado que pod