Adorable reputación (Adorable 2)

Gabriela Cano

Fragmento

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En el purgatorio

Ante sus ojos entumecidos a causa de las legañas pegadas como gusanos babosos que se adhieren al fruto podrido, la imagen de un cielo brumoso y extraño la había paralizado: sus colores eran simplemente indescriptibles, inusual mezcla de grises y rojos, junto a tonos anaranjados y ocres. Estaba asustada. ¿Dónde demonios se encontraba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Estaba viva o muerta?

Su primer impulso fue levantarse de donde se mantenía tumbada, una extraña caja de madera, forrada de una tela blanca y gélida, pero se sentía aprisionada dentro de aquella especie de taquilla en la que creía haberse quedado dormida. Sin embargo, un peso brutal, como el que debía sentir una hormiga ante la amenaza aplastante de la suela de un calzado humano, le había anestesiado por completo la musculatura y la agazapaba en su interior como si en realidad se tratara de un potente imán que atrae a su paso a cualquier clase de metal, ya sea plomo, acero, cobre o hierro. Aquella caja de madera forrada en su cara interna por una tela blanca almidonada y excesivamente suave le daba mala espina. Tal vez se tratara de una broma macabra. Lo cierto era que recordaba que una vez, hacía muchos años, cuando comenzó a estudiar en la universidad, una de las novatadas consistía en meter en un ataúd a una de las nuevas. En la sala de autopsias solía haber varias cajas de madera y era la forma más económica de transportar los restos humanos de cadáveres que se donaban a la ciencia con el fin de que unos estudiantes inexpertos y muertos de miedo ensayaran sobre sus cuerpos despojados de alma y de dignidad algunas de sus primeras y temblorosas disecciones.

Pero Mon no recordaba nada de eso cuando despertó en aquel sórdido lugar, una especie de cueva en cuyo centro alguien, como por arte de magia, había depositado su ataúd con ella dentro. Y de repente lo entendió todo: no se trataba de una cama improvisada; quién en su sano juicio hubiera querido descansar en lugar tan sumamente siniestro como ese a no ser que... ¡mierda! Exclamó totalmente horrorizada, a no ser que… ¡mierda, joder, se tratara del puto descanso eterno! Descanso eterno, descanso eterno, descanso eterno, repitió varias veces con las manos juntas a modo de oración, y mirando al cielo raro que parecía querer caerse encima de su rostro compungido y diminuto. Y aquellas palabras retumbaban en su interior como un eco lejano, el eco del vacío, el mismo eco que le recordaba que no hacía mucho tiempo, no sabría decir con total exactitud los minutos, horas o semanas, pero al fin y al cabo tiempo, aquellas mismas palabras acompañadas de un sin fin de chorradas acerca de la vida eterna, del perdón de los pecados y de la hostia bendita habían sido repetidas y pronunciadas solemnemente en su presencia. Pero en ese momento no recordaba cual fue el último entierro al que asistió ni cuál fue la suerte que corrió entonces el fiambre, puesto que el nivel de preocupación que le suscitaba el verse a aquella profundidad enterrada en medio de la nada donde no se oía ruido alguno y donde ella podía apenas moverse de aquella caja incómoda que la encarcelaba sin un atisbo de piedad superaba cualquier otra cuestión que no estuviera estrechamente relacionada con aquella irreal circunstancia.

