Un desafío para la señorita Culier (Minstrel Valley 19)

Mariam Orazal

Fragmento

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Prólogo

Noviembre de 1838.

Condado de Oxford

Podía reconocer perfectamente a un timador cuando lo tenía enfrente. Robert Fenton extendió de nuevo el montón de libras hacia el hombre enjuto y de mirada aviesa que se encontraba al otro lado de la mesa.

—No es suficiente.

—Vamos, Fenton, tú sabes que esa cochambre no vale más de lo que te ofrezco.

Una ira lenta y gélida recorrió su espina dorsal. Tal vez solo fuese una edificación ruinosa, pero parte de la vivienda se conservaba en buen estado. Además, el terreno contaba con alrededor de dieciséis acres de buena tierra para la labranza. No era, sin embargo, el menoscabo de la propiedad lo que lo ofendía hasta hacerle hervir la sangre, sino el uso de aquel término tan despectivo para referirse al lugar que había sido toda su vida. Su hogar. Su patrimonio. Su buen nombre y el de su padre.

Una cosa era desistir de rescatar el negocio, y otra muy distinta, permitir que una alimaña usurera y soberbia como lo era aquel tipo se quedase con lo que a Robert le había costado tanto levantar, por la mitad del valor que tenía.

—Si no te interesa, ahí está la puerta, Edworth. No he sido yo el que ha buscado comprador.

El tipo, que era uno de los ganaderos más pudientes de la zona, torció el gesto y fingió pensarlo por unos segundos. Robert odiaba aquellas situaciones. No le gustaba tener que regatear con nadie y jamás había sido bueno para discutir el precio de las cosas.

—Yo lo que sé es que hace dos años que aquello se prendió fuego, y hasta ahora nadie se ha interesado por comprártelo. Tan provechoso no será el terreno cuando nadie lo ha querido.

Tuvo que morderse la lengua para no soltar algún improperio. Le importaba un jaspe si la operación se cerraba o no, pero prefería mil veces que le arrancaran las uñas de manos y pies que demostrar algún tipo de emoción ante ese hombre.

—No he querido venderlo hasta ahora —se limitó a decir.

Aunque hubiese sido una estupidez aferrarse a un lugar que no le inspiraba más que malos recuerdos, Robert se había dejado guiar durante mucho tiempo por el orgullo y el rencor. Se había empeñado en salir adelante sin necesidad de desprenderse de su patrimonio, demostrándole a todo el que quisiera mirar que era capaz de recomponerse y volver a ser el hombre acomodado en el que se había llegado a convertir.

Ya no se engañaba con semejantes fanfarrias ni les concedía tanto valor a las opiniones ajenas. No necesitaba el dinero; las cosas empezaban a irle medianamente bien, y tal vez por eso había dejado de tener aquella necesidad de probar a todos su valía.

—Mira, Fenton, puedo subir cien libras más —concedió su interlocutor como si le estuviera perdonando la vida—, pero yo que tú dejaría de apretar. No estoy dispuesto a financiar tu salida del hoyo. La tierra vale lo que vale.

La sonrisa que se dibujó en la cara de Robert fue tan dura y llena de desprecio que borró de un plumazo la expresión confiada de su interlocutor.

—La tierra también sirve para enterrar alimañas, Edworth. Vuelve a hablarme en ese tono y sabrás lo profundo que está el hoyo. —Se levantó de la silla que ocupaba en la taberna y le obsequió una mirada ominosa—. Antes que permitir que te la quedes, le prendo fuego al pasto. Hemos acabado.

—Pero...

Salió de allí con paso firme y sin prestar atención a los balbuceos que llegaban desde la mesa. Si Edworth pensaba que iba a quedarse allí sentado escuchando cómo lo insultaba, se había equivocado de cabo a rabo. Eran pocos los que cometían el error de confundir su actitud prudente y reservada con alguna suerte de necedad, pero al parecer era lo que acababa de ocurrir. Lo habían tomado por tonto.

Apartó a un lado el asunto y se dirigió hacia su casa. La de su madre, en realidad. Había vuelto a residir con ella hacía cosa de dos años. El tiempo más largo de su vida.

Cuando alcanzó el patio trasero, pues había evitado la zona de más tránsito del pueblo, le sorprendió encontrar un lujoso carruaje aparcado a pocos metros de la puerta principal. No era habitual ver ese tipo de vehículos en Halt Brooden Court.

Se detuvo junto a la cerca y estuvo tentado de ir a inspeccionarlo, pero supuso que se enteraría de igual modo de quién era la visita si entraba en casa.

El hogar de los Fenton era exactamente como lady Valery Bissop lo recordaba. Había una gran sala con una pequeña cocina adosada, una mesa de comedor y una zona de estar junto a la chimenea. Los muebles habían cambiado, pero la distribución era la misma, solo que ahora lucía un aspecto mejorado, más elegante, menos humilde.

Ocho años.

Toda una eternidad sin pisar aquel suelo de grava fina, sin recorrer los senderos que dibujaban el paisaje del extenso bosque de Halt Brooden Court.

—No sabe la alegría que me da volver a verla, señora Fenton —confesó—. Está usted tan hermosa como la recordaba.

Era una mujer regordeta y muy pequeñita, aunque bella. Tenía un rostro de facciones suaves y armónicas, unos llamativos ojos azules y cabello castaño, algo desteñido por las canas.

—Bobadas, milady. —Rio ella, encantada—. No soy más que una vieja buena para nada.

—Eso no es cierto —insistió con vehemencia mientras buscaba el acuerdo de su marido, que la había acompañado en ese importante día. Este asintió y ella continuó—. Está usted tal y como la recordaba. ¿Cómo están todos? ¿Dónde están el señor Fenton, y Sarah y Bobby?

Hasta ahí había aguantado sus intentos por ser sutil y contener el ansia por encontrar respuestas. No había esperado en absoluto una calurosa recibida en aquella casa, habida cuenta de que nadie había contestado sus cartas durante el último año. Sin embargo, era lo que había encontrado.

—Oh, querida, el señor Fenton nos abandonó hace muchos años.

—Lo lamento muchísimo, señora Fenton. —Reforzó sus palabras acercándose hasta ella y tomándola de las manos.

—Tuvo una caída muy grave poco después de que usted se fuera, ¿sabe? Aquel matasanos de Golding no atendió a mi Homer como debía, y una infección se lo llevó en el invierno del veintinueve.

—No puedo creer que ya no esté —musitó con nostalgia—. Cuántas cosas me he perdido, ¿verdad? ¿Y Bobby? ¿Se casó? ¿Sigue viviendo en Halt Brooden Court?

Él era el motivo esencial de aquella visita. Valery se había preguntado durante mucho tiempo qué habría sido de su mejor amigo de la infancia. Las respuestas no tardarían en llegar.

—Pues verá, milady...

—Veo que la vida no te ha tratado mal —interrumpió una voz sañuda desde la puerta que daba al patio posterior.

Valery se giró sobresaltada.

—Bobby —murmuró.

El sombrero de ala ancha apenas le permitía adivinar la expresión del hombre que se hallaba en la penumbra de la cocina, pero el cuerpo era muy similar a como lo recordaba; alto y fuerte, con unos brazos morenos y nervudos. La mandíbula cuadrada enmarcaba unos labios finos de tan apretados, que enseguida se abrieron de nuevo para obsequiarle una bienvenida de lo más inesperada.

—No sabía que tenía invitados para comer, madre. Creo que prefiero un estofado en la taberna. Mándeme

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