Capítulo 2
Subí al avión y sin querer me encontré tarareando una canción de mi infancia: «Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e van, non te embarques rianxeira que te vas a marear».
Era la primera vez que iba a estar tan lejos de la abuela. Este no había sido un buen año para mí. Como buena gallega, ella decretó que me haría bien irme un tiempo lejos de casa. Me propuso que fuera a despejarme a su aldea en Ourense, allí se encontraban su casa paterna, sus tierras y viñedos.
Yaya se había encargado de avisarle a la curia —ellos estaban a cargo de sus propiedades— que en breve estaría llegando y que por favor estuvieran atentos a mis necesidades.
Quería que fuera a conocer nuestras raíces, ya que ella estaba mayor y no estaba dispuesta a viajar. Los recuerdos de nuestras largas charlas sobre su terruño me saltaban como borbotones de agua. Al despedirnos me dijo:
—Constanza, ¡deja de pensar en mí! Enfócate en sanar tu corazón. Ni de amores se muere, ni de recuerdos se vive. Solo se llora, se supera y se sigue adelante. Ve, descansa y diviértete. Te hará bien estar un tiempo en la Casa de Retiros Espirituales, una congregación de monjas que se ocupa del hogar que fue de mi familia. Allí podrás reflexionar sobre qué es lo que quieres para tu vida. Yo no soy eterna, hija, y tú me preocupas. —En su cara podía verse la desazón que sentía.
—Estaré bien, Yaya, ¿tú no me dices acaso que as galegas somos guerreiras? Esto pasará y pronto podré volver a sonreír —le dije tratando de darle tranquilidad.
—Lo sé, mi niña, lo sé. —Yaya trataba de animarme, aunque no estaba muy convencida.
—Mira, abuelita, que he hablado con Luis y las chicas; vendrán a visitarte todas las semanas así no estarás tan sola. ¡Te quiero! —Esa complicidad que existía entre nosotras desde que había quedado huérfana hacía que las palabras sobrasen.
—Y yo a ti, mi tesoro —dijo besándome en la frente.
***
El cartelito se encendió y la voz de la azafata hizo que saliera del trance. Era hora de abrocharnos los cinturones. Tiempo después las luces se apagaron y el silencio se apoderó del avión. Antes de desconectar el celular, borré mi pasado de su memoria para dejarlo definitivamente atrás.
Cerré los ojos y dejé volar mis pensamientos. Estaba ansiosa por conocer la aldea. «Banga te espera» —me dije—. El plácido vuelo me arrulló como a un niño y después de unas cuantas horas de viaje llegué a destino.
Había salido de Buenos Aires con el frío polar del invierno y llegué a Vigo con el tórrido verano español. Afortunadamente, estaba la combi esperándome para dejarme en Carballino. Desde allí tomaría algún taxi que me llevase a la casa. Traté de relajarme. Con el aire acondicionado del vehículo llegué a quedarme dormida. Al rato sentí una mano que me zamarreaba, era el buen chofer que trataba de despertarme. No sabía dónde me encontraba ni cuánto había dormido, si solo un poco o toda una eternidad.
En su buen gallego me dijo: «Se segues por ise carreiro chegas a Banga». Asentí con la cabeza mientras él bajaba mis maletas y me saludaba cordialmente. Una vez fuera de la combi, ya estaba a mi merced.
Emprendí la marcha; llevaba una maleta en cada mano por el camino de piedra y bajo mi brazo sostenía un saco de lana. La cartera me colgaba del cuello, que a su vez estaba rodeada por una bufanda abrigada hecha por mi Yaya. Lo que ella no había tenido en cuenta era que, para esta época del año en España, me hubiese servido más un bikini tejido.
El lugar era precioso, la espesa vegetación se alzaba sobre el sendero, aunque el camino con pedregullo me dificultaba el paso. Estaba extenuada por el calor, pero eso no impedía que el aroma de los pinares y los castaños me hicieran sentir que estaba en mi propio hogar. Todo parecía salido de un cuento medieval.
