Puedo ser lo que tú quieras (Cuando nos volvamos a ver 2)

Laura Kovacs

Fragmento

puedo_ser_lo_que_quieras-2

Capítulo 1

La «dueña»

Lo bien que se sentía viajar con pasaje... «¡Por una vez en la vida! ¡Al fin!», pensé mientras me paseaba emocionada por la parada, donde un coche mullido, con el boleto comprado por quien me había contratado, me llevaría a destino. El lugar hervía de personas interesadas en trasladarse a las ansiadas latitudes norteñas, allí donde, según me enteraría después, se trabajaba de sol a sol para quitarle a la tierra lo que tenía más escondido: el oro y la plata. Los Borbones habían habilitado el comercio por el ancho mar que unía el nuevo mundo con el viejo: mi amada España.

La telaraña atrapaba a los más incautos con promesas y sueños, de la que resultaba casi imposible salir. O, cuando se lograba, se era tan viejo que servía solo para deambular buscando asilo. Pero mi caso era bien distinto. El trabajo lo había conseguido hacía apenas unos días, y vaya a saber si fue por azar o después de tantos ruegos al Creador. Había logrado dejar atrás mis miserias y pensar en un devenir prometedor.

Me alegré como nunca al saber que abandonaba ese sitio tan ingrato, el cual solo aportaba a mi vida maltrato e incomprensión. La expectativa ante mi viaje al norte me había pintado una sonrisa en la cara difícil de quitar. Había hallado de manera inesperada una labor decente. De verdad os digo, completamente honrada. Me contrataron para cuidar de una niña, y eso me convertía en su «dueña»; manejaría sus asuntos con el resto de las criadas. Además de hacerle de doncella personal.

Con ello se me abría una propuesta diferente y la posibilidad de un porvenir sin deberle favores a nadie. Salvo por la bienaventuranza que se conmovió (por una vez, ¡bendito Dios!) de esta alma perdida por causas de variado tenor.

Ni qué decir de los hombres que pasaron por mi vida. ¡Mejor ni hablar de ellos! Habían sido muy crueles. También algunas mujeres. Aunque recordar a Teshka me hizo rescatar lo bueno. La india supo amarme de un modo demencial; fue algo maravilloso de experimentar. Un sentimiento sincero, pero no era para mí.

Buscaba algo que todavía no había hallado y presentía que iba por el camino correcto. Al menos eso pensé al verme en mi nuevo papel. Mi corazón clamaba por una vida digna, sin sobresaltos ni pesares. Si el presentimiento no me fallaba, lo lograría esa vez.

Cerca, a pocos pasos, una imagen adorable se protegía del sol con su hermosa sombrilla con varillas de madera y con empuñadura de cobre. La tela combinaba con el vestido primoroso elegido por su madre para el trayecto.

Se trataba de casi una niña. Una jovencita que viajaría conmigo rumbo al norte para desposarse y a la que tenía el compromiso de acompañar. Algo más, tal vez; sería su doncella, su «dueña», como insistía en llamarme su madre.

No tendría otro conocido que yo, y eso hizo, desde un principio, nacerme un sentido de protección que no dejó de asombrarme. Mi libertad no tenía precio, aunque podía reconocer el significado de tener alguien a cargo; mi compromiso iba más allá de un simple trabajo. Su fragilidad me conmovía, y era grato saber su interés por mi bienestar tanto como por el suyo.

Me había forjado con un alma que, de tan independiente, no daba cabida para albergar sentimientos nobles que no me tuvieran por destino.

—Mademoiselle Clarita... —dije a mi protegida, semejante a una efigie sagrada con la cara en alto y con la vista perdida—. ¿No creéis que va siendo hora de que entremos a buen resguardo? —propuse, observando las miradas dispensadas por un grupo de baja traza. Una chiquilla adorable. Vestida como una damita, parecía mayor que su edad.

La pomposidad de mis palabras me hizo sonreír. La madre había insistido tanto en que me dirigiese a la niña con esos modos... Igual, tenía decidido no tomarme el encargo con liviandad. Si la mujer era demasiado quisquillosa, no sería quien la cuestionase. Esa forma en el trato guardaba relación con los preceptos establecidos por doña Angustias cuando me contrató... Si debía decirle «mademoiselle», pues se le decía. No estaba para andarme fijando en tonterías, aunque no dejaba de divertirme al escucharla llamarme «madame».

«¡Quién os ha visto y quién os ve, morita!», me dije. La vida tuvo un vuelco, y aceptaba que había valido la pena esperar sin postergar mis sueños. Nunca imaginé que terminaría en un pueblo de mala muerte. Deseaba mucho más para mi porvenir, e iba rumbo a conseguirlo.

De todas formas, y como esperaba, la muchacha respondió al instante, y se levantó prontamente.

