Una alianza ventajosa para lord Cambey

Begoña Gambín

Fragmento

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Capítulo 1

Londres, primavera de 1817

Minerva Cadwell se despertó como era costumbre desde hacía tiempo. Esa sensación de que todos los días eran iguales, que nada pasaba en su existencia, era algo que la tenía agobiada. No tenía claro que era lo que necesitaba que ocurriese, pero precisaba de un revulsivo a su tediosa y anodina vida.

El único aliciente que últimamente alimentaba su alma era emplear su tiempo en obras sociales. Londres estaba repleta de gente necesitada, sobre todo de niños abandonados a su suerte en las calles o en rancios y vetustos orfanatos. Pero con todo y con eso, no tenía suficiente para sentirse satisfecha y feliz.

Para colmo de males, ese año tenía la obligación de acompañar a su hermana Samantha como carabina en su primera temporada. Al ser su hermana mayor y solterona no había tenido otra opción. Sus veintiocho años la condenaban a sentarse junto a las matronas, hablar con ellas sobre los posibles pretendientes para sus dulces doncellas y aburrirse.

No era que no quisiera a su hermana, de hecho, la adoraba; por Sammy estaba dispuesta a sufrir los infortunios más atroces. Era una joven encantadora y alegre que estaba disfrutando de los bailes y de los muchos jóvenes aristócratas que la adulaban. Le recordaba a su primera temporada. Ella también había estado repleta de sueños y expectativas, aunque pronto se derrumbaron como un castillo de naipes al darse de bruces con su realidad que, gracias a Dios, no tenía nada que ver con la de su hermana.

En su caso, ella se convirtió de inmediato en la eterna segundona. El primer año, su amiga, lady Adella, se había convertido en la protagonista con sus enormes ojos verdes que encandilaban. El siguiente año, su hermana Dorothy había vuelto locos a todos los jóvenes con su atrayente figura. El siguiente, lady Charity acaparó a los solteros disponibles con su labia.

Desde entonces, invariablemente era la joven que pasaba desapercibida en los bailes, la que nadie sacaba a bailar salvo por obligación, la que permanecía sentada y callada. Si bien era cierto que no era una belleza que fascinase, jamás se había encontrado fea hasta el punto de ser ignorada por todos los posibles pretendientes. Pero así había sido.

Con gran esfuerzo había aprendido a pasar por alto su anonimato ante el sexo opuesto. En un principio había sentido algo de envidia de que otras debutantes fuesen cortejadas, pero cuando descubrió, a través de los cotilleos del resto de jóvenes, que la mayoría de los matrimonios que germinaban en esos salones se debía a la conveniencia entre familias en lugar del enamoramiento entre las parejas, se alegró de que, pese al seguimiento estricto de las normas de conducta de sus padres, en esa cuestión ellos fuesen bastante permisivos con sus hijos a la hora de elegir con quién compartir su vida.

Y así fueron pasando los años.

La mansión Cadwell era una de las más antiguas de Londres, pero los condes de Maidstone habían decidido efectuar una gran reforma cuando se casaron, por lo que la vivienda era una exhibición de innovación arquitectónica y elegancia. Armonizaba a la perfección ambos mundos, complementándose.

—Minerva, esta noche tenemos que ir al baile de los vizcondes Haggerston —le informó Samantha durante el desayuno.

La hija menor de los condes de Maidstone era una joven extrovertida con una brillante cabellera dorada de igual forma y color que la de su madre, así como sus ojos azules. Tenía una belleza clásica que atraía de inmediato. Casi el único rasgo que la diferenciaba de la condesa era su permanente sonrisa.

En cambio, Minerva era más similar a su padre; un caballero que, pese a sus sienes canosas producidas por el paso del tiempo en su cabello castaño, guardaba su atractivo de juventud aumentado por la madurez. Su hija mayor había heredado la misma tonalidad en su cabellera, así como los ojos de color miel.

En esos momentos se encontraban en el comedor familiar, alrededor de una impresionante mesa de caoba pulida. El sol de la mañana entraba a raudales a través de grandes cristaleras cuyas cortinas de damasco carmesí permanecían descorridas. Había un amplio aparador repleto de viandas junto a una de las paredes, donde los lacayos servían los platos de cada comensal.

Como cada mañana, los miembros de la familia se reunían allí para comenzar el día.

—Está bien —respondió Minerva sin apartar la vista del bollito que estaba untando de mantequilla.

—No pareces muy entusiasmada —apuntó Emma Cadwell, condesa de Maidstone y madre de las dos jóvenes, mirando a su hija mayor con fijeza.

—Será porque no lo estoy, madre.

—No te entiendo, hija —objetó la dama con tono seco mientras daba vueltas a la cucharilla dentro de su taza de té—. Cualquier joven disfrutaría en los mejores bailes del mundo que, por supuesto, se celebran en Inglaterra.

—Pues yo prefiero pasar mi tiempo leyendo en el cenador o escribiendo en mi cuarto. A lo mejor se debe a que ya no soy una jovencita —refutó Minerva.

—Necedades.

—Gracias, madre —dijo con ironía—. Siempre me ha gustado sentirme tan comprendida.

—Tus lecturas no son las adecuadas para una señorita.

—Ah, ¿no? —preguntó, aunque con voz indiferente, antes de darle un bocado al bollito.

Samantha las observaba en silencio. Sus ojos iban de la una a la otra. Cuando madre e hija se enzarzaban en una lucha dialéctica era mejor apartarse de en medio o podría sufrir un daño colateral. Pero lo cierto era que debía ocultar su sonrisa si no quería ser el objetivo de las dos. Reconocía que le costaba, pero valía la pena.

—No te hagas la boba, Minerva. Desde que tienes entendimiento, sabes que lo más importante es tener conocimientos exhaustivos sobre los nobles pertenecientes a la aristocracia inglesa. Sus nombres y relaciones familiares, sus títulos y descendientes. Quién es quién. También se debe estar atenta a todo lo que ocurre en las soirées, estar pendiente de las últimas novedades con el vestuario y sus complementos, incluyendo las publicaciones de moda francesas. Sobre las normas sociales no hace falta que te recuerde nada... Espero —concluyó después de una breve pausa.

—Madre, soy consciente de lo que usted esperaba de mí, y le aseguro que todo eso que me pide, lo he aprendido. Lo que ocurre es que mis inquietudes me llevan más allá.

—Pues una mujer debería saber dónde debe tener sus límites.

—¿Infinitos? —replicó Minerva con tono irónico.

—No digas insensateces. Tú bien sabes que son los que las buenas maneras imponen.

—Eso es muy ambiguo, querida madre. No en todos los lugares y circunstancias se siguen de igual forma. Pero admito que Londres es especialmente agobiante con las normas.

—Es cierto, por lo que te recuerdo que ahí es donde nos encontramos ahora, así que te pido encarecidamente que dejes de tener pensamientos tan rebeldes.

Minerva resopló con fuerza.

—Madre, me pide un imposible. Los pensamientos son libres y no pueden subyugarse. Pero si se queda más tranquila, le prometo que intentaré que nadie inapropiado los conozca.

Los ojos de Samantha se desorbitaron. Parecía que esa mañana M

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