Hubiese jurado que ya había estado en este lugar. Nada de lo que veía me parecía ajeno. A pocos metros ubiqué el cartel que indicaba «Banga». Realmente no podía seguir con las botas, abrí la maleta y saqué un par de ojotas viejas que me parecieron la gloria. Escuché a lo lejos una voz que decía:
—¡Eh, muller! ¿Dónde vas con esas maletas?
Me di vuelta y vi a un señor mayor en un carro tirado por un caballo.
—Buenas tardes, me llamo Constanza y voy a Santa Eulalia de Banga.
El buen hombre hizo señas de que subiera; contenta pensé que era mi día de suerte. En un instante me trepé al carro como pude junto con mis bártulos.
En el camino le pregunté en mi mal gallego cuántos kilómetros había de Carballino a Banga, me contestó que seis. Con razón no llegaba más, y en ese momento me acordé de toda la familia del buen chofer de la combi.
Me dejé sorprender por la voz de Paco, su tono me resultaba familiar. Mezcla de castellano y gallego, llegaba a mis oídos como una canción de cuna. Sus ojos marrones parecían hablar por sí mismos. Noté sus manos curtidas, su piel blanca teñida por el sol daba cuenta de que trabajaba en el campo. Su boina en la cabeza me recordaba antiguas fotos de su amada tierra que había traído la abuela.
Al principio no parecía conversador, entonces, para romper un poco el hielo comencé a decir un refrán que me enseñó Yaya: «Tres cosas hay en Ourense que no las tiene España: el Santo Cristo, El Puente y la Burga hirviendo el agua». Paco rompió a reír a carcajadas y comprendió que yo era una más de ellos. Le comenté que mi abuela era de esta aldea y él me dijo:
—Seguramente ella le habrá recomendado tomar un baño en las aguas termales de Las Burgas, cruzar el puente hecho por los romanos y no olvidarse de visitar al Santo Cristo. Él fue encontrado por unos marineros en el siglo XIV, su cabello y su barba son naturales y siguen creciendo hasta el día de hoy. —Su forma de relatarme las historias me traía recuerdos de mi abuelo Pedro—.
Noté al pasar por uno de los caminos que se erguía un palo altísimo terminado en forma de cruz, le pregunté qué significaba y me explicó que se llamaba cruceiro.
—Solo en Galicia hay más de doce mil y marcan caminos, ermitas, iglesias o cementerios; el cruceiro es «un perdón del cielo» —dijo mientras se persignaba.
Aproveché que habíamos entrado en confianza y fuimos compartiendo experiencias. Le conté que mi abuela se llama Eladia Vilar y le decimos «Yaya», que había tenido dos hermanos, uno que había viajado con ella a la Argentina, y una hermana que había fallecido en Banga. Su mirada cambió, en sus ojos percibí cierta melancolía. Se hizo un silencio ensordecedor.
Vi varios hórreos construidos de granito y madera, esas estructuras habían servido para guardar los alimentos y evitar la humedad; lo sé porque Yaya siempre contaba que tenían dos en su casa.
Desde la vera del camino podía sentir el aroma de las vides y ver cómo se alzaban elegantes los árboles de alcornoque. Pequeños torrentes y arroyitos se cruzaban entre la maleza. Los pájaros no dejaban de cantar, parecía que me daban la bienvenida.
Solo los cencerros de unas cuantas cabras que se cruzaron en nuestro trayecto me hicieron reaccionar. A lo lejos se vislumbraba la iglesia, que por momentos aparecía y desaparecía por el sinuoso camino —nunca imaginé que a partir de ese momento mi vida cambiaría para siempre—.
Al llegar, el buen hombre me ayudó a descender. La capilla estaba cerrada, explicó que abría a las tres de la tarde. Era la hora del rezo del rosario.
—Esta iglesia albergaba a casi ochocientos feligreses en otros tiempos, aunque ahora solo cuenta con un puñado —comentó Paco con cierta nostalgia.
Mientras esperaba que se hiciera la hora, me dijo que quería enseñarme algo. Detrás de la capilla se encontraba un cementerio pequeño casi en ruinas. Allí reposan las almas de los pueblerinos. En medio de las tumbas sobresalía una por su pulcritud y por la presencia de flores frescas. Me acerqué y pude leer: «A la memoria de Carmen Vilar». Fue entonces cuando sentí un nudo en la garganta. ¡Era la tumba de la hermana menor de la Yaya!
