Matrimonio por Navidad (Los Knightley 5)

Ruth M. Lerga

Fragmento

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Capítulo 1

Londres, finales de octubre de 1821

La despertó el discreto golpe del ama de llaves en la puerta a las seis y cuarenta y cinco minutos, como cada mañana. Se desperezó y se incorporó en el pequeño pero cómodo camastro y alcanzó a descorrer la cortina, dejando que la luz entrase a través de los cristales. A pesar de ser finales de octubre, el sol había brillado durante la mañana, disipando a media tarde, ya oscuro, la neblina del día anterior.

Se puso en pie, se aseó usando la jofaina —Rose no acababa de acostumbrarse al agua que salía del grifo; si venía del río Támesis, no podía servir para lavarse por más que se insistiese en que la limpiaban—, se puso uno de los vestidos que la condesa le había regalado, uno azul claro que le sentaba bien, sencillo, pues ella misma había retirado cintas y gasas que poco tenían que ver con su condición de criada, y bajó a desayunar.

La señora Bates cerraría el corredor de las doncellas a las siete y media en punto y ya no podrían volver a sus habitaciones sin su permiso, ni sin que esta le abriera la cerradura, hasta la noche; solo el ama de llaves tenía acceso a todas las puertas de las estancias de la casa; excepto a la despensa, claro, propiedad de la cocinera.

Pero no poder regresar a la alcoba no era el mayor inconveniente de que cerrase a esa hora cada día con la precisión de un reloj suizo: si a alguien del servicio se le pegaban las sábanas, se quedaría aislado en la segunda planta y pasaría la vergüenza de tener que ir a ser rescatado, con la consecuente regañina del mayordomo, el señor Cardigan, quien era muy estricto en cuanto a la puntualidad. Era, en realidad, un hombre estricto en todo lo que tuviera que ver con los sirvientes y el funcionamiento de la casa. Un señor de más de sesenta años convencido de que, solo bajo su mando, aquella mansión podía funcionar con la dignidad que merecía un condado tan antiguo como el de los Moray, a pesar de su origen escocés, y un apellido tan noble como el de la familia de la condesa: los Knightley.

Era, en fin, el jefe del servicio y el hombre más odiado por todo el equipo doméstico de la preciosa casa en Culross Street, en el corazón de Mayfair, tan cerca de Hyde Park que, desde este, la gente se acercaba a ver el exuberante jardín, colindante y hermoso como pocos.

Rose se reunió en la sala de desayunos con Daisy, la ayudante de cocina, la Mrs. Cook[1], claro, dueña y señora de los dominios de los fogones, y la señora Bates. También estaban ya allí Mary, que debía de haber encendido ya todas las chimeneas de la casa y abierto los cortinajes de cada una de las muchas habitaciones de la mansión, y Susan y Ester, las chicas de la colada. Eran las más madrugadoras, y aprovechaban para cotillear un poco antes de que el resto de compañeros se sentase en la mesa a desayunar, también. En menos de diez minutos bajarían el submayordomo, el valet de milord, tres lacayos y el jefe de los establos. Y, desde luego, el señor Cardigan.

La plana masculina de la casa apuraba más el tiempo arrebujado en la colcha, del mismo modo que solía acostarse más tarde, pues la cerradura de su picaporte se volteaba más de una hora después de que se cerrase el del pasillo femenino, separados ambos por una puerta que simbolizaba el decoro más absoluto.

—¿Llegó tarde ayer milady de la reunión familiar, Rose? —le preguntó con curiosidad Daisy—. Pude verla desde la puerta de entrada a la sala justo antes de irse, e iba preciosa con el vestido de tafetán morado. Parecía la mismísima reina.

Aquel comentario recibió una mirada de advertencia del ama de llaves, la situación de la reina Carolina de Mecklemburgo era muy delicada, pues ni siquiera había sido coronada, y su majestad, Jorge IV, la mantenía alejada del Reino Unido.

Aun así, no reñiría a Daisy por elogiar a la condesa. Todas ellas estaban encantadas de trabajar en aquella casa y era, precisamente, gracias a la esposa de lord Kellan Sinclair.

—En realidad no iba a ninguna fiesta —les aclaró Rose—. Aunque la pequeña temporada apenas ha dado comienzo, era el cumpleaños de una antigua amiga suya y se organizó una pequeña reunión. A casa de lord Marcus y de su duquesa, lady Helena, suelen ir los viernes.

Todas las semanas los Knightley se reunían, estuvieran los cuatro hermanos en la ciudad o solo un par de ellos. Si era posible, lo hacían en Hanover Square, en casa del cabeza de familia y donde lady Beatrice, la señora de todas las presentes, se había criado. Su hermano era el duque de Neville. Así, los duques de Tremayne —el hermano menor, lord Rafe, había recibido una gracia real por su heroicidad en la guerra contra los franceses—, los marqueses de Belmore y los condes de Moray gozaban de una velada en familia y se ponían al día. Y, dado que ya se habían iniciado las sesiones del Parlamento, se hallaban todos ellos en la ciudad.

En dichas cenas solían despachar a los lacayos del comedor y servirse ellos mismos, en un convite servido al estilo francés, sacando todas las bandejas a rebosar de comida al mismo tiempo, para hablar con intimidad de asuntos familiares y de las cuestiones políticas más acuciantes. Sus sobremesas solían alargarse hasta las tantas de la madrugada.

—Diría que cuando llegó pasaban de las tres, aunque no puedo estar segura, pues me pidió que no la esperase despierta para ayudarla a desvestirse, lo que me hace pensar que milord se quedó con ella toda la velada.

Hubo risitas.

—Entonces seguro que milady desayunará tarde y en su dormitorio. —No era habitual que un matrimonio de la nobleza compartiese alcoba a diario—. ¿Me ayudarás hasta entonces, por favor, con los arreglos florales? El jardinero está en guerra con el mayordomo y cada vez prepara los ramos más desastrados, lo que implica que el señor Cardigan murmura sobre nuestra ineficiencia.

El jardinero podía permitirse enfadar al jefe de la casa. Había logrado plantar con éxito en dos invernaderos muchas especies que solo había en los Reales Jardines de Kew, pues milady era muy aficionada a las plantas exóticas.

—¿Te importaría, Rose? —secundó la petición la señora Bates, responsable del orden y correcto estado de la vivienda—. Tengo que sacar toda la mantelería de invierno, en breve comenzará a nevar en la ciudad y cambiaremos la que usamos ahora. Me vendría bien olvidarme de las flores por hoy.

—Será un placer —respondió, sincera.

Era afortunada, y lo sabía. Llevaba con milady desde el año en que esta debutara, hacía más de cuatro años, y cuando se casó le pidió que la acompañase a Inverness primero, tras el escándalo que protagonizó y que casi le cuesta su posición social, y de nuevo a Londres después, cuando el matrimonio de los condes se torció y parecía que jamás serían felices.

Lady Beatrice era una dama muy respetuosa. Rose sabía por cotilleos de parque que otras doncellas se encargaban de hasta cuatro debutantes y que sufrían abusos verbales e, incluso, alguna bofetada. Por otro lado, a las mujeres como Rose rara vez les daban ropa que no fuera marrón y ancha. Para su infortunio, se sabía muy bonita y ninguna dama de alcurnia solía aceptar competencia en su casa. No obstante, ya fuera porque la condesa poseía belleza inigualable, por su car

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