Caída del cielo

Maya Moon

Fragmento

caida_del_cielo-2

Capítulo 1

Objetivo localizado.

De todas las tareas domésticas que en aquel momento le venían a la mente, la que sacaba lo peor de sí mismo era, sin duda, hacer la compra, probablemente porque era la única de la que se encargaba personalmente. Así que, poder al fin abandonar aquel hormiguero atestado de todo tipo de gente que, adivinad, adora ir de compras, consiguió que pudiera relajarse un poco y que su mal humor fuera desapareciendo a medida que se acercaba a su flamante Audi A7 negro para colocar todo en el maletero. Lo abrió y empezó a meter dentro las bolsas. De repente, un ruido, algo parecido al maullido de un gatito o a la queja de un bebé, lo hizo detenerse y prestar atención. Al no oír nada más, siguió con su tarea, pensando en la maravillosa copa de vino que se serviría nada más llegar a casa. Escuchó el gemido de nuevo y, esa vez sí, soltó las bolsas en el suelo como pudo y rodeó su coche para averiguar de dónde y de quién procedía.

Justo en la parte delantera, que daba a una pared, tirada en el suelo y con algo de sangre en la cabeza, aunque nada demasiado escandaloso, una chica joven de veintitantos con el pelo rubio enmarañado sobre la cara volvió a quejarse.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó David, agachándose para ver de quién se trataba y qué podía haber sucedido—. ¿Qué te ha pasado?

Le apartó los mechones revueltos de la cara para asegurarse de que no había una herida más profunda que la brecha de la frente que saltaba a la vista. Justo en aquel instante, un par de ojos de color turquesa se abrieron lentamente ante los suyos.

—¿Quién iba a decir que aterrizar iba a ser tan difícil después de todo? —dijo ella, con una voz tan dulce como el resto de su apariencia.

David sonrió aliviado al ver que estaba consciente y añadió:

—¡Vaya! Alguien se ha dado un buen golpe. Creo que lo mejor será llamar a una ambulancia.

Y eso fue precisamente lo que hizo, sacó su móvil y marcó el 112 para pedir ayuda.

Cuando la joven intentó incorporarse, él la sujetó con firmeza.

—Cuidado. Puedes marearte.

Intentando ser discreto, paseó su mirada por todo el cuerpo de la chica buscando más heridas, o alguna señal de un daño mayor, pero le pareció que todo estaba en orden.

—¿Te duele algo? —preguntó, preocupado.

—No —contestó ella apoyándose en su torso.

Luego se llevó la mano a la herida y, al mirarla, vio el carmesí de la sangre resbalando por sus dedos y sonrió emocionada:

—¡Hala! ¡Es sangre! ¡Estoy sangrando!

Ante aquella reacción, David empezó a repasar una lista mental de drogas que aquella joven pudiera haber ingerido o, por su aspecto inocente, que alguien le hubiera administrado sin su consentimiento.

Permanecieron allí unos minutos más, él sentado en el suelo, apoyado contra la pared, y ella recostada contra su cuerpo, hasta que la sirena de la ambulancia anunció la llegada de la esperada ayuda.

—¡Genial! Ya están aquí los médicos —dijo David, aliviado.

Un hombre y una mujer se bajaron del vehículo y se dirigieron rápidamente hacia ellos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la mujer, colocándose en cuclillas delante de la chica.

—Creo que me he dado un golpe al aterrizar —contestó ella en tono totalmente casual.

La mujer levantó una ceja y miró a David.

—A mí no me mire. Yo no la conozco de nada y es exactamente lo mismo que me ha dicho a mí.

—Muy bien, cariño —dijo la doctora—. Sigue mi dedo.

La chica siguió las instrucciones perfectamente. Entonces la mujer reparó en la herida de la frente.

—No parece profunda, pero necesitará algunos puntos. Y habrá que dejarla en observación. Parece que se ha dado un buen golpe. ¡Venga, al hospital! —dijo la doctora a medida que se levantaba.

—¡Un hospital! ¡Voy a ir a un hospital! ¡Qué pasada!

La doctora miró de nuevo a David y después a la chica con gesto interrogante, para, finalmente, preguntar:

—Cariño, ¿estás colocada?

Ella se detuvo a pensar unos segundos antes de responder.

—No sé lo que significa, pero creo que no. Ya le he dicho que el aterrizaje ha sido demasiado fuerte.

—Muy bien. ¿Y de dónde has aterrizado? —preguntó la mujer siguiéndole la corriente.

La chica sonrió y, de la forma más natural del mundo, contestó:

—¡Pues del cielo! ¿De dónde va a ser?

Los tres, David, la doctora y el otro médico, se miraron perplejos.

—Está bien. No te levantes. Traeremos la camilla.

David estuvo en todo momento junto a ella, hasta que empezaron a introducir la camilla dentro del vehículo.

—Eso es —dijo sin apartar la vista de ella—. Ahora te llevarán al hospital. Creo que se trata de un robo —dijo, mirando a la doctora—. No hay bolso, ni móvil.

La mujer asintió.

—Venga. Allí avisaremos a tu familia.

—No tengo familia —dijo ella—. Al menos, no aquí.

David la miró con curiosidad. Que no tuviera a nadie que la cuidara en un momento tan delicado hizo saltar su alarma.

—Pero tendrás a alguien en alguna parte, ¿no?

—¡Claro! ¡Te tengo a ti! Tú me has encontrado, así que es contigo con quien debo quedarme.

A pesar del rostro de estupefacción del joven, la mujer le pidió que los acompañara, informándole de que era posible que tuviera que hablar con la policía. Luego volvió a dirigirse a la chica.

—¿Cuántos años tienes?

Ella empezó a contar con los dedos:

—Ni idea. Creo que millones —concluyó, cuando perdió la cuenta.

—¿Y tu nombre? ¿Te acuerdas de tu nombre?

—Sería muy difícil de traducir a cualquier lengua, pero creo que Luz podría bastar.

David se aplaudió mentalmente a sí mismo. Definitivamente esta no había empezado como una de las mejores mañanas de su vida. Eso sí, amenazaba con ser de las más memorables.

Una vez en el hospital, el olor aséptico de los pasillos no pareció gustarle mucho a la joven, que se tapó la nariz hasta que, al ponerse morada y sentir que se mareaba, descubrió que se ahogaría si no volvía a respirar.

David se quedó fuera de la pequeña habitación en la que la habían colocado, en realidad, esperando el momento adecuado para desaparecer sin dejar rastro. Después de todo, él no conocía a aquella chica de nada, y tenía la impresión de que estaba un poco pirada. Aunque también cabía la posibilidad de que las cosas tan extrañas que decía fueran producto del golpe que se había dado.

Miró a un lado, miró a otro, y decidió que podía largarse tranquilamente, pero en aquel momento, una mano lo agarró del brazo y aquello lo hizo girarse:

—Tiene que entrar, por favor. No hay manera de pincharle, y necesitamos la analítica —dijo una enfermera con gesto abatido.

David, confuso y algo nervioso, acompañó a la mujer al interior de la habitación.

—¡Increíble! —dijo ella nada más verlo aparecer—. ¡Quieren clavarme una aguja! Menos mal que estás aquí.

—Es solo una aguja —dijo él, acercándose a la cama en la que estaba tumbada.

Le dio la sensación de que estaba algo enfadada y, sobre todo, asustada,

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