Paco, al ver mis mejillas humedecidas, puso su mano sobre mi hombro y me dijo:
—Yo la amaba. Murió muy joven. Siempre le traigo flores. Aquí ya no le queda familia. Ahora solo existe en mi memoria y en mi corazón. —No pude contener las lágrimas.
Unos metros atrás se escuchó un rechinar. Era la puerta de la iglesia de Santa Eulalia que se abría. El reloj marcaba las tres y las señoras del pueblo comenzaban a llegar. Paco me acompañó hasta allí para presentarme al párroco.
Le agradecí con un abrazo y un beso en la mejilla. Pareció sorprendido. No estaba acostumbrado a las demostraciones de afecto de una desconocida. Aunque, sin saber por qué, lo sintió como el gesto de una nieta. Me miró, sonrió y se fue cantando.
Lonxe da terriña
Lonxe do meu lar
Que morriña teño
Que angústias me dan
Non che nego a bonitura
Ceiño desta terriña
Ceiño da terra allea
Ai quen che me dera na miña.
Ai meu alala
Cando te oirei
Chousas e searas
Cando vos verei
Son as frores dises campos
Frorentes e bonitiñas
Ai quen aló che me dera
Entre pallas e entre ortigas.
Lonxe da terriña
Que angustias me dan
Os que vais pra ela
Con vós me levai
Os que vais pra ela
Con vós me levai
Os que vais pra ela
Con vós me levai.
Y en ese sentimiento estaba latente parte de mi historia, que casi sin querer estaba comenzando a serme revelada.
Capítulo 3
Paco me presentó al padre Juan Alcázar Cortes. No podría decir que fue una buena primera impresión, él estaba apurado por comenzar los rezos y se dirigió al altar para no hacer esperar a sus feligresas.
Me hizo señas para que me sentara. Me acomodé en el último banco de madera. Las mujeres del lugar habían ocupado los primeros asientos, como si por sentarse delante purgasen mejor sus pecados. Cuchicheaban entre ellas, estaban más preocupadas por saber quién era yo y qué estaba haciendo que por las cuentas del rosario que les corrían por las manos. Sonreí para mis adentros imaginándome qué pensarían.
Noté que mis pies estaban renegridos. De inmediato saqué un espejito de mi cartera y vi que mi rostro se hallaba impregnado de sudor y tierra. Parecía una caricatura. Traté de arreglarme, pero ante lo irremediable me desplomé en mi lugar mientras escuchaba el murmullo de la misa que comenzaba.
Miré con detenimiento el interior de la iglesia, cuya construcción era de origen románico. Dentro de ella se encontraba la imagen de Jesús crucificado, también allí se conservan perfectamente pinturas de La Piedad, San Juan el Bautista y de María Magdalena.
Había dos retablos: uno dedicado a la Inmaculada y otro al Sagrado Corazón. Sus muros eran de piedra. Todo en ella era de un valor cultural incalculable —maravillada por lo que tenía ante mis ojos, no reparé en que el cura me estaba observando—.
Llegado el momento de la eucaristía, todos se dieron vuelta esperando que me pusiera de pie y fuera a comulgar. Hacía ya un tiempo que no lo hacía. Al final, recibí su cuerpo e hice las paces alegrándome interiormente por ello.
Terminada la misa, el padre despedía una por una a sus fieles. Me levanté apenas se fue la última, nerviosa me acerqué al párroco para conversar.
El cura estaba frente a mí, al observarlo con atención noté que era un hombre de contextura formidable. Rondaría los cuarenta años y mostraba una sonrisa que hacía paralizar el corazón. Era muy alto, de piel trigueña, ojos moros y cabello oscuro.
Se ofreció a llevarme hasta la casa de los Vilar Valdés. Acomodó las maletas en su pequeño y viejo coche, me invitó a subir y partimos hacia mi destino. La charla estuvo tan entretenida que la distancia se acortó. Al llegar a la propiedad me esperaba una señora llamada Jacinta. El padre Juan hizo las presentaciones oficiales y me dejó en sus manos.
