Una noche en el Támesis (Un día en el Támesis 3)

Bethany Bells

Fragmento

una_noche_en_el_tamesis-3

Prólogo

Siete años antes…

Manderland House, dormitorio de Arthur Ravenscroft

Londres, mayo de 1820

Como cada noche en los últimos tiempos, lord Badfields entró en la mansión por una de las puertas de servicio. Se tambaleó por los pasillos, sonrió a una doncella que abrió su puerta, pero a la que no podría atender en condiciones dada su borrachera, y subió varios pisos de escaleras, a veces arrastrándose literalmente, hasta llegar a su dormitorio.

El ayuda de cámara, que ya conocía sus costumbres, había dejado encendidas las velas del escritorio y las de la mesilla. Le hubiese esperado despierto él mismo, como había hecho tantas veces en el pasado. De hecho, durante años se había empeñado en ello pese a que Arthur no quería encontrárselo allí, y lo hizo hasta que le amenazó con empezar a llevar la corbata mal puesta en público, para avergonzarle.

Si algo odiaba Arthur Ravenscroft, hombre de pocos odios, era encontrar gente en su dormitorio cuando llegaba en esas condiciones. Lo único que quería era caer de bruces sobre el colchón y quedarse dormido.

Pero esa noche no iba a ser posible.

Su hermana pequeña, Minerva, estaba sentada en el borde de la cama. De un modo inconsciente, se extrañó al verla vestida y con el cabello recogido a esas horas, en vez de estar con su camisón y el pelo largo suelto, bien cepillado, aunque la idea se le fue de la cabeza casi al momento.

—Arthur…

—Pero ¿qué haces aquí, Minnie? —dijo, con esfuerzo—. ¡Es muy tarde! ¿Qué quieres?

Ella le miró muy seria.

—Tienes resaca.

Arthur se echó a reír.

—No, pequeñaja, eso será mañana. Ahora todavía estoy placenteramente borracho. —Tiró de la corbata mientras se quitaba la chaqueta. Tuvo algún problema que otro, porque le dio la impresión de que un tercer brazo se empeñaba en enredarlo todo, pero al final se libró de ella y la arrojó a un lado, sin ningún cuidado. Un nuevo disgusto para su ayuda de cámara—. Vete a tu cuarto, anda.

—No, escucha, Arthur… Tengo que hablar contigo.

—¿Y no puede esperar a mañana?

—¡No! ¡Si pudiera esperar a mañana, no estaría ahora aquí!

—Oh, por todos los demonios… —Fue hacia la cama y se sentó a su lado, aunque casi inmediatamente se dejó caer tumbado de espaldas, con un gemido—. A ver, ¿qué ocurre, pequeñaja?

—Esta tarde he oído a padre, en su despacho, hablando con ese viejo repugnante de Dankworth.

—¿Dankworth?

El duque de Dankworth, que alardeaba de su título de «Sátiro de Londres». Esa misma noche le había visto en un burdel. Con casi setenta años, se dejaba querer por dos prostitutas muy jóvenes, que si tenían más de veinte años, ya no le interesaban. Menudo viejo pervertido.

Últimamente, Arthur había oído rumores sobre su posible sífilis. A saber. Desde luego, no sería sorprendente algo así.

—Qué infierno —murmuró—. ¿Qué decían?

—Han acordado el matrimonio. ¡Y dicen que será lo antes posible! —exclamó, alarmada y llena de indignación—. ¡Pretenden anunciarlo la semana que viene y celebrarlo en verano, a finales, como muy pronto! ¿Te das cuenta? ¡Ni siquiera habré llegado a cumplir los dieciséis!

—Bueno…

Entendía bien el enfado de Minerva. Menudos dos, aquellos insignes lores, mercadeando con el virgo de una niña. Era tan culpable el vicioso de Dankworth como su padre, que la vendía al mejor postor sin ningún escrúpulo. En lo que a él se refería, jamás consentiría que semejante matrimonio se cumpliera, de hecho ya había ido dando algunos pasos al respecto, hablando con el hijo y heredero de Dankworth, para que intentase controlar a su padre.