De repente, se sobresaltó. Al fin había logrado sentarse y comenzó a mirarse. Llevaba puesto un distinguido vestido negro, medias negras y zapatos de tacón. Estaba realmente elegante, pero seguía sin recordar para qué ocasión tan sumamente especial se había arreglado de manera tan poco habitual en ella, acostumbrada a vestir con vaqueros y zapatillas deportivas. Estaba muy guapa y por una extraña razón recordó a su madre y pensó en lo orgullosa que debía de sentirse si la viera así, vestida como una mujer seria y refinada. Y entonces lo comprendió todo y comenzó a llorar. Estaba sola, totalmente sola en aquel lugar indefinido lóbrego y oscuro, rodeada de piedras mastodónticas. Y su llanto sonó hueco y desamparado en un horrible lugar adonde había ido a parar y en donde no existía absolutamente nada. Pero ¿dónde demonios se encontraba? ¿Acaso existía forma humana de llegar hasta allí, de colocar el ataúd en el centro mismo de aquella maldita cueva, gruta inexplorada y desierta, donde la soledad y la angustia eran sus únicas compañeras? El miedo se apoderó de ella y la hizo temblar. No sentía ni frio ni calor pero, sin embargo, nunca antes recordó haber sentido la tristeza y el vacío en toda su dimensión. Por fin lo había entendido: ¡estaba muerta, sí, fiambre, la había palmado, estaba criando malvas, estaba cadáver, tiesa, había pasado a mejor vida, pero ¿cuándo? ¿En qué momento exacto había dejado de pertenecer al mundo real de los vivos y se había convertido en eso? En un ser irreal, un espectro demacrado, un corazón solitario de dudosa consistencia material que, a pesar de no poseer ya un cuerpo estándar, disponía todavía de un alma y de algo parecido a un recipiente que le hacía sufrir y temblar de pánico y terror como no lo había llegado a hacer en vida. Porque a pesar de todo, ¡Dios, aún sentía, aún sufría, aún vivía! Porque, en realidad, de no ser por el susto que tenía encima, se hubiera sentido divina de la muerte: nada le dolía y su aspecto, a decir por su vestimenta, debía de ser espectacular... pero el espanto y el horror eran inconmensurables: se hallaba sola, en un lugar totalmente desconocido y en donde a primera vista no había nada ni nadie que pudiera rescatarla. ¿Y si pasara allí el resto de sus días? ¿Y si ese era su castigo?, pero ¿por qué? ¡Por qué! Preferiría no sentir, no haber abierto los ojos, no haberse despertado nunca. Se sentía estafada, aquello no era el descanso eterno que le habían enseñado en el catecismo, el Paraíso, la tierra prometida, aquello era una mierda, y, si eso era realmente, la muerte era una jodida mierda.

—¡Socorro! —gritó poseída por un ataque de angustia y pánico—. ¿Hay alguien ahí? ¡Socorro, por favor, sacadme de aquí, estoy aquí abajo, en la cueva, sentada sobre mi propio féretro! ¡Sobre mi propio féretro, pero qué estoy diciendo! ¡No puede ser, la muerte no es así, no, sé que es el destino del ser humano, el fin inexorable, pero esto que me ocurre no es el fin! Tal vez, es una posibilidad, pero —hablaba a gritos y su voz retumbaba en los macizos pedregosos creando un efecto verdaderamente prosaico, como si estuviera actuando encima de un escenario, solo que el público, su público de momento era inexistente— tal vez me encuentro en una de las etapas de la muerte. ¡Sí, así es, Dios mío, estoy salvada, aún no he muerto, pero estoy en proceso! Lo recuerdo, Manual de Medicina legal, tema 15: «Tanatología», a ver, Mon, por lo que más quieras, haz memoria: la muerte tenía cuatro fases, la primera era la aparente, es decir, donde quedaban abolidas la gran parte de las funciones vitales. Evidentemente he pasado esa fase y, sin embargo, me encuentro en una especie de suspensión, por alguna extraña razón la agonía se prolonga, estoy nerviosa, si puedo hablar significa que todavía respiro, mis... —Colocó ambas manos sobre su boca y espiró. ¡No puede ser!, volvió a intentarlo, pero sucedió nuevamente lo mismo: nada, de su boca no salía ni el más mínimo ápice de aliento contenido, la más pequeña fracción de suspiro, nada, las manos, heladas, no recibieron calor de sus entrañas, lo que no podía significar más que una cosa: ¡la función respiratoria había pasado a

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