Esta me pidió que la siguiera. Su cara seria dejaba ver que no estaba contenta con mi visita. Aunque en todo momento se mostró cordial, pude sentir que no se hallaba a gusto. Me tomé unos instantes para mirarla, de estatura promedio e inquisidores ojos negros, imponía respeto al igual que una directora de escuela. El pelo canoso en forma de rodete remarcaba su cara adusta. No tendría más que cincuenta y cinco años, pero la forma de vestirse la hacía parecer mucho mayor.
Entramos, la sala principal era enorme. Había un gran piano muy lustroso, aunque podía notarse que los años le pesaban. Estaba ubicado frente al ventanal. En las paredes podían verse muchas fotografías de grupos de personas, que evidenciaban cuántos contingentes habían pasado por allí. Algunos en busca de paz, otros tal vez de una absolución que a veces nunca llega.
En la actualidad, la propiedad oficiaba de Casa de Retiros, que organizaban tanto la Diócesis de Ourense como el Ayuntamiento de Carballino. El paisaje rústico se prestaba para la meditación y lo recaudado era distribuido como ayuda a los orfanatos de Galicia.
Unos grandes sillones ubicados en la mitad del recinto, frente a la chimenea, ofrecían comodidad sin grandes lujos. Las cortinas claras dejaban ingresar la luz de la tarde. Cuando Jacinta abrió las ventanas, percibí el perfume de glicinas y azaleas, que hizo humedecer mi rostro —una extraña sensación recorrió mi cuerpo haciéndome estremecer—.
Jacinta prosiguió con el itinerario. En un espacio ubicado en el centro de la casa se ubicaba el juego de comedor, la mesa y las sillas podían dar cabida a veinticuatro personas. No recordaba haber visto una mesa tan larga en toda mi existencia. Las inmaculadas vitrinas guardaban tesoros: cubiertos de plata, copas de cristal de Murano y platos de porcelana española.
Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue un portarretratos que lucía la foto de tres niños vestidos de época. Enseguida pude advertir que se trataba de mi abuela con sus hermanitos, ya que, del cuello de la niña mayor, mi Yaya, colgaba la cadena con la Virgen de Fátima. Ella me la había obsequiado al tomar la comunión.
Los pisos de madera se hacían oír con la queja de sus abriles cumplidos. Era tanta la pulcritud que reinaba en el lugar que nada parecía ni viejo ni feo. La puerta que salía desde el comedor hacia el patio interno era interrumpida por una hermosa escalera que llegaba al primer piso, donde estaban las habitaciones para huéspedes. Hacia la izquierda se ubicaba la cocina, que combinaba un moderno artefacto con la típica económica a leña. Los visitantes recibían desde el desayuno hasta la cena, una amplia variedad de productos del lugar que también eran elaborados y comercializados por las monjitas.
Una vez que culminamos el recorrido pregunté a Jacinta dónde podía ubicarme. Se sonrojó y me pidió disculpas, ya que todas las habitaciones estaban ocupadas.
Habían acondicionado para mí la habitación de servicio, que se ubicaba arriba de la cocina. En medio de nuestra charla apareció sor María, una anciana muy pintoresca que vivía en la casa y que se encargaba de la comida y de atender a la gente del retiro.
Lo primero que noté fue la alegría que desbordaba de su sonrisa dulce y amable. Debía tener unos setenta años, que se reflejaban en los surcos de su piel clara. Me agaché para besarla, y en sus ojos nítidos pude ver la belleza que emanaba. Continuó con sus tareas tarareando una canción de Serrat.
Subimos la pequeña escalera que conducía a mi sencilla morada. Si bien era diminuta, se notaba que la habían preparado con esmero. La cama de una plaza tenía un amplio acolchado tejido al crochet que hacía juego con las cortinas y la ventana daba al patio exterior. Las sábanas de color blanco tenían bordadas mis iniciales en hilos de seda. Como mi cara fue más que elocuente, Jacinta me comentó:
—Sor María las hizo para usted. Ella conoce a su abuela. —Sonreí pasando la mano por ellas en señal de gratitud.
En la mesa de luz había un florerito con camelias que emanaban un perfume embriagador. Arrinconado contra una pared había un ropero labrado y a su izquierda una puerta que conducía al baño. Las toallas de hilo eran de un rosa pálido, con puntillas tejidas a la usanza de otra época.