—Lo que diga, madame —contestó sin dejar de mantener la mirada al cielo. Ni una nube que ocultase los rayos del sol inmenso, que daba un calor apabullante. Igualmente, la niña permanecía tan diáfana como si nada pudiera perturbarla. La realidad de esa pequeña era demasiado triste como para decir que todo estaba bien. Criada para casarse con un primo lejano que la esperaba desde recién nacida. La prometieron, sin el menor descaro, a un comerciante español de pura cepa. Este negociaba en la población de Chuquisaca, en lo que se conocía como el «Alto Perú». Hacía allí nos dirigimos. Las palabras de la madre no dejaban de torturar mi mente... «Nuestra hija ha sido educada para domeñar con soltura las propiedades de su futuro consorte. No os preocupéis por su juventud. Desde niña tuvo tratos con criados y sirvientes para aprender a comportarse y a manejar cualquier recado que surja...». Mientras la madre de la niña hablaba, me detuve a pensar cuándo había sido eso. ¡Si todavía era una chiquilla! ¡De no creer! Clarita era criolla. Hija de una familia bien asentada y con un pasar privilegiado. Pensé más de una vez, desde que me la habían presentado, si sería tanta la urgencia como para entregarla a un hombre que la doblaba en edad. Pero así especulaban ellos. Desesperados por «ubicar» a sus niñas a toda costa, asegurarse de que se las quitaban de encima y, de paso, emparentar con una familia rica. La suerte quiso brindarme ese hallazgo. El haber dado con esa gente a la que urgía encontrar quien aceptase realizar el periplo me ofreció la posibilidad como servida en bandeja. Mucho por recorrer. Aun así, no dudé en asumir el encargo. Luego ya vería si me quedaba con esta o si tomaba otro rumbo. La cuestión era salir de esa ciudad endiablada, que solo me producía desasosiego y una pena honda por la mala sangre pasada. Viajaría con la damita desde las colonias al sur del mundo para cruzarnos por medio país, y esa pobre criaturita acabaría perteneciendo a un marido quien, era de suponer, la aguardaría gustoso. Debo reconocer que ya le había tomado cierta inquina al susodicho por saberlo parte de esa trama tan perversa. Un pecado por donde se lo viese. Aunque así estaban las cosas y no era yo alguien con poder para cambiarlas.

—Venid conmigo, pequeña. Vamos, que os arreglaré ese pelo que se entretuvo con el viento. En poco más nos llamarán a subir para marcharnos y debéis estar correcta.

—Sí, madame —aceptó Clara. Su sumisión era algo que solía exasperarme. No estaba en mí dejarme someter sin plantar pelea.

Al rato, el Maestro de Postas y sus dos postillones iniciaban su trayecto habitual desde la aldea de Buenos Aires hacia el Alto Perú. Hacía allí me dirigía junto a mi pupila.

***

Angustias se miró en el espejo, y se asustó. Se descubrió con una palidez que no recordaba haber tenido nunca, y se pasó las manos por el rostro cansado. Nuevas arrugas irrespetuosas se habían adueñado de su cara; las acarició con desdén.

El pelo de antaño brillante y de un rubio ceniciento había dado paso a una lluvia de canas ariscas, que le dificultaban lograr un peinado decente. Pero eso era lo que menos la preocupaba. Su propio aspecto hacía rato había dejado de interesarle.

El médico al final tendría razón: si no se tomaba en serio eso de «dejar de estar pendiente de todo», terminaría enfermando... Bueno, más todavía.

También le había anticipado su doctor sobre la tos que manchaba su pañuelo. Cada vez sucedía con más frecuencia y pasaba por momentos tan difíciles de ocultarles a quienes la rodeaban... en especial, a sus hijas. Pero era absurdo ignorar las obligaciones. ¡Es que tenía tantas...!

Había elegido mal a su esposo. Creyó que, por ser alguien fácil de manipular, su marido sería el correcto. Lo que no pensó era que tendría su vida recargada de obligaciones. ¡Y ella, que lo único que había sabido parir habían sido hijas! Ni un varón para hacerse cargo del trabajo duro, de la tierra y los intereses. Era Angustias con su alma para sacar la familia adelante.

Las hijas mayores estaban felizmente casadas. Algo para enorgullecerse. Porque había sido mérito suyo. Un trabajo que comenzaba en cuanto se las paría, según rumió con un suspiro extenuado. Incluso había pensado en quedarse con la pequeña para que la atendiese en su vejez, aunque ni siquiera eso pudo. Necesitaba la solvencia de un yerno pudiente. Aitán Velázquez Cuellar era eso, y más, de ahí que desistió de permitirle a Clarita ejercer su vocación. Su hija amaba la música tanto como la libertad, y ella no estaba en condiciones de solventar ese vicio.

Aunque sus hermanas habían insistido, Angustias se opuso terminantemente. No cedería. Se casaría con un hacendado poderoso, y tendría asegurado su porvenir. La decisión fue tomada sin temblarle el pulso al redactar la carta que más parecía un arriendo por tantas pretensiones. Estaba en juego el destino de su hija. El de su madre también. Ni siquiera contaba con recobrar la salud. Morir dignamente era lo único que esperaba.

