Amor, pasión y dulzura

Maira Mas

Fragmento

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En la puerta de embarque del Aeropuerto de los Rodeos, Tenerife, les dieron el periódico El País. El titular de la noticia principal, que invadía toda la página de la portada, era el siguiente: «EE.UU. y Cuba abren relaciones. Fin a 53 años de Guerra Fría en América».

Aurora se sorprendió igual que María. No daban crédito. Se aceleró el ritmo de sus corazones. ¿Y si La Habana ya no era lo que había sido? En el avión con destino a Madrid, estuvieron pensando en cómo estaría Cuba en la actualidad. ¿Mejor o peor? Temblaban. Las dos, al unísono, dijeron: «Nada volverá a ser como antes».

En el vuelo de Madrid a La Habana, María recordó lo que le habían dicho los cubanos que vivían en Little Habana (Miami): «Si entran los americanos, destruirán Cuba». En una fracción de segundo, madre e hija visualizaron una Habana distinta, una ciudad en pleno esplendor invadida de turistas y de infraestructura hotelera. Una oleada de preguntas sin respuesta acechó sus mentes durante el viaje.

—Aurora, La Habana ha cambiado —le dijo María a su hija con un tono de voz desconcertante.

Al final llegaron a la conclusión de que La Habana seguiría siendo igual, una ciudad de ensueño anclada en la década de 1950. Ese titular solo significaba un primer acercamiento diplomático entre ambos países.

Llegaron al Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana el 18 de diciembre de 2014. En su memoria y en su corazón, quedaban aún restos de un naufragio. Siempre la esperaba. Ya no. En todos sus viajes a Cuba, había ido sola. Esa vez iba acompañada por su hija Aurora, la cual sabía todo, como si fuera la protagonista real de su historia.

Se vieron sumergidas en un diminuto espacio donde se concentraron de golpe cientos de personas. Ya era demasiado tarde. María no se acordó de que, al llegar al aeropuerto, tenía que salir corriendo para pasar ese trance tan traumático del control de aduanas. Quién iba a imaginarse que, después de tantos años, seguiría siendo un caos.

En la aduana había quince filas marcadas con números rojos. Todos los pasajeros, que procedían de diferentes países, ansiaban traspasar aquellos números. El tiempo transcurría y todo seguía colapsado. Nadie podía avanzar.

Un calor asfixiante invadía el lugar. No había ni siquiera un banco para sentarse. Aquel bochorno, la concentración de gente y la lentitud del trámite aceleraban el desvanecimiento. La situación era extrema. María y Aurora estaban perdiendo el poco control que les quedaba. Habían pasado más de diez horas encerradas en un avión internacional procedente del Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, cuyo destino era La Habana, Cuba. A las diez horas de cansancio acumulado se le añadían tres más de un vuelo nacional. Y en aquel momento esas colas, que no desaparecían.

Mientras María y su hija esperaban su turno, una señora cubana iba repitiendo que en Cuba todo seguía igual. Peor: comentaba que a una prima suya le habían perdido su equipaje y que aún no se lo habían devuelto. En ese momento todo se paralizó en María porque, en la única maleta que habían embarcado, llevaban los alimentos que quizás podrían necesitar. Su corazón presentía que serían muy útiles a pesar de irían a un hotel con todo incluido.

El control de aduanas era aún más lento que antes por el «protocolo» que los pasajeros estaban obligados a cumplir. Cada persona tenía que pasar individualmente aunque viajara acompañada. Una vez allí, el funcionario se encargaba de sellar toda la documentación imprescindible para poder entrar al país: pasaporte en vigor y visado turista. Para finalizar el proceso, era obligatorio incluir una foto sacada en ese mismo instante.

Después de la aduana tuvieron que pasar un control policial. De repente, María y Aurora se vieron rodeadas de uniformes verde oliva.

―Muéstreme la mochila, señora —gritó un policía, en un tono estilo militar, después de pasar la segunda mochila por el escáner.

―Aquí tiene, señor.

El policía empezó a remover toda la mochila.

―Estas mandarinas se quedan aquí. No las puede pasar, señora.

―Le entrego todos los certificados médicos en los que consta que preciso este alimento por salud —respondió María.

María tenía que viajar cada vez con más certificados médicos. Necesitaba alimentos especiales que no se podían comprar en ningún aeropuerto.

―No me va a quitar lo que necesito —dijo María con voz firme, mirándolo a los ojos.

—Las puede pasar —contestó el policía después de leer sus certificados médicos.

Años atrás, en el control policial del Aeropuerto José Martí, le habían quitado un fuet artesano que había comprado especialmente para su familia cubana. Se habían reído de ella y había visto cómo empezaron a tragárselo sin medida delante de sus narices.

En la sala de recogida de equipajes, María divisó, entre la multitud de personas, su silueta. Aquel lugar, donde siempre la esperaba, estaba vacío. Él no estaba allí.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1

María había recorrido todo el Caribe. Viajera incondicional para ir al Edén. La Barrera de Coral —Australia— y Tahití completaban el esplendor del ilimitado azul turquesa.

María sentía la sal en su piel, y en sus poros se dilataban kilos de salsa, el sabor de sus melodías hechas canción. En esos viajes, Miami era un destino que le abría puertas a ese universo tropical. Miami lo había pisado muchas veces, como si fuera Madrid. A través de ese recorrido —Barcelona-Londres-Miami—, con la compañía aérea British Airways, podía tener su amado mar Caribe a sus pies.

En sus viajes a la República Dominicana, María aprendía merengue. Se estremecía de placer al danzar ese ritmo dominicano tan romántico y sensual. En Miami le ocurría lo mismo: el top le quedaba siempre mojado al salir de las pistas de baile. Lo escurría satisfecha, llena de pasión por ese ritmo, que la embellecía más y más.

¿Y la salsa? Cuando veía a Margarita, la protagonista de la película Salsa, pensaba que daría la vida por bailar como ella y más que eso. Tener una pareja de baile y su amor. Las dos cosas a la vez.

Se apuntó a una academia en Barcelona para aprender salsa, porque la ciudad donde vivía estaba congelada en el tiempo y en el aire. No existía ni la más remota posibilidad de que alguien ni tan siquiera supiera qué era esa música. Iba a la academia una vez a la semana. El trayecto en tren, desde su ciudad natal hasta Barcelona, duraba dos horas. Allí, su primer profesor, Angelito, un negrito cubano que tenía su sabor por dentro —como ella—, le enseñó los

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