Loren, la esposa sin título (Trilogía Ducado de Mildre 1)

Verónica Mengual

Fragmento

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Prefacio

Desde el principio

Lady Loren Lacrose era una niña que jamás había contrariado a su padre. Si él decía «salta», la pequeña preguntaba «¿a qué altura, excelencia?» No era a causa de que su progenitor fuese el duque de Mildre, al que todos mostraban respeto y temor porque en la escala social estaba en la cúspide, no, no era por eso. Lady Loren admiraba a su padre porque para ella era un hombre que estaba en posesión de la verdad y su palabra era la ley, un hombre intachable que era todo un referente para ella. Él ordenaba, el resto hacía; él disponía lo que era o no correcto.

Desde la cuna, a la menor del duque de Mildre le habían inculcado que su título debía ser respetado y que sus actos eran el reflejo de lo que era su familia. Ni las mucosidades se había sonado ella en presencia del criado más humilde. Su refinamiento, su educación, sus maneras eran dignas de una princesa. Nadie diría que Loren no era hija de, por lo menos, un rey.

Las telas más finas, los encajes más vistosos y las joyas más selectas habían sido encargadas para ella desde que alcanzó cierta madurez, porque aún era muy joven. De constitución perfecta para ser considerada una preciosa rosa inglesa, su padre ya había comenzado a confeccionar una corta lista de pretendientes que su exquisita hija podría considerar.

Loren era rubia, con unos delicados bucles que cada día eran bien atendidos por su doncella; con los ojos de un color difícil de determinar, porque si el día estaba despejado y claro, se veían verdes, pero si el clima amenazaba tormenta estos se tornaban de un azul grisáceo.

Se vigilaba bien lo que la joven debía o no comer para estar saludable y mantener una figura acorde con la moda. El duque también esperaba de ella que fuese alta, por lo que había dado instrucciones para que cada mañana ella permaneciera durante diez minutos delante de la puerta donde era medida estirando la cabeza a fin de alcanzar una medida que fuese de su agrado. Estos ejercicios finalizarían cuando su excelencia así lo dispusiera, ni antes ni después.

Se había previsto una dote suculenta que había sido tenida en cuenta con el mayor de los secretismos, porque el duque de Mildre no estaba dispuesto a atraer la atención de los cazafortunas.

—Buenos días, excelencia. —La niña hizo una perfecta reverencia que fue juzgada por el padre como algo mejorable.

—Hija mía, ¿has realizado los ejercicios de esta mañana?

—He comenzado con los estiramientos de cuello como cada día, luego he aclarado la voz con zumo de limón como recomendó la señorita Mails.

—Muy bien. ¿Qué más?

—Me han cepillado el pelo las cien veces que la institutriz ordenó.

—Estupendo. ¿Y…? —la animó a seguir.

—Me he puesto el ungüento para evitar la aparición de más pecas y ahora, tras el desayuno, comenzaré con las pautas para que el tono de mi voz no sea ni muy agudo ni muy grave.

—Entonces desayuna rápido, hija, porque la lista de tareas de hoy es larga.

El hombre se había esmerado mucho en conseguir traer al campo al mejor escritor para que su pequeña tuviese una caligrafía exquisita, al más valorado instructor de baile y canto para seguir dotándola de gracia artística. Sus clases de pintura arrojaban buenos resultados también.

—¿Puedo probar hoy un bollito, padre?

—¿Qué marca el menú que confeccionó el galeno que vino a determinar sobre tu futura figura?

—Gachas —explicó con repugnancia pero sin dar a entender su disgusto, porque su padre no consentía que nada fuese salido de todo. La voz debía tener el volumen exacto para no trasmitir ni felicidad ni congoja. Los sentimientos estaban sobrevalorados y desde que su madre se marchó —ella no sabía muy bien dónde— dejándolos a ella, a su hermano mayor y a su progenitor, las muestras de afecto habían sido anuladas.

—Entonces no debes.

—Por supuesto.

La niña miró el bollito y salivó más de lo debido en su boca, y pese a que duque no podía advertir la cantidad de saliva que se estaba formando en el interior de la cavidad, Loren temió que él lo advirtiera y la reprendiera por ser excesiva. Se apresuró a tragarla por si él se daba cuenta.

—Loren, dispones de cinco minutos para que comience la clase de pintura. Te aconsejo que no te demores. La puntualidad es indispensable para una persona bien educada y de tu posición.

—Sí, padre. —La pequeña comenzó a llevar la cuchara de sus gachas algo más ligera hacia su boca.

—Ah, ah, ah. No lo estás haciendo bien.

—Lo siento, padre.

—Coge la cuchara así, como yo.

Puso los dedos que eran los correctos para sostenerla a fin de ilustrar a su hija. Ella lo imitó.

—Muy bien. Ahora come, pero no lo hagas ni muy despacio ni muy rápido. Hazlo correctamente como la hija de un duque, lady Loren.

—¿Mamá lo hacía correctamente, padre?

—Mal, Loren, muy mal —la reprendió severo.

—Lo siento de nuevo.

La niña agachó los ojos. Se le había olvidado que estaba prohibido hablar de la duquesa.

—Bien. Suelta la chuchara, milady. Es hora de comenzar con tus deberes.

—Que tenga un buen día, padre.

—Lo mismo digo, milady.

La niña se levantó de su silla y repitió una nueva reverencia antes de salir de la habitación. El duque la observó para juzgarla.

—No lo estás haciendo bien. Esa reverencia no es excelente. Volveré a hablar con tu institutriz —dijo molesto.

La instructora de su hija tenía unas referencias excelentes, las mejores de todas las candidatas a las que había tenido intención de entrevistar. En su decisión no había influido que la señorita Mails fuese bonita y todo lo contrario a lo que representaba la madre de sus dos hijos. Eso fue un plus añadido que era más que bien recibido. Cierto que anuló las diez citas que tenía concertadas con el resto de posibles empleadas tras verla, pero eso fue porque, si ella presentaba las mejores referencias, y él era un hombre que se consideraba práctico, habría sido un desperdicio seguir buscando cuando ya tenía a la mejor. Además, no debería sentirse culpable con nada porque tratar con la señorita Mails era un suplicio. Ella no le gustaba… cosa que tampoco le impedía llamarla para consultarle cualquier asunto relacionado con la educación de su hija, por insignificante que fuese.

—Buenos días, excelencia.

La institutriz se presentó ante él sobria y pareciendo una muñeca inexpresiva.

—Señorita Miles, ¿ha desayunado?

—Sí, milord.

—Siéntese de todos modos.

La mujer obedeció sin rechistar. Desde que había entrado a trabajar en la casa sabía que había que replegarse a los deseos de él para no contrariarlo. Se quedó callada esperando la intervención de él, porque ella también sabía que nadie debía hablarle si el duque no preguntaba primero.

—No estoy satisfecho con su trabajo.

—Lo lamento muy sinceramente. —No se sorprendió. Ese amargado no estaba nunca contento con nada—. Recogeré mis cosas inmediatamente.

—¡No! —carraspeó sorprendido tras la negación. Era la primera vez en cinco años que él levantaba un tono por encima la modulación

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