Para compensar su sentimiento de culpa, le había conseguido a esa mujer, más que convencida de que le quitaría los deberes maritales de encima. Era de esas a las que los hombres no sabían resistirse. Lo notó enseguida, y puso su plan en marcha. Este consistía en vestirla acorde con su rango de dama de compañía, pero con prendas muy favorecedoras.

Se dijo que se había ocupado de todo. O de casi todo. El pecho se le estremecía al pensar por lo que debía pasar su niña. El calvario de perder la inocencia y luego estar a merced de su esposo. Un hombre tan viril como apuesto, eso sí. Cuánto hubiese dado ella por ocupar su lugar... «Que no se queje», murmuró para sí. Quizá buscase el consuelo de saberse una villana con su propia hijita. La muchachita no había nacido para esposa, pero con las mujeres pasaba así: «Llegamos a este mundo predestinadas», reflexionó.

Algo para tranquilizarse: una vez que Clara le diese un heredero a Velázquez Cuellar —estaba convencida—, renunciaría a importunarla. Jamás le atraería su hija, teniendo a su cuidadora bajo el mismo techo. La dejaría tranquila. Igual que a ella su conciencia.

***

—¿Tenéis frío? —pregunté solícita a Clarita. La niña solo negó con la cabeza—. ¿Hambre? ¿Quizás prefieras una galleta seca a este pan mohoso?

—No. Gracias, madame.

Con un encogimiento de hombros, dejé de preguntar. Si no quería, pues no quería. Ya vería de conseguirle algo mejor en alguna de las paradas. De verdad, no se veía muy tentador lo que había para comer.

Junto a nosotras constituía el pasaje una mujer muy robusta y el que parecía ser su esposo. Además, teníamos por compañero a un hombre de aspecto bastante hosco que, apenas subió, quiso acomodarse a mi lado, y lo ocupé con mi bolso de mano. Estaba decidida a no realizar tremendo trayecto con semejante sujeto tan cerca al que, para sumarle encono, lo había descubierto con miradas indecentes hacia mi escote.

El calor no había mermado ni un poco, y nuestros vestidos, de tan livianos, se pegaban al cuerpo, lo que dejaba notar más de lo que resultaba decoroso mostrar.

Al rato la niña dormía. A mí, el sueño se me negaba. Preferí, entonces, estar con los ojos cerrados y dedicada a pensar en lo que se venía. Nada que no hiciera con cada cambio en mi existencia aventurera.

Mientras el camino iba despoblándose de casas y almas, traté de recordar cómo había llegado de un modo totalmente inesperado a esas tierras coloniales...

***

«Desde siempre he sabido que amar no era mi mejor opción. Un camino andado a los tropezones, consecuencia de los designios de otros. ¿Por qué razón terminaba siendo no correspondida en el amor? ¿Acaso los hombres buscaban en mí solo un instante efímero de placer y no un sentimiento profundo? Estaba visto que no era yo quien propiciaba tanta desidia en mi nombre. Sumado a todo ello, mi padre anunció haberme hallado marido. Un viejo enclenque, pero forrado de doblones. ¡De no creer! ¡Vaya suerte la mía!

Sea por la religión de mi progenitor, por mis ojos verdes que bien los atraían... o quizás saber del abandono de mi madre ante la miseria que nos rodeaba. Pero lo cierto era que los varones me tenían a mal traer; jugaban con mis emociones. Mientras buscaba cariño, solo obtenía desengaños.

Vivíamos en la aldea, pero mi padre, que trabajaba para el conde, me llevaba casi cada día con él para no dejarme sola. Así me hice amiga de su pequeña hija. Compañera de clases y de entretenimiento. Hasta que crecí lo suficiente para que la bestia me echase el ojo. Aprendí temprano que mis encantos me permitirían acceder a un mundo distinto.

Acaso no fue sino por el destino que debí dejar mi pueblo casi corriendo, escapando de una horda de vecinos que pensaban lincharme. «La mora se ha cargado al conde...» se oía por doquier. Para peor, era cierto.

Mi amiga, una bruja amante de cuanta pócima sirviera para cumplir propósitos, me había enseñado a lograr la tan ansiada voluntad de aquellos machos de la especie que, por disponer de tanto poder, se olvidaban de que, aparte de para aliviarse, las mujeres estábamos para ser amadas; para darnos igual placer al recibido.

Por eso, y sin dudar, le di al conde el preparado de la hechicera. «Debéis tener cuidado de no pasarte, o lo llevarás a una muerte segura», me aclaró la mujer entonces. ¡Pero si le había hecho caso! (Por los ángeles del bendito cielo que lo hice). ¿Puede ser que quizás pusiese un piquín de más para verlo que lograra su cometido otra vez? ¡La cara de contento que ponía el desgraciado!

Al menos marchó feliz. ¿Desde cuándo era

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