Las especiales navidades de la condesa

Verónica Mengual

Fragmento

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Prefacio

Desde el principio

Demente, indecente, culpable, ansiosa, feliz. Los sentimientos y sensaciones que le venían a la mente eran realmente contradictorios, pero no por eso eran menos ciertos. La condesa viuda de Arleen, de nombre Evelyn y de apellido de soltera Whiton, contaba con treinta y seis primaveras a sus espaldas y su vida se había reducido a ser devota esposa y, sobre todo, una amorosa madre para su única hija, Sarah.

No fue la incomparable en su presentación en sociedad. Ningún pretendiente tuvo que competir por sus afectos. Su matrimonio con su difunto esposo el conde, muerto hacía diecisiete años, fue arreglado entre los padres de ambos. Su matrimonio duró un año. Enfermo como estaba por aquella época, el hombre consiguió dejarla embarazada a la primera. Cuando Maximilian falleció, la familia esperó la llegada de un varón. Una bonita niña fue lo que acunó dieciocho años atrás. Su esposo no contó con un heredero, puesto que no quedaba ni un solo hombre de esa familia vivo, ningún pariente lejano ni cercano. Todo fue dispuesto a través de un mandato real para que el heredero de todo fuese el primer varón que hubiese en la familia.

Evelyn tenía claro que ese papel acabaría recayendo en su hija. Ese era el motivo por el que se habían desplazado para la temporada a Londres. Sarah buscaba un marido y ella la ayudaría en su cometido. El título que reposaba sobre los hombros de su hija y la fortuna de su esposo muerto, iba a resultar una tentación para muchos y no estaba dispuesta a aceptar que ningún cazafortunas se acercase a su pequeña.

Sentada en ese fino restaurante estaba repasando los acontecimientos más significativos de su vida, preguntándose qué le habría llevado a cometer tal temeridad. La culpa de estar en esa situación era única y exclusivamente suya. No debió haber puesto el oído en una conversación ajena cuando estuvo en el tocador de la fiesta de los barones Trance.

Esas mujeres hablaban de placer, de satisfacción sexual y su curiosidad se encendió. A sus años, Evelyn no creyó que eso fuese posible. Su vida había sido plácida. Su madre decía que había tenido mucha suerte al no tener que ser molestada por su esposo para tener que cumplir con sus obligaciones conyugales.

La noche de bodas era un recuerdo vago que se había difuminado con el paso de los años. Hubo allí incomodidad y todo fue tan rápido e insípido que consideró que no se estaba perdiendo nada del otro mundo… No obstante, tras escuchar esa conversación entre damas sobre gritos de pasión, sobre lenguas que no daban tregua y embestidas brutales… tuvo que admitir que la curiosidad se había presentado de sopetón y llevaba dos semanas sin poder dormir pensando en que tal vez había algo más en la seducción, algo más que implicase acabar siendo madre.

Su hermana menor, Rachel, estaba felizmente casada con otro conde. La menor de las Withon fue, en su juventud, alocada e imprudente, pero acabó saliendo adelante gracias a su esposo. Los dos estaban muy enamorados. Al menos una de las dos hermanas había conseguido la felicidad.

Rachel y ella siempre habían compartido confidencias. Bueno, en realidad la que compartía sus secretos era su hermana menor. Evelyn escuchaba y daba consejo, pero en esta ocasión, al regresar a la ciudad después de tantos años sin haber estado en sociedad, decidió que era momento de que los papeles se intercambiaran. La condesa de Betham, su hermana, contaba con posición, contactos y estaba al tanto de todo en la ciudad. Sobra decir que Rachel se escandalizó cuando ella confesó que nunca había disfrutado de un hombre. Su hermana la regañó por no haber tomado un amante, un guapo criado o un amigo de su esposo. Evelyn no tenía más que atención y ojos para su pequeña, pero en estos momentos todo había cambiado. Esa conversación de tocador había sido el detonante que la había hecho conocer ese mundo oculto que le había sido privado y por el que no había sentido deseo de experimentar.

Su hermana acudió a una agencia de contactos. Todo se había hecho con discreción.

—Buenas tardes. —Un hombre se presentó al tiempo que se fijaba en su broche de oro y zafiros. Esa era la señal para identificar a la dama. El acento de él le llamó la atención. Americano.

—Buenas tardes. —Nada de nombres fue lo acordado.

—Le confieso, milady, que no sé de qué trata esto.

—Le confieso lo mismo. —Evelyn se llevó su café humeante a los labios. No era momento para pedir un té. Si hubiese podido, habría pedido una copa de brandy para templar los nervios. Escrutó el rostro de su acompañante. Debía admitir que Rachel sabía lo que hacía.

De tez morena, ojos marrones como el café con leche que bebía, labios finos con facciones duras. Era un hombre atractivo, demasiado apuesto para su propio bien. Lo peor de todo era su actitud relajada que la invitaba a copiarlo. Su seguridad era digna de un rey. Era un hombre poderoso, acostumbrado a poseer todo cuando había en una habitación. Este último pensamiento la hizo ruborizarse como una jovencita. Él debió darse cuenta de su azoro porque lo vio sonreír de modo autosuficiente.

—Bien, yo seré Gordon y usted Atenea.

—¿Seré la diosa de la guerra? —preguntó ella extrañada.

—Algo me dice que no me equivoco con usted.

—¿Qué clase de nombre es Gordon?

—Uno cualquiera, corriente, igual que yo.

—Algo me dice —usó la misma fórmula que él y lo miró con el ceño fruncido— que miente. —Ese hombre sería muchas cosas, ella no lo dudaba pero corriente no era una de ellas.

—Estoy a su servicio, Atenea.

No era un farol. El señor Arthur Macalister había llegado hacía una semana de América, entre otras cosas para tratar de localizar a una autora anónima cuyo libro había caído en sus manos y las pistas lo habían llevado hasta Londres. Había coincidido con un viejo amigo de Boston y entre bromas y pitorreos le dijo que tenía una misión para él si era bastante hombre para tomarla. Él no era de los que no aceptaban un desafío, sin embargo, ese reto que tenía delante poseía los ojos verdes más preciosos que él había visto, la cabellera morena moteada por hebras castañas y las mejillas rosadas más adorables con las que se había topado. ¡Algo así sería inofensivo! Fuese cual fuese el juego de su amigo Bert, era imposible que acabase mal.

—Esto va a suceder una sola vez. Tras el encuentro cada cual irá por su lado. Si alguna vez nos encontramos, fingiremos que no nos hemos visto jamás y que no conocemos el nombre del otro, lo que por un lado no es falso. Me tratarás con cariño y respeto y quiero que… —Lo había tuteado porque para lo que venía era mejor acortar distancias. Y se había parado porque no estaba segura de cómo continuar. Sentía la mirada de él fija en ella y no se atrevía a explicar la última parte de su sentencia.

—¿Qué, Atenea? Has comenzado concienzuda, no te detengas.

—Estarás a mi servicio para obedecer lo que yo desee de ti. Y nuestro acuerdo será confidencial. —Una vez más, sus mejillas se encendieron y no fue lo único que allí dio un vuelco.

Era uno de los editores más importantes del país. Tenía cinco cabeceras periodísticas y tres editoriales. Había noticias que habían hecho llorar

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