¿Serás un error, Pablo?

Verónica Mengual

Fragmento

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Capítulo 1

LA LLEGADA

Estaba muy entusiasmada por el nuevo reto que me habían propuesto. Era una buena oportunidad para poder optar por un futuro artístico brillante y, sobre todo, para conocer a gente nueva. A la llegada nos abrió la puerta un chico que custodiaba el parquin. Muy amablemente nos dio los buenos días, cogió nuestros pases y alzó la barrera. No me lo podía creer; estaba pasando de verdad.

Era un complejo muy grande, precioso, con unos jardines increíbles; todo muy hollywoodense. La piscina, eje de mi otra gran afición, la natación, estaba en el centro de los tres grandes edificios que componían el lugar. A la entrada nos aguardaba una guía.

—Señores Ballester, sean bienvenidos. Tú debes ser Lucía, un placer tenerte con nosotros y conocerte al fin.

¡Madre mía! ¿Se sabría los nombres de los sesenta que habían entrado por la puerta?, ¿o solo el mío? Comenzamos la visita y mis padres estaban más nerviosos que yo. Mi hermano no paraba de decir que se quería ir, y yo lamentaba no tener papel y lápiz para tomar nota de todo lo que la chica nos estaba explicando. Seguro que, hasta pasadas las dos primeras semanas, no sabría moverme por el complejo. «¡Esto es enorme! ¡Qué jardines! Y dice la guía que detrás hay otras tres piscinas para los deportistas de élite, que también se forman en el centro», cavilé.

Mis pensamientos iban a mil por hora. La chica que nos acompañaba nos mostró el comedor, la sala de estar común, otra sala de juegos y reuniones, una habitación con instrumentos de música, una biblioteca más grande que toda mi casa, varios salones de baile para practicar y un salón de actos que era inmenso. En este último lugar, cabrían unas mil personas, o eso me pareció a mí.

De todo lo visto, lo que más me impresionó fue la biblioteca y el salón de actos. Ya estaba pensando en coger dos o tres libros para poder comenzar con la lectura. Me encantaba leer, pero tenía un problema. Resultaba que, cuando empezaba, no podía dejar un libro a medias y se me hacían las tres de la mañana, y luego a ver quién se levantaba al día siguiente.

¡Y qué decir de la sala de actos! Era un teatro. No sabría si podría ponerme algún día, delante de tantas personas, a representar una obra o a bailar. ¡Madre mía! Los juegos de luces y el equipo de música eran una pasada; no había visto nada tan completo en mi vida. Incluso estaba previsto un lugar para que una orquesta acompañase en directo a una representación teatral. ¡Qué lujo! Era una escuela perfecta.

La mujer seguía con sus explicaciones.

—Papás, no tengan miedo. Sus hijos están en buenas manos. Además, piensen que ya no son tan niños; a estas edades la cabeza ya la tienen bien amueblada, o deberían.

Varios padres —eran pocos los que habían ido con sus hijos— se rieron, los chicos ni la oyeron y nosotras estuvimos serias. Yo, con veintidós años, y como la mayoría de mis amigas, tengo mucho conocimiento. Las chicas maduramos antes; eso dicen. La sociedad sigue insistiendo en que debemos aguantar a un tío toda la vida, casarnos, parir y ser la base de la familia... Sí, en verdad había recibido una educación tradicional, pero me consideraba muy liberal, y tanto que no quería ni pensar en bodas, bautizos y comuniones. Eso no era para mí. Mi filosofía era la siguiente: «Hay que vivir el momento. Carpe diem».

La introducción se había acabado. Nos teníamos que despedir de los padres y comenzábamos ahí mismo el curso artístico intensivo. En cuatro años ese complejo iba a ser nuestro santuario. Dormir, comer, estudiar, y prácticamente todas las relaciones se tenían que gestar allí dentro. Pues con lo que me costaba a mí hacer amigos... ¡Ya veríamos cómo quedaría!

Me despedí de mi familia. Fue un adiós muy largo, con sermón incluido. Mi madre no paró de preguntar si era esto lo que quería, y mi padre le contestó por mí. Le dijo que, si no me gustaba, no pasaba nada, que tenía toda la vida para ir probando cosas hasta encontrar lo mío.

—No te preocupes, mami. Si Lucía ve que lo de bailar y actuar no es lo suyo, tiene ya su diplomatura en Magisterio y puede ir probando suerte. Aunque, de todas formas, es en la juventud cuando uno tiene derecho a equivocarse y volver a empezar. En la madurez también, pero ya hay menos tiempo para cometer locuras. Lucía, sé buena y haz lo que te venga en gana, siempre con cabeza y respeto. —Mi padre era un hombre muy sensato.

Ya se habían ido; estaba sola. No sabía cuándo podría escaparme para poder volver a mi casa. Esto no era como la universidad; me parecía más difícil, y lo peor de todo era que había pocos alumnos a los que los hubieran acompañado sus padres. Seguro ya tenía la etiqueta de «pava» puesta, pero no pasaba nada; había personalidad para aguantar lo que viniera.

La guía —me parece que se llamaba Sara— nos distribuyó. Los chicos y chicas deportistas se iban a una parte del complejo y los artísticos, al otro. Pocos chicos venían a bailar, querían formarse en los deportes de agua. No me dio tiempo a pasar revista a nadie, aunque tenía cuatro años por delante para hacerlo. El resto nos fuimos al edificio de al lado. El tercer complejo estaba acondicionado para los profesores y entrenadores. Yo pensaba que estarían separados los chicos de las chicas, pero no. Los edificios estaban muy bien comunicados, y el de los profes no figuraba en el medio, si no, a un lado. En fin, me pareció raro. Siempre en esos casos, pedían que no nos descentráramos de nuestros planteamientos, que el deber es lo primero... pero aquí las reglas no parecían las habituales, y no lo iban a ser. ¡No!

Puede ser que, cuando a uno le dan libertad y confianza, responda mejor que en un entorno de represión y control. Al menos ese era mi caso. No es que fuera demasiado responsable, pero intentaba hacer bien las cosas; es decir que, si tenía que pasar de ir una clase porque había un plan mejor, pues no iba, pero sabía que tendría que hacer doble trabajo para recuperarla. Sí, la fuerza de voluntad era uno de mis mejores dones; la había heredado de mi padre.

¡Qué habitación! Según explicó Sara, se había hecho un sorteo. La dirección del Centro Internacional de Danza y Deportes de Agua, con sede en Madrid, había establecido que las estancias se otorgaban por rigurosa suerte entre los asistentes. Cuando una promoción salía, las habitaciones que quedaban libres se sorteaban entre los nuevos inquilinos. Este año, las que estuvieron sin dueño eran las más altas, el piso ocho y los áticos. Parecía ser que me había tocado el premio gordo. Los próximos cuatro años los iba a pasar en un ático que hacía chaflán, en la esquina del edificio, admirando la capital a segundo plano y un hermoso parque en uno de los laterales de mi balcón. Había una vista preciosa, la verdad, y eso que era prácticamente de noche, pero en septiembre aún quedaba luz a las ocho y media de la tarde.

La cama estaba paralela a la puerta de la entrada; era de matrimonio. Al otro lado había un sofá grande, con una mesa redonda en el centro; frente a él, una pantalla plana de unas veintidós pulgadas colgada en la pared. Al lado de la televisión, estaba la mesa de cristal con sus cajones; era el escritorio. Encima tenía varias estanterías; junto a él había una neverita. Parecía un hotel. La puerta del baño estaba junto al cab

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