Como el arcoíris después de la tormenta (Serie Dos Amigas 1)

Sabrina Mercado

Fragmento

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1

Había comenzado el invierno. Gris. Frío, muy frío. Tan frío como el que sentía en su corazón. «Qué estación de mierda», pensaba, mientras se ajustaba las medias negras de seda.

Era tarde. Otra vez.

¿Cuántas veces se había quedado dormida en el último mes? Ya no importaba. En la oficina lo sabían.

Apuró los zapatos de taco y el sweater gris.

Qué ironía. Se vestía con los colores del clima. Su estado de ánimo podía verse a través de su ropa.

La ventana de su cuarto dejaba entrever un plomizo y oscuro cielo de amanecer tardío. La misma ventana que alguna vez le había mostrado los colores del mundo, en ese momento solo revelaba grises.

Otra gran ironía.

El ruidito de su celular la sacó de sus cavilaciones. Pero no había tiempo para revisar los mensajes.

Tomó la cartera, la llaves... ¿se olvidaba algo? No importaba. ¡Era tarde!

Y salió al mundo gris. No quedaba otra.

En los quince minutos que llevaba en el auto, la calefacción empezaba a surtir efecto.

Afuera comenzaba a garuar.

Menos mal que se había quedado con el auto. Total él no lo usaría y para ella era fundamental.

Y ahí estaba... Él otra vez.

¿Cuánto le había llevado esa mañana traer su recuerdo?

Menos de una hora. Teniendo en cuenta que se había quedado dormida, era todo un récord.

Por lo general pensaba en él apenas abría los ojos y miraba el lado vacío de la cama. Porque ella seguía durmiendo en su mitad.

Amanda le decía, con razón, que se le iba a gastar solo una parte de las sábanas, y que durmiera una noche de cada lado. ¿Cómo se le ocurrían esas cosas?

Es que Amanda era así. Todo lo que respectaba a Amanda era divertido, alegre, ameno.

¿Cómo podría? Todavía no hacía un año que se había separado (definitivamente, porque había tenido varias rupturas y reconciliaciones), y su mundo era feliz.

No le molestaba cargar de aquí para allá con el pequeño Joaquín, su hijito de cuatro años.

Al menos ella no tenía hijos. O tal vez eso era lo malo... Si tuviera un hijo no se sentiría tan sola, tan vacía, tan... tan fuera de su eje.

Estacionó el auto en el parking del edificio central. Su oficina era un anexo y quedaba en la otra cuadra.

Mejor así. Más tranquilo y acogedor.

Amanda la alentaba a que pidiera el pase a una oficina de otro edificio. ¡Estaba lleno de tipos! Solteros, casados, divorciados.

Pero ella no quería un tipo. Ella solo quería a su gran amor para toda la vida. Así lo había llamado siempre.

Se puso el abrigo, se enrolló la bufanda roja (regalo de Amanda, que siempre quería ponerle un poco de color) y salió al frío matinal.

Una cuadra se hacía rápido. Y ella no quería tipos.

El olorcito a café recién hecho le despertó los sentidos.

Ni siquiera pasó por su escritorio. Fue directo a la cocina.

Ahí se encontró con Karen, de Legales.

—¿Otra vez te quedaste dormida? —preguntó entre intrigada y preocupada.

—Sí. —Fue todo lo que recibió por respuesta.

—Tranquila, ya lo vas a superar. Es difícil. Lleva tiempo.

Le acarició el brazo derecho y salió de allí con su taza de té de menta.

¿Qué cuernos podía saber ella? Estaba casada hacía dos meses. Su vida navegaba en un mar de pétalos de rosa.

Karen, la joven y atractiva Karen. Había conocido a su esposo en la oficina de conferencias del edificio central. Era uno de los tipos. ¡Se había casado con uno de los tipos de Amanda! Bueno, no de Amanda. No creía que Amanda hubiera salido con Pedro (¿o era Pablo?). Daba igual. Era uno de los tipos de los que hablaba Amanda, y Karen se lo había apartado.

Tal vez, después de todo, no fuera tan mala idea mudarse al gran edificio. Su trabajo era independiente, estaba sola en su despacho, y salvo por las reuniones semanales con su jefe, no tenía necesidad de permanecer ahí, en las antiguas oficinas. Pero se sentía a gusto en medio de los viejos anaqueles y las repisas atestadas de libros. Entre esas paredes había iniciado sus actividades la pequeña empresa familiar treinta años atrás, y se había convertido en una gran compañía. Ella había sido parte de ese crecimiento. No, definitivamente no se mudaría.

Y mientras pensaba en ello, se quemaba la lengua con el café.

Salir a almorzar con su amiga era una de las pocas cosas que la animaban en el último tiempo.

Pero había llegado tarde, y si se tomaba esa hora sagrada, iba a tener que quedarse después de hora en la oficina. Encima tenía trabajo atrasado.

Qué más daba. Nadie la esperaba en casa. Bueno, estaba Pipo. Su gato anaranjado rescatado de la calle. Él sí que tenía devoción por ella. Era un gatito especial. Pero no iba a morir de hambre. Había pasado cosas peores antes de conocerla.

Se encontraron a la una en punto en el barcito de la esquina.

Amanda podía tener muchos defectos, pero la impuntualidad no era uno de ellos. Siempre llegaba a horario a todos lados, ya fuera a una reunión de trabajo, a una fiesta o a la cita con el dentista. Tendría que hacerle confesar el secreto. Ella, por más que se lo propusiera, nunca lograba llegar a la hora convenida.

Por eso, cuando se encontraron en el horario establecido, Amanda la besó y la abrazó como si fuera su cumpleaños.

—¡Epa! No exageremos —contestó Lola al efusivo saludo.

—Algo te pasa. Definitivamente tenés alguna enfermedad, de esas bien raras.

—Dejá de decir pavadas, querés. Tenía que salir de la oficina. No aguantaba más.

—Otra vez lo mismo —aseveró Amanda arqueando las cejas.

—Sí. ¿Qué puedo hacer? No lo controlo.

Desde que había sucedido la circunstancia, como solía llamarla, los episodios se repetían. Falta de aire, sofocación, jaqueca. Todas juntas y de repente. No lo podía manejar.

—Ataque de pánico. Eso es lo que tenés. Lo busqué en Internet —dijo Amanda categóricamente.

—Callate. Ataque de pánico es otra cosa. Son nervios, nada más. Estando acá con vos se me pasa.

—¡Ya sé! ¿Por qué no nos vamos de viaje? Dale, dale, no me pongas esa cara. Y no me digas que es por la plata. Yo te financio. Estoy por cobrar la comisión de esa superventa que me cociné yo solita... Bueno, nadie sabe que el gerente de la firma con quien manejé las negociaciones es mi vecinito de la infancia... con el que me di el primer beso... y las primeras tocaditas.

Amanda era así. Espontánea. Y así fluían también sus palabras. Toda ella irradiaba optimismo.

Ojalá pronto se contagiara. Si no iba a tener que recurrir a la medicina. Y realmente no quería llegar a eso.

—Contame de tu vecinito. ¿Qué onda? —aventuró Lola.

—Nada. Si lo ves a Marcelo te morís. ¡Con decirte que ni lo reconocí! Totalmente pelado, unos veinte kilos de más... qué se yo... ¡y va por el cuarto hijo! La mujer está embarazada. Qué loco...

—¿Le contaste que tenés un nene?

—Obvio. Le mostré la foto que tengo en mi billetera. ¿Sabés qué me dijo el desgraciado? «Pensar que podría haber sido nuestro»... ¿Podés creerlo? Tipos... —dijo moviendo la cabeza negativ

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