La locura de quererte (El Elel: Historia de un amor 3)

Laura Kovacs

Fragmento

la_locura_de_quererte-4

Capítulo 1

Telas del corazón, las shign

Como yo...

Pueblo de Buenos Aires, kepenken[1], 1772

Con solo veinte años, su mirada despertaba sentimientos encontrados. Cada quien la interpretaba de una manera distinta, pero tenía mucho que ver la primera impresión que les causase.

Para las damas era sinónimo de una perversa sensualidad que se asociaba con urgentes pasiones. En cambio, a algunos caballeros los predisponía a temblar; titubeaban sobre qué camino seguir o incluso, pensándolo bien, si era mejor hacerse el desentendido y agachar la cabeza, exceptuándose, entonces, del infierno de saberse bajo su campo de acción. Pues lo cierto era que jamás resultaba indiferente ser el objeto de la apreciación de esos ojos oscuros, achinados, de inquietante y varonil belleza, que se alineaban al enojarse y brillaban ante el placer de ver el cuerpo desnudo de una mujer.

La primera juventud lo había sorprendido con unas apetencias exquisitas. Ya contando algo más de quince años, escondía la agudeza de alguien mayor. Los gustos se los daba sin que le temblase el pulso, dado que su tío no ponía reparos al momento de pagar. Le suponía un detalle a su hombría y a la honra del apellido. Porque José se sabía un bastardo, pero para el resto, los que poseían poca memoria o preferían no acordarse, se trataba de un San Martín. Y eso significaba que el respeto por la gloriosa epopeya de la lucha de sus antecesores por ganarle territorio al indio daba cuenta de la gesta de la cual era un representante con indiscutible pedigrí.

El colegio donde lo dejó su tío lo acogió con rigidez, pero a la larga, y como todo, le fue domeñando el carácter; pues la gran mayoría de las cosas «que le alegraban la vida» estaban prohibidas. José sería para ellos un eterno descarriado... Y lo era; ¿o no se jactaba de serlo?

Para sus amigos era un magnífico compañero de «corridas», mientras que no llegasen estas hasta los oídos de la curia. Entonces, pasaban a ser «anónimos»; desconocían cualquier trato o excedencia. Podría decirse que a José ni siquiera lo conocían.

Su único y verdadero lujo era Almafuente. Pero también un leal amigo que en más de una ocasión le había salvado el pellejo ocultándolo entre bastidores.

—Tienes visita... —Se oyó la voz herrumbrosa de Almafuente. Se trataba, también, de su amanuense dentro del monasterio donde estudiaba. Parte de su incondicional servicio venía de la mano de algún licor que cada tanto le hacía llegar «para las noches de frío». Lo cierto era que, aun siendo verano, se lo bebía con gusto.

—¿De quién se trata? Hazlo pasar... —le dijo José, repantigado en su sillón favorito sin intenciones de moverse. Le faltaba un día para abandonar esta tierra de polvo y dejadez; caminos embarrados y casas tan húmedas por la inclemencia de un clima que dejaba mucho que desear. Él quería volver a su tierra. Y su sueño se cumplía.

—No creo que sea una buena idea —concluyó el hombre, negándole con la cabeza—. No lo creo bienvenido en este templo...

Las palabras dichas en un tono de reproche lo alertaron a comprender de quién se trataba. De un salto se enderezó y se acomodó la ropa. Su mente se retrajo al instante mismo en que supo de su existencia. Una corriente indefinible comenzó a circularle por la piel haciendo que esta se erizara. Sus pulsaciones se soltaron a correr y todo en él se descubrió alterado por la llegada del visitante.

—Dile que espere... Que ya voy —atinó a contestar con la voz cargada de emociones. Por fin lo conocería, se dijo. Casi que la oportunidad se hubiese perdido de tardar un día más...

Recorrió con la vista el cuarto hasta posar sus ojos en uno de los últimos baúles que restaban cargar. Sus cosas de toda la vida ocupaban buena parte de la austera habitación. Entre ellas había una carta escrita por alguien interesado en que José supiese de la existencia de esta persona, y era su momento de hacerlo.

Se acomodó la ropa y caminó hacia la entrada de la hasta ese momento su escuela. En el fondo siempre presintió que algo se ocultaba en la familia. Y que tenía que ver con su origen.

Casi llegando a la puerta tuvo un instante de indecisión. ¡Qué poco faltaba para partir y todavía sin quitarse la duda! Debía ser este el momento, puesto que mañana marcharía hacia su patria. Allí lo estaría aguardando el ingreso al «Regimiento de Murcia» en Málaga, su España natal, y donde su tío tenía decidido que comenzase la carrera militar.

Volviendo al tema, la presencia del visitante era un deseo insatisfecho desde que le hablaron de él. De un joven indio que era su viva imagen; que si no fuese por su condición y unos ojos que de tan claros parecían gotas de agua, sería fácil de confundirlos. Al momento de enterarse, todo un revuelo se armó en sus pensamientos al punto que, sin tener en cuenta la hora, quería presentarse en casa de su tío para que le dijera la verdad sobre su nacimiento. Luego sus amigos lo calmaron... Pero igual se había hecho la firme promesa de no marcharse sin sacar el tema a la luz. Y la oportunidad le fue concedida.

***

El caballo se detuvo frente a un abrevadero y comenzó a quitarse la sed que traía por haber cruzado el inhóspito desierto. Ni una sombra donde cobijarse ni un charco donde mojarse las patas. La aridez fue total.

Los otros animales, sintiendo la intrusión del matungo desconocido, comenzaron a relinchar. Pero fue un sonido suave el que los llevó a la calma. El joven indio, además de silbarles y decirles palabras de manera amistosa, les acarició la testuz con el amor de quien reconoce un alma gemela. Era tan parte de la tierra como lo eran ellos.

Su corazón latía apresurado. Tanto que le juró a su yam[2] que jamás se acercaría a territorio cristiano, y lo estaba haciendo; contrariando sus razones que eran tan valederas como las suyas de ir. De todos modos, no se arrepentía. Se quería sacar las ganas de saber si era cierto y estaba a un paso...

Un arriero, un amigo de su padre, le habló de que en la aldea vivía un joven muy parecido a él, tanto que se sorprendió al verlo y le clavó los ojos al punto que el otro le preguntó qué miraba. Salvo que poseía una mirada tan negra que asustaba; y la pucha que lo hizo cuando divisó que calculaba la distancia para el rebencazo. Era la viva imagen del cacique; aunque no lo dijo.

Entonces escuchó a su padre enojarse, enojarse en serio; como lo hacía él. Al hombre no lo volvió a ver por los toldos, lo que ocasionó que el rumor le sonara a cierto. Pareciera ser que se marchó antes que el resto. O lo echaron, vaya a saberse. Y por días la intriga le carcomió la cabeza...

Con la conciencia de estar haciendo lo incorrecto, juntó aire y se dirigió al sitio que le habían comentado. Lo habían orientado hacia las puertas de un colegio. Le dijeron que, casi seguro, era allí donde podía encontrarlo al joven. Y desde que lo supo, no se aguantaba más por saber de quién se trataba. Porque si Cangapol no hubiera reaccionado así, capaz que ni se molestaba en verlo. Pero algo le olía mal. Tan mal... Su padre saltó como si lo hubiese picado una shapelon[3], de las bien negras y grandotas que habitaba entre los pastizales.

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