Claro que no pensaba decírselo a Minerva. Le gustaba pensar que había colaborado positivamente en la educación de su hermana pequeña, y eso pasaba por no ser para ella un muro de contención ante las adversidades de la vida, sino alguien que la apoyaba y la ayudaba desde la sombra. Siempre la animaba a llevar a cabo sus luchas y a vencerlas por sí misma, y de un modo aplastante.

En parte gracias a eso, a sus quince años, Minerva era una jovencita con mucha personalidad. Tenía carácter y fuerza propia más que suficientes, y no necesitaba que ningún hermano mayor viniera a minar esas cualidades.

—¿Bueno? —protestó Minnie—. ¿Eso es todo lo que vas a decir?

—No, tonta. Comprendo tu preocupación. Pero una cosa es lo que ellos quieren y otra lo que tú vayas a permitir. O madre. Ella no suele oponerse a padre, pero en este caso todavía no se ha pronunciado, y creo que hará una excepción.

—No lo entiendes. Tú eres un hombre, a ti te consienten muchas cosas que a mí me están totalmente vedadas.

—Oh, no empieces. Eres la niñita de papá…

—Claro que sí, y se supone que la niñita de papá es siempre obediente. Madre ya me ha dicho que tendré que hacer lo que padre diga, porque es mi obligación. Tú heredaras todo esto y tendrás que trabajar para mantenerlo y que mejore, de mí solo se espera que haga un matrimonio que acreciente el poder de los Manderland, y Dankworth es una oportunidad única.

—Por Dios. —Arthur se llevó las manos a las sienes—. ¿No podrías hablar en frases cortas, y bien separadas?

—Idiota. —Le dio un manotazo en la pierna. Luego, se dejó caer también hacia atrás. Juntos, miraron el techo de la cama de dosel durante unos segundos. Arthur cerró los ojos, sintiendo que le vencía un sueño irresistible. La voz de Minnie le llegó como si viniese de muy lejos. Sonaba pensativa, algo monótona—: Me da igual. No voy a casarme con ese viejo repugnante. Ni siquiera voy a permitir que todo esto siga adelante. ¿Me oyes?

—Sí…

—¡Arthur! ¡Te has quedado dormido!

Le dio un empujón en el hombro. Arthur volvió a abrir los ojos, sobresaltado y muy aturdido.

—¿Qué? ¡Que no, de verdad! ¡Solo había cerrado un momento los ojos, no estaba…!

—¡Mentiroso! ¡Dijiste que me ayudarías y te estás quedando dormido! Claro que no me extraña. ¡Apestas a alcohol!

—No me grites, Minnie, por el amor de Dios. —La empujó también, pero tan flojo que no pudo ni moverla del sitio—. Mira, vete, largo de aquí. Ya hablaremos mañana.

—No, no puedo esperar. Tengo un plan y…

—Venga ya. ¿Qué prisa hay? No te van a casar de noche. —Volvió a cerrar los ojos—. Creo que ni sería legal, pero no me hagas mucho caso, porque yo de esas cosas no entiendo.

—¡No te burles, Arthur! Esto es muy importante. Escucha, voy a…

Imposible. Quería mucho a Minerva, muchísimo, pero estaba demasiado borracho. Además, hubiese dado igual, porque no era capaz de luchar contra el sueño. Sintió que tiraba de él, esta vez de una forma irresistible, y la realidad no pudo retenerle más.

Envuelto en los vapores del mucho champán que había bebido, Arthur cayó y cayó, se sumió más y más en una profunda negrura, de la que no salió hasta una eternidad después.

—¡Arthur! ¡Arthur, despierta!

La voz fue lo primero de lo que fue consciente, y tardó unos segundos en identificarla. Era su madre. ¿Su madre? Ni recordaba la última vez que había ido a su dormitorio.

No solo eso,

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos