Volveré por ti (El Elel: Historia de un amor 1)

Laura Kovacs

Fragmento

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Capítulo 1

Huecuvú Mapú: Antiguo país del Diablo

Laguna de las Cabrillas, setiembre de 1752...

Se contaba que por las tierras del Huecuvú Mapú vivía un hombre capaz de hacerle frente a todo un troperío de soldados del maestre de San Martín.

Nadie podía con él; ni el mismo Satanás se atrevería a enfrentarlo, y ella, la princesa tehuel, le estaba destinada...

Estábamos nuevamente con la llegada de la primavera, la ariskáiken o tiempos de los guanaquitos, como aquella vez cuando mi padre me hablara de sus intenciones. Tolmichiya, desbordante de alegría aunque escueto en detalles, se explicó con sencillez cómo era que me había unido al salvaje cacique. Echando cada tanto una mirada cómplice a mi Josefa, supo hablar de lo convenido entre Cangapol y el grupo de ancianos, la máxima autoridad entre los tehueles, hombres del reino del Casuatí.

—¿Qué le dijo qué? —le pregunté indignada aquella desgraciada tarde.

—Lo que oyó, mi reinita, la quiere para él. No se trata de ninguno de sus hombres. Hace rato la pidió al parlamento y ellos aceptaron. Se va a casar con el Supremo, ¿qué vida mejor podría desearle?

Era impensable suponer que de entre tantas para elegir, el cacique hubiese puesto sus ojos en la mestiza de Tolmichiya, persona muy respetada entre la gente del toldo y que contaba con un montón de hijas y sobrinas más dignas para ocupar tan alta posición.

Flacucha y poco agraciada al decir de las demás, yo no había tenido demasiadas propuestas hasta la llegada del jefe tehuelche.

Mi indomeñable cabello, casi blanco por el impiadoso sol, despertaba el recelo propio de quienes ya veían con malos ojos la mezcla de sangres —más aún, si se acompañaba de consideración y cariño, no de servidumbre—, lo que prestaba a sospechar que iba a costar mucho emparejarme con alguien importante.

Se me retorcían las tripas cuando escuchaba los cuchicheos de las demás, burlándose por los cuidados que a mi piel daba Mita, untándola con grasa para protegerla del viento rugiente del sur.

Mis hermanas, de espesas y brillantes cabelleras oscuras, pieles tostadas y con el porte de quien conoce su valía ante el resto del hembraje, habían sido la mayoría solicitadas por los más fieros capitanejos de los alrededores.

Pero a mí no me pasaba… Me solían observar con una sonrisita tonta y ahí se quedaba. Otros, quizás por temor a mi padre —o vaya a saberse el porqué—, ni se me acercaban.

Y claro, luego de pensarlo…, es que me había echado el ojo el mandamás.

Volviendo a aquella tarde, Tolmichiya, implacable, no se resignaba a mi desdén ante su anuncio. Aunque al principio pareció dudar, supe nomás mirarlo que era decisión tomada; y desde hacía tiempo.

¿Pudo haber sido en aquella primera visita, cuando aún era una niña, que ya se había sellado mi destino? Quizás nunca lo supiera. De lo que estaba segura era que mi padre no cejaría hasta verme como su mujer. La hija de un tehuel encabezando la poblada junto al terror de los auek[1]. Incluso más tarde lo vería ufanarse con el grupo de ancianos, convencido de su providencia al aceptar tal petición.

Aun así, sabía con creces lo que le había costado a ese hombretón, ya viejo, alejarme de su lado. Sus ojos, sin la ferocidad de antaño, tenían ese brillo tortuoso de quien se atraganta pero no le afloja. La pequeña hada del monte, su chelelon[2], la mariposa blanca, como gustaba llamarme, sería la mujer del «diablo de las serranías», y nada ni nadie podría impedirlo.

***

El olor a tierra mojada siempre bastó para calmarme; pero esta vez era distinto. Se trataba de mi vida y la estaban condenando para siempre al querer atarla a la del más terrible y desalmado de todos: al cacique Cangapol, «el rey del desierto».

Como que me llamo Huennec, princesa de los tehueles, había prometido no intervenir con mis poderes, regalo de «las dormidas» —las madres de todo ser viviente— heredado al nacer, y cumplí. Al menos creo haberlo hecho... porque nubes y más nubes habían venido cerrando fila apenas empezó a caer la noche. Más preciso, cuando la comitiva visitante se hizo presente por las tolderías serranas.

Aunque sabía que por tanto aguaje un poco me iban a condenar, me preparé a hacerles frente. Todavía no sé bien cómo me llevaron a jurar por lo más querido que dejaría de utilizar la potestad sobre aquellos que yacían en el iaik[3] de los cielos. Ese fuego que brotaba en mí con intención de sanar los males traídos desde la mismísima simiente. Sin dudarlo más corrí hasta mi kau, la tienda que compartía con mi yam[4], Josefa, o «Mita», como me había enseñado a llamarla desde bien chiquita, y entré. Tiesa y mojada, no solo por el chaparrón, sino también por un sudor que sabía más a temor que a calor, me entretuve en secarme. «El miedo puede olerse», pensé fastidiada y lo último que iba a permitirle al muy taimado era que entreviera mi recelo.

Ahora que lo pienso, debería estar contenta. No tenía por suerte rehuir al gran cacique con tanta ligereza como me ocurrió esta noche. Los ojos del felón, temperados por el alcohol y la comilona, se descuidaron lo suficiente para escaparme.

Tan real me fue el recuerdo que mi corazón estalló en latidos y cortó la correa que con tanto esfuerzo mantenía arrinconadas mis esencias. De todos modos, mi rebeldía se retorcía de placer al pensar en lo que estaría pasando por la cabeza del gran jefe.

La sonrisa me salió sin buscarla al jactarme por tanta audacia. La frustración de «Nicolás Bravo», como se lo conocía en el llano —Cangapol, para su gente—, era una pequeña venganza contra la de veces que su mirada oscura me había acorralado; partida en dos por el deber y el horror de saberme un trofeo para el poderoso cacique.

El principio de mi pesar daría comienzo justo cuando el soberano se fijó en mí de esa manera cruel y perversa a la que suelen someternos los tiranos...

Cangapol, el líder tehuelche de una temible tropa que azotaba los pueblos del sur, se había encaprichado conmigo cuando, con mi boca todavía sin dientes y abierta de puro asombro, lo miraba arrobada tras las piernas de mi padre, asistiendo a una visita por la toldería.

Alto, erguido y poderoso, aunque aún joven en ciernes, me había hecho notar su presencia. Su mirada me había asustado y puesto en mí como un carimbo, la sentencia de lo irremediable.

Tan así había sido, que ese mismo día quedó sellada la promesa con un cruce de manos y la aceptación unánime del Consejo de Ancianos de la poblada. Y para no ser menos, el cacique aventuró su palabra de hacerme su mujer apenas tuviese mi primer shaue, el sangrado que marcaba el inicio de la pubertad.

Desde alguna parte alcanzaba a oír los gritos y las carcajadas provenientes de los festejos, donde Tolmichiya, mi padre, estaría agasajando a la visita con motivo de nuestra unión.

Con intención de hallar la calma me solté el pelo, dejándolo libre del complicado arreglo que mis hermanas habían intrincado en mi cabeza. Quitarme mi kai, el quillango, fue un suplicio; ameritó un gemido al enderezar la espalda.

La lluvia ya controlada se había transformado en

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