Agradecí a Jacinta lo amable que había sido conmigo. Ella se despidió diciéndome que en dos o tres días volvería para organizarnos y mostrarme la documentación que yo creyera pertinente. De paso aprovechó para informarme acerca de los horarios de las comidas: el desayuno a las siete, el almuerzo a las doce y la cena a las ocho en punto.
Una vez que se fue volví a espiar por la ventana. La tarde estaba en pleno auge y podía vislumbrar el sol que bañaba de oro los viñedos. Mi cuarto no tenía televisión ni aire acondicionado, solo disponía de un pequeño ventilador. Era una de las cosas que pensaba solucionar en la mañana. Me metí en la ducha y dejé correr el agua hasta quedar arrugada. Dormité un momento hasta que sentí un tintineo, era la campana de sor María que llamaba para cenar.
Bajé lo más rápido que pude. Cuando llegué ya todos estaban sentados, traté de disculparme por mi retraso e intenté iniciar una charla amena frente a lo cual sor María me advirtió:
—Hija, esta es una Casa de Retiros, el silencio es una de las condiciones al inscribirse para los ejercicios espirituales. Y el reglamento se mantiene mientras dure la estadía —lo dijo de manera cordial pero firme.
«¡Ahora entiendo por qué no había ni televisores ni radios dentro de la casa!» —sonreí para mis adentros al tiempo que acataba las normas.
Me dije, como reza el refrán, mejor «violín en bolsa» y me dispuse a cenar sin emitir sonido. Necesitaba ir pronto a mi cuarto, el cansancio me estaba venciendo y quería rendirme ante él.
Capítulo 4
Y la noche pasó en un abrir y cerrar de ojos, cuando escuché a lo lejos la campanita de sor María que llamaba a desayunar para comenzar la jornada. Tenía muchos planes para el día, pero para ello tenía que tratar de levantarme, aunque sentía que mi mente y mi cuerpo funcionaban a destiempo.
Puse en práctica lo que me decía mi Yaya cuando era niña: «Primeiro saca unha perna e despois a outra», y eso hice para poder salir del lecho. Busqué algo de ropa apropiada y fresca para empezar la mañana. Me hice a la idea de no hablar ni usar mi celular dentro, además de respetar los horarios de las comidas, ya que estaba en una Casa de Retiros. Trataba de tomármelo con humor, parecía que estaba haciendo el servicio militar en vez de haber venido a distraerme.
Empecé a ordenar la ropa en el ropero. Al abrirlo, noté que en el fondo se percibía una leve curvatura. Al correrlo, pude ver que uno de los ladrillos de la pared sobresalía del resto. Con un poco de esfuerzo pude desprenderlo. En el agujero había una pequeña cajita de antaño, la saqué y la abrí. En ella se encontraba un mechón de pelo rubio con una nota —me senté ansiosa sobre la cama y comencé a leerla:
Meu querido Paco:
Onte canto viñeches a visitarme. Vin no teu ollar medo e mal estar.
Non teñas medo por min, sei que teño pouco tempo, ainda que a miña familia trata de ocultarlo.
Quero que saibas que o meu corazón sempre estará contigo.
Ahora xa non teño ninguha dubida de que cada un debe cumprir co seu destino, pero reconfortame saber que se nesta vida non debemos estar xuntos, amado meu, estaremolo na siguiente.
Grazas por o tempo compartido e quero que sexas feliz.
Por sempre tua,
Carmiña
P. D.: Deixote un tufo do meu cabelo para que sempre te acompañe e coide coma se fose eu.
Mi querido Paco:
Ayer cuando viniste a visitarme vi en tu mirada miedo y desazón.
No temas por mí, sé que me queda poco tiempo, aunque mi familia trata de ocultármelo.
Quiero que sepas que mi corazón siempre estará contigo.
Ahora, ya no me quedan dudas de que cada uno deberá cumplir con su destino, pero me reconforta saber que, si en esta vida no hemos de estar juntos, amado mío, lo estaremos en la próxima.
Gracias por el tiempo compartido y quiero pedirte que seas feliz.
Por siempre tuya,